Elogio de la lista sábana
*Por Juan José Giani. La filosofía política contemporánea no se ha cansado de destinar esmeros reflexivos para desmenuzar lo que se continúa denominando "crisis de la representación".
Cuadro traumático que describe las maneras en que un determinado elenco dirigencial pierde la confianza de aquellos que le concedieron oportunamente su voto. Quiebre durable entre un representante que procede a formular promesas y un conjunto de representados que contemplan el incumplimiento reiterado de los compromisos que inicialmente suscitaron su entusiasmo. Pendulando entre la ajenidad y el fastidio, los ciudadanos concluyen sobre la inutilidad de sus mandamientos, traduciendo la continuidad de sus pesares como aviesa traición del político o supina ineficiencia del funcionario.
Partiendo de admitir la imposibilidad radical de que todos los ciudadanos decidan sobre todos los temas todo el tiempo, el principio de la representación es consustancial a la constitución de cualquier orden político moderno; sólo que los engranajes se resquebrajan cuando el mecanismo por el cual le concedo mi voluntad a otro para que resuelva en mi nombre, deriva en la insatisfacción de las expectativas contenidas en el vínculo representativo. En definitiva, la consumación de la crisis de la representación desemboca en descreimiento, apatía o furor; tonalidades de un mismo apartamiento que en todos los casos corroe los cimientos de un sistema político que se presuma razonablemente sano.
Sobre este diagnóstico no cabe sumergirse en ningún provincianismo, pues sus causas y sus efectos involucran al universo de la política en los días que corren. Pero quisiera detenerme aquí en los anclajes locales del fenómeno mencionado. Pues bien, no parece impertinente señalar una cierta unanimidad ideológica al momento de ponderar la hondura de estos males. A derecha e izquierda no deja de percibirse cierta independencia entre el humor social transitorio respecto de los desempeños de una gestión, y un perseverante disgusto en torno de las menguadas virtudes de la dirigencia política.
Sin ir más lejos, de mayo del 2003 a la fecha es notorio que la sociedad argentina ha recuperado dignidad y autoestima, y sin embargo es palpable observar que la anhelada reconciliación entre el sujeto social y la actividad política marcha aún a un ritmo lento y oscilante. Hablamos entonces de una tendencia de larga duración, de incrustadas marcas de desprestigio que no se extirpan con golpes de efecto y ni aún siquiera con mejoramientos ostensibles de nuestra calidad de vida.
Veamos por un instante las dos líneas argumentales prevalecientes a la hora de auscultar la genética de la crisis y sugerir por tanto un pliego de soluciones. La primera de ellas, que llamaremos materialista, fundamenta el enfado de los ciudadanos en las recurrentes privaciones toleradas en nombre de la democracia. Para simplificar, con la democracia no se curó, no se comió ni se educó; y bajo la bandera del salariazo y la revolución productiva recibimos el desmantelamiento salvaje del Estado, el desempleo estructural y la cristalización de la pobreza. Hoy el círculo se reitera bajo el título de la inseguridad. Varían los candidatos pero se perpetúan los anuncios incumplidos. La crisis de la representación es básicamente entonces crisis de resultados.
La reparación requiere por tanto incrementar la eficacia de los gobiernos. Importa así tomar el camino programático correcto, garantizar coherencia ideológica de los gabinetes, adoptar las medidas adecuadas en cada circunstancia. Existe así un maridaje directo entre índices crecientes de dinamismo estatal e identificación grata con el mandatario. Si se aminoran las carencias amaina la intensidad de la crisis de la representación.
La segunda, que denominaremos procedimental, coloca sus miras en los defectos de la trama institucional que media entre la opinión de los ciudadanos y el espacio en el cual se tramitan las decisiones en política pública. Esto es, se verificaría algún eslabón en el cual la demanda social se empantana, malversa o desvirtúa, perjudicada por algún diseño organizativo que favorece la burocratización o el engaño. Fallan los instrumentos para seleccionar, lo que permite que el funcionario se encapsule y el político claudique.
La estrategia a seguir en este caso implica introducir reformas drásticas en los canales a través de los cuales la voluntad ciudadana ingresa al interior de la cosa pública. Audiencias públicas, presupuestos participativos o entes de control con participación de los usuarios son ejemplos de instituciones que aproximan la decisión al pueblo más allá del episodio ritual en el que emite periódicamente su voto. La calidad de la democracia se incrementa cuando el representante se sabe continuamente controlado.
Nos interesa sin embargo ahora otro aspecto de esta misma lógica, aquel que se adentra en las modificaciones de los sistemas electorales; a partir de una radiografía que concluye que las normativas que diagraman la emisión del sufragio entorpecen o purifican la elección el candidato apropiado. En estos días, asistimos en la provincia de Santa Fe a una transformación que recoge esta sintonía, alimentada de una batería de diatribas disparadas contra las llamadas listas sábana. Sus impulsores anuncian un oasis de transparencia y sus detractores la objetan centrándose en sus aspectos operativos.
Pues bien, el sistema que se apresta a debutar se afinca en una base conceptual por la cual la segmentación del vínculo representativo garantiza su perfeccionamiento, en la medida que si separo físicamente una categoría de otra puedo advertir con mayor nitidez los méritos de sus postulantes. La lista sabana disimula a los impresentables y la boleta única los obstaculiza. Escindir al concejal del intendente, por ejemplo, se supone que evitaría que un buen intendente nos embauque auspiciando a un inepto concejal. Se consuma así una rotunda personalización del sufragio, estableciendo que el corte de boleta ya no es ocasional y voluntario sino premeditado y sistémico.
Al respecto, caben dos comentarios. El primero invita a no dejarse seducir por cierta propensión al fetichismo institucionalista, que reincide en depositar en sucesivas ingenierías normativas poderes curativos que las exceden. Es una faceta que sin dudas importa, pero no al punto de construir en torno a ella narrativas épicas de huidiza constatación. Para muestra vale un botón. El mecanismo de internas, abiertas y obligatorias en algo supera a la derogada ley de lemas, pero cuesta aseverar que la calidad de la política provincial se ha enriquecido sustancialmente luego de su puesta en práctica.
Y el segundo es que la política no es una yuxtapuesta sumatoria de talentos individuales, sino un compromiso ideológico que se plasma en torno a una voluntad colectiva. Con la lista completa se votan (se deberían votar) valores, principios, contratos programáticos, un equipo de hombres consustanciados con un rumbo que los aúna. El desmembramiento del voto tiende a fisurar la cohesión de un grupo homogéneo de gestión sin el cual no hay gobernabilidad transformadora posible.
Aunque no se explicite, el nuevo sistema convalida la cantinela reaccionaria del ocaso de las ideologías, apocado centrismo que descree de la inerradicable presencia de los antagonismos axiológicos en la política, y postula que las soluciones que se debaten son apenas técnicas y de sabia administración; por lo que conviene elegir para ejecutarlas a los supuestamente más capacitados y no aquellos cegados por su estólido encuadramiento partidario.
La boleta única se abastece no obstante de otro componente. Es el que fomenta la transparencia a partir de la disminución del peso de las estructuras partidarias a la hora del comicio (robo de votos, exigencia de fiscales, etc.) En este sentido, es cierto que esta iniciativa democratiza el ejercicio del sufragio, pues facilita la competitividad de los partidos más pequeños. Los críticos apuntan que así se minimiza el rol de la militancia; lo que puede aceptarse si y solo si admitimos previamente que en más de un caso "la militancia" se nutre de inconfesables rentas del estado o de tejidos punteriles sin ningún apego fehaciente a las fuerzas a las que sostienen pertenecer.
Finalmente, a aquellos que desconfiamos de las mieles de la experiencia en marcha, nos cabe trabajar para que los partidos realmente existentes erradiquen las causas que la tornaron atractiva. Vigorizando la dimensión ideológica de la lucha política, regenerando prácticas militantes más genuinas y desalentando que en nombre de "el proyecto" se cuelen truhanes, vivillos e improvisados en la oferta electoral de turno.