"En Dios confiamos"
* Por Tristán Rodríguez Loredo. A su alrededor se tejieron innumerables anécdotas, historias de la picaresca nacional protagonizadas por una moneda que colonizó la economía argentina.
Justamente hace más de medio siglo y frente a las primeras secuelas de la crisis externa luego del auge de posguerra, el General Perón en su escenario preferido de la Plaza de Mayo lanzó la célebre pregunta retórica: "¿Alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?". En ese momento la ovación no se hizo esperar. Hoy quizás no convendría formularla porque hay cosas que ni se mencionan.
La conversión de la moneda estadounidense en unidad de cuenta en los usos y costumbres del sistema económico argentino habla más del envilecimiento del peso que del mérito, bastante dudoso por cierto, del dólar. Es que una moneda deja de cumplir su rol cuando no puede ejercer cabalmente las funciones para las cuales ha sido creada: ser medida de cambio; servir como unidad de cuenta y oficiar de depósito de valor. Intentando encontrar un culpable, todo apunta a la inflación, o sea, la suba generalizada de los precios y la mala fama de los métodos indexatorios que se inventaron en su momento para amortiguar sus perjuicios. Desde la circular 1050, hasta el CER, la tentación de romper el termómetro para ocultar lo impresentable ya estaba sellada. Es que de a poco, la inflación fue transformándose de la poción mágica para el crecimiento económico a pleno empleo al asesino serial de muchos mercados e industrias que no pudieron adecuar su funcionamiento al de una economía con tres dígitos de alzas anuales, como fue la argentina hasta la era de la Convertibilidad, iniciada en 1991.
Unos, como los seguros de vida y el crédito hipotecario, se hicieron inviables en ese entorno y vivieron una existencia vegetativa hasta que las condiciones cambiaron nuevamente. Justamente, a partir de la estabilidad monetaria de los 90, reverdecieron por unos años, hasta que el abandono los
Casualmente, algunos sectores que sí pudieron encontrar vías de escape, se tonificaron ante la adversidad. El mercado automotor encontró la fórmula de los sistemas de ahorro previo, en que se compraba una cuota-parte de una unidad y en realidad su valor subía con el precio del cero kilómetro. El inmobiliario, en cambio, impulsó un doble estándar: adoptar al dólar como medida de cambio (en operaciones de compra-venta y en las hipotecas, especialmente) y constituir su propio "bien" en un depósito de valor, erradicando al peso del clásico método de ahorro. Invertir en "ladrillos" se convirtió en la forma más conservadora de acumular capital pero también la que supo resistir el paso del tiempo, con sus ministros de Economía y presidentes del Banco Central, inclusive. Desagios, postergación de pagos, plan Bónex, corralito y corralón; contribuyeron a desafiar la lógica fiscalista en que por un pase mágico se transferían esfuerzos de toda una vida en cuestión de segundos.
Ante este panorama, la respuesta de la adopción de la moneda estadounidense como algo mucho más importante a lo que en realidad es. Frases poco afortunadas emitidas por funcionarios y gobernantes como las recordadas en estos días que aludían a una supuesta pulseada del Gobierno de turno frente al "mercado", no hacen más que realzar la fuerza del mercado cambiario. Es que al poner en cabeza de una moneda más funciones y atribuciones que en circunstancias normales, el sistema termina por entronizarla a un sitial de máxima expectativa pública. Tanto, que se constituye en un indicador supremo de estabilidad económica y control del rumbo de la economía por parte del Gobierno.
Porque el dólar tiene la particularidad de significar en un número la particular relación de nuestra economía con el mundo. Es el ancla que algunos prefieren echar para usar de referencias al resto del los precios de la economía. Tasas de interés negativas conspiran con un ahorro genuino en pesos; un Indec cuestionado no ayuda al cálculo económico más elemental y las llamadas oficiosas de diverso calibre, a productores e intermediarios, tampoco colaboran a que el sistema de precios sea un asignador de recursos más eficiente.
Como en un thriller planificado minuciosamente, todo conduce a crear un clima de máxima tensión para esperar el desenlace, con un altísimo consumo de energías de parte de los agentes económicos que las distraen de se rol más importante. Pero siempre poniendo la esperanza en algo.
Como reza en la leyenda del dólar-billete: "En Dios confiamos". Unos en el verdadero, otros, por si acaso y mientras tanto, en el que siempre era "verde y ahora se tornó "blue".
La conversión de la moneda estadounidense en unidad de cuenta en los usos y costumbres del sistema económico argentino habla más del envilecimiento del peso que del mérito, bastante dudoso por cierto, del dólar. Es que una moneda deja de cumplir su rol cuando no puede ejercer cabalmente las funciones para las cuales ha sido creada: ser medida de cambio; servir como unidad de cuenta y oficiar de depósito de valor. Intentando encontrar un culpable, todo apunta a la inflación, o sea, la suba generalizada de los precios y la mala fama de los métodos indexatorios que se inventaron en su momento para amortiguar sus perjuicios. Desde la circular 1050, hasta el CER, la tentación de romper el termómetro para ocultar lo impresentable ya estaba sellada. Es que de a poco, la inflación fue transformándose de la poción mágica para el crecimiento económico a pleno empleo al asesino serial de muchos mercados e industrias que no pudieron adecuar su funcionamiento al de una economía con tres dígitos de alzas anuales, como fue la argentina hasta la era de la Convertibilidad, iniciada en 1991.
Unos, como los seguros de vida y el crédito hipotecario, se hicieron inviables en ese entorno y vivieron una existencia vegetativa hasta que las condiciones cambiaron nuevamente. Justamente, a partir de la estabilidad monetaria de los 90, reverdecieron por unos años, hasta que el abandono los
Casualmente, algunos sectores que sí pudieron encontrar vías de escape, se tonificaron ante la adversidad. El mercado automotor encontró la fórmula de los sistemas de ahorro previo, en que se compraba una cuota-parte de una unidad y en realidad su valor subía con el precio del cero kilómetro. El inmobiliario, en cambio, impulsó un doble estándar: adoptar al dólar como medida de cambio (en operaciones de compra-venta y en las hipotecas, especialmente) y constituir su propio "bien" en un depósito de valor, erradicando al peso del clásico método de ahorro. Invertir en "ladrillos" se convirtió en la forma más conservadora de acumular capital pero también la que supo resistir el paso del tiempo, con sus ministros de Economía y presidentes del Banco Central, inclusive. Desagios, postergación de pagos, plan Bónex, corralito y corralón; contribuyeron a desafiar la lógica fiscalista en que por un pase mágico se transferían esfuerzos de toda una vida en cuestión de segundos.
Ante este panorama, la respuesta de la adopción de la moneda estadounidense como algo mucho más importante a lo que en realidad es. Frases poco afortunadas emitidas por funcionarios y gobernantes como las recordadas en estos días que aludían a una supuesta pulseada del Gobierno de turno frente al "mercado", no hacen más que realzar la fuerza del mercado cambiario. Es que al poner en cabeza de una moneda más funciones y atribuciones que en circunstancias normales, el sistema termina por entronizarla a un sitial de máxima expectativa pública. Tanto, que se constituye en un indicador supremo de estabilidad económica y control del rumbo de la economía por parte del Gobierno.
Porque el dólar tiene la particularidad de significar en un número la particular relación de nuestra economía con el mundo. Es el ancla que algunos prefieren echar para usar de referencias al resto del los precios de la economía. Tasas de interés negativas conspiran con un ahorro genuino en pesos; un Indec cuestionado no ayuda al cálculo económico más elemental y las llamadas oficiosas de diverso calibre, a productores e intermediarios, tampoco colaboran a que el sistema de precios sea un asignador de recursos más eficiente.
Como en un thriller planificado minuciosamente, todo conduce a crear un clima de máxima tensión para esperar el desenlace, con un altísimo consumo de energías de parte de los agentes económicos que las distraen de se rol más importante. Pero siempre poniendo la esperanza en algo.
Como reza en la leyenda del dólar-billete: "En Dios confiamos". Unos en el verdadero, otros, por si acaso y mientras tanto, en el que siempre era "verde y ahora se tornó "blue".