Entre la crispación y la anomia
*Por Natalio R. Botana. Como en un rompecabezas, el bloqueo a las ediciones del domingo pasado de La Nacion y Clarín , y la incautación por parte de las autoridades españolas de un formidable cargamento de droga presuntamente derivado de nuestro país revelan dos aspectos de la trama en que está inmerso el proceso electoral de este año.
Un contrapunto entre dos palabras que se han puesto de moda: la crispación y la anomia.
Las constantes agresiones que sufren los medios de prensa son tributarias de las concepciones predominantes en el Gobierno acerca de la comunicación y el poder. Se trata, por tanto, de una cuestión coyuntural. El segundo aspecto es más vasto pues no sólo atañe a la ineptitud de una administración en funciones. Las maniobras domésticas y las ramificaciones del narcotráfico en la región y en el mundo señalan la presencia de un problema estructural que, de aquí en más, involucrará a los próximos gobiernos.
No es tema menor el montaje de una ideología acerca de las comunicaciones que actúa como ariete en los procesos electorales. Esta definición del poder político responde sin duda a una nueva realidad. El vertiginoso ascenso de las comunicaciones, su poder para ir creando en la sociedad una multiplicidad de contenidos de conciencia, hacen de este universo cruzado por semejantes mensajes un bocado apetecible para el apetito de los gobernantes.
Si a esta primera aproximación se añade la teoría, tan extendida entre Caracas y Buenos Aires, que hace hincapié en que esos contenidos de conciencia son falsos y encubren la codicia de los propietarios de los medios de comunicación, tenemos diseñado el cuadro de un combate entre la verdad del poder político y la mentira de la prensa escrita, la radio y la televisión. La batalla adquiere tintes épicos cuando se superpone a una concepción del pasado según la cual algunos de estos actores, que naturalmente intervienen en el proceso democrático a partir de 1983, son sospechosos de complicidad con los crímenes de la dictadura de los años setenta.
De este modo, el kirchnerismo hace las veces de una frontera histórica, divisoria de las aguas. Para esta visión, la experiencia que comenzó en 2003 debe ser una empresa refundadora imbuida de verdades trascendentes. Por ser legítimas, esas verdades están destinadas a destruir obstáculos y desenmascarar lo que habitualmente ocurre. Con tal objeto, nada mejor que poner en marcha un aparato de divulgación con emisiones propias y apuntalado por una abultada propaganda oficial capaz de premiar y castigar según los dictados de la conveniencia.
Las oposiciones deberían tomar nota de este escenario en circunstancias en que, mediante el llamado operativo clamor de sus seguidores, se está instalando el hecho de una candidatura que busca su propia reelección. Esa estrategia necesita de la propaganda oficial para aceitar sus pretensiones y convertir en materia prima de la campaña electoral el muestrario de realizaciones (nos basta con observar Fútbol para Todos) y el repertorio de invectivas contra los oponentes. Paradójicamente, mientras la legislación existente impide a los candidatos de la oposición hacer propaganda en los medios, el oficialismo sigue transmitiendo en todo momento mensajes y proyectos de neto corte electoral.
En este juego, es vital el control de la calle y de las instituciones estatales. La calle habla por sí sola (mejor dicho, grita y estalla). Esta cultura piquetera, nacida en sus versiones más ambiciosas de la entraña de la gran crisis de representación de 2001-2002, está para quedarse. Como tal, plantea una relación inversamente proporcional a la debilidad del sistema representativo. Más frágil este último, más fuerte la primera. Al paso que la cultura piquetera crece en medio de la fragmentación, el sistema representativo de los partidos se degrada aquejado por el mismo proceso.
Este panorama declinante en materia de representación política demanda con urgencia acuerdos básicos entre partidos para acumular autoridad en un régimen democrático que, si bien felizmente no está impugnado en el principio de su propia legitimidad, sufre cuestionamientos permanentes en cuanto a su ejercicio y a su aptitud para recrear en la ciudadanía la vigencia del Estado de Derecho. A tal objeto no es necesario que las oposiciones se fusionen; sólo es imprescindible que entiendan que el diseño de las líneas maestras del Estado es asunto común de los partidos, cualesquiera que sean sus tradiciones, estilos e ideales.
Esta tarea compartida -en su raíz última, el pacto de gobernanza de la democracia- parece que hubiese caducado a la luz de fracasos recurrentes. El episodio de la droga enviada a España es un ejemplo palmario de cómo se ha dejado de lado en estos años el tenaz esfuerzo que demanda poner a punto las instituciones de control dentro del propio Estado.
A menudo confundimos cuál es el propósito esencial del Estado. Por debajo de los logros en la política social o en el campo de la ciencia y la tecnología, el oficialismo entiende al Estado como un instrumento al servicio del control sobre algunos segmentos de la sociedad: se vigila a los opositores, se organizan redes comunicacionales adictas, se gasta dinero y se inyecta ambición para contrarrestar a presuntos enemigos. Este temperamento olvida que, por ser republicano, el Estado democrático es una organización en la cual lo que más importa es el control interno de sus propias agencias.
Sin ese control, toda la parafernalia de los controles externos aplicados a la sociedad se derrumba presa de escándalos, de violencias y corrupciones, y de una percepción de la anomia de más en más acentuada. No hay control sobre las policías, en particular en la megalópolis metropolitana; no hay control sobre el territorio, tanto en la frontera como en el espacio más cercano de los aeropuertos; no hay control, en fin, sobre las mafias que van perforando y abriendo nichos de impunidad en ese gigante invertebrado. Y estos vacíos se abren en un Estado que absorbe el 40% del PBI.
Esta realidad inclemente, que por otra parte no deja de crecer, requiere profundas transformaciones. La democracia no sólo implica competencia por el poder (lo que a diario comprobamos con su séquito de comicios escalonados, encuestas y campañas); la democracia también implica el espíritu constructivo de levantar el edificio del Estado con el cimiento de una burocracia que arraigue en el mérito y la disciplina. Una y otra tarea son diferentes y, a la vez, complementarias. La competencia mira el corto plazo; la construcción del Estado atañe, en cambio, al largo plazo.
Si los gobiernos de diferente signo no son capaces de enhebrar el hilo de este argumento y no prestan la atención minuciosa que exige tener siempre en alerta los controles intraestatales, la inseguridad y la desconfianza seguirán cosechando sus peores frutos y erosionando el suelo de la competencia electoral. La ciudadanía terminará al cabo interrogándose acerca del "para qué" de la democracia y hará girar sus preguntas en torno de aquella fórmula que antaño se condensaba en el concepto del bien común del pueblo. Porque, podríamos inquirir de nuevo, ¿qué plataforma mejor pertrechada para desplegar un ideal histórico del bien general que un Estado confiable, protector de todos e idóneo para impartir seguridad y justicia?
Dado que el Gobierno no parece dispuesto a entablar un diálogo constructivo sobre estas materias, conviene que las oposiciones comiencen desde ahora a trazar esos puentes (de hecho, ya han puesto manos a la obra). Sería un preámbulo necesario para morigerar la aspe reza que se avecina en este año.