Equilibrios perdidos
*Por James Neilson. En opinión del venezolano Moisés Naím, los años próximos no se verán dominados por los "choques entre civilizaciones" que fueron previstos por Samuel Huntington a fines del siglo pasado sino por un "choque de clases" provocado por "las expectativas frustradas de las clases medias, que declinan en los países ricos y crecen en los países pobres"
A juicio del norteamericano Thomas L. Friedman, se tratará de un "choque de generaciones" porque los hijos de la explosión de natalidad, el "baby boom" que siguió a la Segunda Guerra Mundial, que ya han comenzado a jubilarse gastaron demasiado a crédito dejando a sus descendientes un montón gigantesco de deudas. Los dos, además del fallecido Huntington, tienen razón, pero también la tendrían quienes hablaran de un "choque de culturas" protagonizado por los capaces de aprovechar las oportunidades brindadas por el avance vertiginoso de la tecnología por un lado y los demás por el otro, o de un "choque de modelos" entre los partidarios de un sistema manejado por políticos proclives a privilegiar sus propios intereses y quienes preferirían uno más liberal por suponer que, a pesar de sus deficiencias evidentes, sería mejor que la alternativa.
Todos estos "choques" se han visto agravados por la evolución demográfica de las distintas sociedades. El de "civilizaciones" –una forma eufemística de calificar la reanudación de la guerra santa islámica contra los infieles que tantas muertes sigue provocando– puede atribuirse al superávit de hombres jóvenes en los países musulmanes y la tentación que les ha ofrecido la sensación de que los ricos occidentales actuales son más pusilánimes que los de antes y que, de todos modos, están dispuestos a abrirles las puertas porque los necesitan para llenar el hueco causado por su negativa a tener hijos. En efecto, conscientes de las posibilidades planteadas por el envejecimiento de Europa y, en menor medida, Estados Unidos, diversos líderes musulmanes, entre ellos el libio Muammar Gaddafi, no han vacilado en predecir la próxima conquista demográfica de las tierras de sus enemigos ancestrales, comenzando con Israel.
Tales festejos son prematuros. En todos los países árabes, salvo Yemen, el más pobre, e Irán, la tasa de natalidad se ha desplomado últimamente hasta tal punto que, de confirmarse las proyecciones de la ONU, dentro de un par de generaciones habrá mucho más jóvenes israelíes que turcos, iraníes, sirios o palestinos, lo que modificaría de manera radical el panorama en el Oriente Medio. Por lo demás, a diferencia de sus vecinos que tal y como están las cosas parecen condenados a sufrir una serie interminable de desastres tanto políticos como económicos, Israel es un país dinámico que, si logra superar los desafíos que enfrentará en los años próximos, estará en condiciones de adaptarse sin dificultades al nuevo orden internacional que está configurándose. Para colmo, contaría con un aliado muy poderoso: la demografía.
La crisis económica y por ende social que está convulsionando a Europa, donde el euro está en capilla, y causando estragos en Estados Unidos, es una consecuencia lógica de la resistencia a reproducirse en cantidades suficientes de los hijos del "baby boom" combinada con la consolidación del Estado benefactor que los libró de responsabilidades personales. Por suponer que no tendría que preocuparse tanto como sus antepasados por el futuro, la mayoría de los europeos occidentales y norteamericanos se abstuvo de invertir en él, concentrándose en consumir.
Confiados en que el Estado –o sea, los demás– siempre respetaría sus derechos jubilatorios adquiridos y que nunca caería el valor de sus viviendas que, en la mayoría de los casos, constituían la parte principal de su patrimonio, se comportaban como si el mañana jamás llegaría hasta que un buen día en el 2008 se enteraron de su error. Por cuarenta años, la falta de dependientes los había ayudado a vivir muy bien, pero ahora que ellos mismos están transformándose en dependientes, muchos se sienten desprotegidos en un mundo regido por las normas que, mientras les convino hacerlo, habían reivindicado.
Para que a la larga una sociedad resulte viable, tendrá que equilibrar no sólo sus cuentas financieras para que los ingresos públicos sean suficientes como para cubrir los gastos y para que se mantenga un nivel adecuado de inversiones en las actividades económicas, en salud y en educación, sino también las cuentas demográficas. En algunas partes del mundo, como África oriental, la sobrepoblación sigue planteando un problema mayúsculo, pero en casi todos los países ricos la caída abrupta de la tasa de natalidad que ocurrió hace varias décadas ha ocasionado otros problemas que acaso sean menos dramáticos pero que andando el tiempo podrían crear situaciones igualmente desgarradoras.
En el sur de Europa, una región antes prolífica en materia de natalidad pero que, lo mismo que el Japón, eligió colectivamente ahorrarse los costos y las molestias de reproducirse, los esquemas previsionales no podrán sostenerse; a muchos que aún creen que merced a una jubilación generosa podrán vivir cómodamente les aguardan años de penurias parecidas a las de sus equivalentes argentinos que, como ellos, se habían negado a creer que se verían abandonados a su suerte.
Aunque es por lo menos factible que, frente al repliegue inevitable del Estado benefactor, los europeos reaccionen recuperando el sentido de la responsabilidad de cada uno por su propio destino económico y por el de sus familiares, no es del todo probable que logren revertir las tendencias demográficas nefastas –un suicidio colectivo en cámara lenta– antes de que ya sea demasiado tarde. Pero si no lo hacen, el porvenir que les espera será triste. Los programas de austeridad que, a menudo contra la voluntad de la mayoría, están aplicando los gobiernos de la Unión Europea –y los de algunos estados norteamericanos– tendrán que prolongarse por años, durante los cuales el envejecimiento de la población continuará ya que, incluso si de repente quienes están en condiciones de procrear comenzaran a hacerlo, los beneficios materiales no se harían sentir hasta el 2031 o después. A lo sumo, sería cuestión de un cambio tardío de actitud, del reencuentro con la conciencia de que una sociedad que no se preocupe por su propio futuro no tendrá ninguno.