El valor de un empresario
*Por James Neilson. Los empresarios están a la defensiva en todas partes. Se sienten incomprendidos. Saben que su imagen colectiva es mala, que a juicio de muchos son sujetos materialistas despreciables de gustos vulgares, cuando no ladrones siniestros que roban al pueblo lo que en un mundo mejor sería suyo.
Aunque quienes no los quieren suelen discriminar entre aquellos que fabrican cosas, sobre todos si sus empresas son pequeñas, y los a menudo denostados intermediarios que meramente reparten bienes o, peor todavía, los financistas, fuera de ciertos lugares de Estados Unidos los "hombres de negocios" no disfrutan del prestigio que creen merecer.
Con todo, hay algunos empresarios –muy pocos, es verdad– que no se ajustan al estereotipo despectivo. Uno fue Steve Jobs. La difusión anteayer de la noticia de su muerte a los 56 años se vio seguida por un torrente extraordinario de homenajes. En los titulares de los medios argentinos lo calificaron de "genio", "el Da Vinci del siglo XX", "el Picasso digital", "un ícono", "un visionario". En otros países la reacción fue similar. Presidentes, primeros ministros, intelectuales progresistas de América, Europa y Asia lo ensalzaron. De acuerdo común, se trataba de una persona excepcional, de un "revolucionario" que cambió la vida diaria de centenares de millones de personas.
Para los demás empresarios, los tributos que tantos están rindiendo a Jobs serán a la vez gratificantes y amonestadores. Gratificantes porque, al fin y al cabo, en cierto modo los representa; amonestadores porque sirven para llamar la atención a lo que lo hizo tan diferente de ellos. En este momento muchos estarán preguntándose por qué el jefe de la empresa en que trabajan no comparte la pasión obsesiva de Jobs por el diseño, por facilitar el uso de aparatos de tecnología temiblemente compleja hasta tal punto que incluso un niño pueda aprender enseguida a aprovecharlos, y por la creatividad que le permitió inundar el mercado de una serie de productos novedosos –las computadoras Mac, el iPod, el iPhone y últimamente la iPad– tan exitosos que la empresa Apple, que en 1996 pareció destinada a caer en bancarrota, hoy en día está pisándole los talones a la petrolera Exxon como la más valiosa del planeta.
Otra pregunta planteada por la carrera de Jobs tiene que ver con el aporte de individuos determinados a los cambios políticos, económicos y sociales. Desde hace más de un siglo está bajo ataque la idea de que la historia de nuestra especie haya sido obra de una minoría muy pequeña de "grandes hombres". Pensadores como León Tolstoi, los "annalistes" franceses, los influidos por distintas corrientes marxistas y otros han preferido atribuir la evolución de las distintas sociedades, el surgimiento de imperios, su repliegue posterior y los triunfos bélicos a las decisiones de un sinnúmero de personas anónimas, para minimizar de tal manera la contribución supuestamente imprescindible de quienes figuran en los libros de historia. Colaboran con quienes piensan así los que, en nombre del igualitarismo, procuran convencernos de que la competencia es intrínsecamente perversa y que por tal motivo quieren eliminar toda "discriminación" en las escuelas y universidades.
Era de prever, pues, que algunos insistirían en que, de no haber nacido Jobs, el estado actual de las industrias basadas en la informática sería hoy en día más o menos el mismo, que personalmente no inventó nada sino que aprovechó con habilidad la creatividad ajena. Desde el punto de vista de éstos, Jobs fue ante todo un vendedor talentoso que supo comunicarse con los consumidores, pero de ningún modo un "Da Vinci", "Picasso" o "Edison". Aunque tales juicios parecen mezquinos, no carecen de fundamento, pero así y todo sería un error subestimar la importancia de la capacidad de ciertas personas para formar equipos, movilizar a sus integrantes y fijar metas sumamente difíciles para entonces inspirarlos a alcanzarlas. Por antipático que les suene a los contrarios a todo cuanto huele a competencia, sin la clase de liderazgo que Jobs supo dar a Apple no se puede lograr mucho.
Es innegable que el éxito de Jobs dependió mucho de los recursos disponibles, entre ellos el ambiente socioeconómico en que, con otros jóvenes fascinados por las nuevas tecnologías, se encontró en los años setenta del siglo pasado. No es ninguna casualidad que la industria que en un lapso muy breve tendría un impacto revolucionario en el mundo entero haya despegado en California, no en otro lugar de Estados Unidos, Europa o el Japón. Fue impulsada por una cultura muy particular en que se combinaban universidades exigentes, la voluntad libertaria de ensayar alternativas inéditas, mucho dinero, un clima de negocios favorable a los dispuestos a arriesgarse y una multitud de empresas grandes y chicas resueltas a destacarse de sus rivales.
Es factible que un hipotético equivalente japonés de Jobs hubiera conseguido un puesto en Sony, digamos, que en aquel entonces era mundialmente célebre por sus innovaciones electrónicas, con el resultado de que dicha empresa ocupara el nicho que Apple creó, pero no es demasiado probable. La cultura empresaria nipona es mucho más jerárquica que la norteamericana. ¿Y un Jobs europeo? Aunque en los años setenta las oportunidades existían en países como Alemania y Francia, le hubiera sido mucho más difícil abrirse camino de lo que le fue en California. Tampoco sería fácil para un joven de características parecidas en la California actual, ya que "el estado dorado", abrumado por deudas y asfixiado por regulaciones e impuestos muy altos, está experimentando una sangría de talento empresario: en la actualidad los norteamericanos más ambiciosos están buscando su fortuna en Texas.
De más está decir que, de haber nacido Jobs en la Argentina, le hubiera sido virtualmente imposible poner manos a la obra a menos que se sumara a la emigración de cerebros que tantos perjuicios nos ha ocasionado. Si bien al país le convendría que sus gobernantes trataran de crear un medio ambiente socioeconómico y cultural en que podrían florecer hombres como Jobs –el valor de mercado de Apple equivale a más de la mitad del producto bruto anual de la Argentina–, ni los oficialistas ni, con escasas excepciones, los opositores parecen tener el menor interés en intentar algo tan exótico y "antipopular". Hasta que cambien de opinión, no habrá lugar aquí para empresarios capaces de transformar buenas ideas en riquezas superiores a las proporcionadas por cualquier cantidad de soja, trigo o por casi toda la industria nacional.