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En guerra con el pasado

Tuvieron que transcurrir más de treinta años desde que la ESMA dejó de funcionar como equivalente argentino de la Lubianka soviética o el cuartel general de la Gestapo en la Prinz-Albrecht Strasse de Berlín para que la Justicia condenara a 17 personas por los horrores que perpetraron en el edificio.

¿Significa esto, como algunos afirman, que por fin se ha cerrado un capítulo y que en adelante el país podría liberarse de un pasado lleno de frustraciones y dedicarse a asegurar que el futuro sea un tanto mejor?

Es poco probable. El movimiento gobernante, que hace menos de una semana obtuvo el respaldo de más de la mitad del electorado, ha hecho del repudio al pasado –es decir, a la versión actualmente oficial del pasado– la base de su estrategia. No sólo reanudó la persecución de los militares y sus auxiliares por lo que hicieron durante la "guerra sucia", sino que también emprendió una ofensiva contra el supuesto "neoliberalismo" de la década de los noventa –credo que en su momento disfrutó del apoyo de dos políticos patagónicos, el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, y su esposa Cristina– y contra aquellos medios periodísticos que a su juicio simpatizaron demasiado con la dictadura castrense.

Por ser cuestión de sucesos recientes, los ideólogos gubernamentales se ven constreñidos a ser selectivos. Minimizan la importancia fundamental del aporte a la guerra sucia de las bandas terroristas y de los esbirros de la Triple A que se formó cuando Juan Domingo Perón estaba en el poder. También dan a entender que antes del golpe militar de 1976 y el desembarco de los denostados como "neoliberales", la economía nacional gozaba de buena salud cuando en verdad se deslizaba con rapidez alarmante hacia el abismo en que, un cuarto de siglo más tarde, se precipitó. Puesto que en el relato kirchnerista no hay lugar para detalles tan molestos, los autores no han vacilado en borrarlos.

Ha resultado ser tan exitosa la estrategia así supuesta que al gobierno no le sería nada fácil modificarla. Es por lo tanto de prever que por un rato largo siga luchando con heroísmo contra los fantasmas de treinta, cincuenta y más años atrás. Hacerlo le parece natural porque actitudes inspiradas en la prolongada alternancia de militares y civiles en el poder forma parte de la cultura del país.

Durante mucho tiempo, la política nacional giró en torno del enfrentamiento entre los dos polos. Aunque las fuerzas armadas tenían su cuota de populistas, para no decir fascistas, contrarios al capitalismo liberal, para disgusto de éstos a los militares les correspondía poner en marcha "ajustes" luego de un período de despilfarro alocado, mientras que "los políticos civiles", casi todos comprometidos con variantes del voluntarismo, se encargaban de llevar el gasto público a un nivel insostenible, de ahí la inflación crónica que sufrió el país, a sabiendas de que tarde o temprano crearían las condiciones para la próxima irrupción militar.

Este sistema perverso caducó en diciembre de 1983, pero persistieron los hábitos mentales que engendró. Al gobierno radical del presidente Raúl Alfonsín le costó mucho aprender que los problemas económicos del país se debieron a algo más que la estulticia mezquina de militares enamorados de la ortodoxia, pero cuando todo se vino abajo la tradicional alternativa castrense ya no estaba. Su sucesor, Carlos Menem, empezó procurando aplicar recetas heterodoxas pero terminó probando suerte con una política económica parecida a la insinuada, si bien nunca fue instrumentada, por el régimen militar.

Lo que no pudieron hacer ni Menem ni Fernando de la Rúa fue reducir el gasto público a un nivel manejable. Una vez más, todo estalló. Néstor Kirchner y su esposa tuvieron más suerte; luego de pasar la Argentina por la trituradora supuesta por la madre de todos los ajustes, lo que fue entonces el default soberano más grande de la historia de nuestra especie y una devaluación feroz, el mundo –el célebre "viento de cola"– vino al rescate pero, lo mismo que tantos gobiernos "civiles" anteriores que estaban programados para actuar como si la Argentina fuera un país mucho más rico de lo que realmente era, el kirchnerista también ha dejado subir el gasto hasta niveles espectaculares.

La diferencia es que todo hace suponer que Cristina seguirá en el poder cuando le resulte forzoso enfrentarse con las consecuencias de tanta imprevisión principista. ¿Qué hará? No sorprendería que en cuanto comiencen a multiplicarse las dificultades, las atribuyera a la estupidez ajena, a la malignidad de oligarcas relacionados de alguna manera con la ya lejana dictadura militar y con las maniobras antipopulares de los neoliberales inmundos que pululan tanto aquí como en el resto del mundo.

A primera vista, no hay ningún vínculo directo entre el activismo presidencial en favor de las organizaciones de los derechos humanos y la política económica, pero para los kirchneristas todo cuanto sirve para descalificar a sus adversarios es útil, razón por la que asegurarán que represores de los años setenta del siglo pasado continúen desfilando por los tribunales. Que reciban su merecido es justo, pero también lo sería que compartieran su destino otros que cometieron crímenes aberrantes por motivos políticos. Para que ello sucediera, empero, sería necesario que los dueños del poder y quienes les suministran ideas, además de los jueces y una proporción mayor de los abogados, adoptaran una postura ecuánime ante la historia del país; la posibilidad de que lo hagan es tan escasa como que reconozcan que siguen produciéndose violaciones de derechos humanos en el país y que de todos modos se trata de un tema que no debería limitarse a la revisión exhaustiva de lo ocurrido entre marzo de 1976 y diciembre de 1983.

Aferrarse al pasado, manipularlo, embellecerlo o afearlo según los intereses de cada uno, es siempre tentador, pero acaso convendría que los dirigentes políticos pensaran un poco más en los problemas actuales y en los que nos depararán las décadas venideras. En la campaña electoral que culminó el domingo, los contendientes, encabezados por Cristina, no nos dijeron mucho sobre lo que se proponían hacer en los años próximos. En el caso de los opositores, resignados de antemano a una derrota, la resistencia a comprometerse puede considerarse comprensible, mientras que la presidenta sabía que dadas las circunstancias sería mejor "hacer la plancha". Así y todo, la propensión generalizada a mirar hacia atrás, a librar batallas tardías contra los protagonistas de épocas que por fortuna ya fueron, es preocupante.