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El unicato cristinista

La selección de candidatos a través del dedo presidencial es el reflejo de un modelo de conducción cada vez más autoritario.

A nadie más o menos informado puede sorprender el acto de autoproclamación de Cristina Fernández de Kirchner como candidata a su reelección. Sí resulta chocante y produce vergüenza ajena observar a la máxima autoridad política del país imponiéndole el postulante a vicegobernador a quien gobierna la provincia de Buenos Aires desde hace casi cuatro años y busca ser reelegido, o armando las listas de diputados nacionales en todos los distritos del país y hasta la de legisladores locales en la ciudad de Buenos Aires. El estilo personalista y autoritario parece consolidarse.

Es cierto que, históricamente, el peronismo no se ha caracterizado por la democracia interna ni por la autonomía de sus cuerpos orgánicos. Con frecuencia, ha confundido partido con gobierno y gobierno con Estado. Sólo hacia 1988 hubo un atisbo de democracia interna, cuando luego de un proceso de renovación que siguió a la debacle electoral de 1983, el justicialismo decidió convocar a comicios internos abiertos para elegir su candidatura presidencial entre Carlos Saúl Menem y Antonio Cafiero. Tras ese episodio aislado, el partido como tal siguió brillando por su inexistencia y trasladando sus crisis internas al conjunto del país. La idea de que el peronismo no debe ser un partido, sino un movimiento, ha encubierto, en realidad, un principio de raíz autoritaria y verticalista según el cual todo debe ser sometido a la decisión del líder.

Es verdad también que las principales fuerzas de la oposición no han dado mayores muestras de democracia interna ni de respeto por los cuerpos orgánicos partidarios. Todo lo relativo a candidaturas a cargos electivos suele resolverse entre cuatro paredes, con un puñado de dirigentes que, a lo sumo, pueden escuchar la voz de algunos punteros con capacidad para movilizar algunos aparatos, a menudo cimentados en viejas prácticas clientelistas.

Se ha llegado al absurdo de que, en las primeras elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias que se llevarán a cabo en el país, no habrá competencia interna prácticamente en la totalidad de las fuerzas políticas que participarán. Sólo listas únicas, fruto del "consenso" de unos pocos dirigentes.

Una suerte de grandes electores ejercen el monopolio de la lapicera con la que se inscribe a los candidatos que representarán a sus respectivas fracciones políticas.

La democracia partidaria ha sido sustituida por el dedo de las oligarquías partidarias, si es que todavía puede hablarse de partidos.

Hemos llegado al colmo de que prácticamente cualquier club de fútbol tiene hoy más democracia interna que una fuerza política, donde la voluntad de afiliados y ciudadanos ha sido suplantada por el dedo de supuestos iluminados.

Los partidos políticos, eje natural de cualquier democracia representativa y republicana moderna, han quedado limitados al papel de meros sellos de goma o simples símbolos iconográficos y han sucumbido frente al personalismo y el caudillismo, cuando no al nepotismo, el clientelismo y la corrupción.

Si bien la crítica vale para toda la dirigencia política argentina, se acrecienta para el oficialismo, frente al grotesco ejemplo de la presidenta de la Nación, a cuya decisión personal debieron someterse prácticamente todas las conducciones distritales de la fuerza gobernante. Algo a lo que ni siquiera había llegado Néstor Kirchner. Otro excelente ejemplo de quien, como la primera mandataria, prometió alguna vez un salto en la calidad de las instituciones.

¿Cómo ilusionarse con una mejora en la calidad institucional cuando quien dice enarbolar esa bandera relega a su partido al papel de mayor irrelevancia y a sus dirigentes al cumplimiento de la obediencia debida?

No podía esperarse nada mejor de quienes, desde el Poder Ejecutivo, hicieron todo lo posible por anular al Congreso ante el menor atisbo de indisciplina ante sus dictados y por amoldar al Poder Judicial a sus necesidades políticas o incluso personales; por eliminar cualquier vestigio de federalismo al extremo de imponerles a las provincias las obras públicas que debían hacer y hasta a quiénes contratar; por someter a reprimendas y castigos económicos a empresas y medios de comunicación que no accedieron a sumarse al credo kirchnerista y, finalmente, por poner al Estado y sus recursos al servicio de sus fines electorales, de lo cual el abuso de la cadena nacional tal vez sea uno de los ejemplos más palpables. El verdadero modelo, el del unicato, está a la vista de todos.