El último día del Belgrano
Tres de los tripulantes del crucero "General Belgrano" recordaron aquel 2 de mayo. Las noches frías y los compañeros que nunca volvieron.
Eran las 16.01 del 2 de mayo de 1982. Dos de los tres torpedos disparados por el submarino nuclear Conqueror dieron en la proa y casi al centro del crucero "General Belgrano". Herido de muerte, comenzó a escorarse hacia el mar que sería su tumba. A las 16.23, su comandante, Héctor Bonzo, dio la orden de abandono. Sobre las 5 y con nueve mil toneladas de agua a bordo, el Belgrano se hundió lentamente. Murieron 323 de sus 1093 tripulantes. Al cumplirse 30 años del ataque, sobrevivientes recuerdan aquel último día.
Mario Carranza era piloto aeronaval. "Un marino que vuela", en sus palabras. Tras un tiempo en el portaviones "25 de Mayo", fue enviado al Belgrano. El 2 de mayo, el buque venía de "una zona donde probablemente se iba a producir un enfrentamiento entre la flota británica y argentina", recuerda. El mal clima había impedido la maniobra y se replegaron a una estación de espera.
"Cuando ocurre el ataque estábamos relajados, distendidos. Lo peor había pasado. Yo me había ido a descansar porque no había dormido durante la noche cuando sentí esos dos golpes secos", cuenta en una entrevista realizada por el diario Clarín.
Gerardo González fue también tripulante del crucero: "El primer torpedo fue el que paró el buque, lo sacudió e inmediatamente se cortó la energía. Tomé el salvavidas, me puse los borceguíes y salí corriendo a cubierta en medio de los gritos".
Carranza recuerda también la oscuridad del buque, pero "en silencio". "Se escoró un poquito. Cuando salí (a cubierta) me di cuenta de que el buque debía estar gravemente dañado. Estaba haciéndose el zafarrancho de abandono. Pero había un silencio absoluto".
Cada tripulante fue hasta su balsa. Armaron listas y vieron quiénes faltaban. El Belgrano seguía hundiéndose. "Busqué mi bolsa de equipo, la manta y la frazada y salí a cubierta. Las repartí entre mis compañeros. Muchos salieron en calzoncillos", recuerda Juan Coronel, otro sobreviviente. "Fue todo muy sincronizado. Habíamos hechos muchos simulacros en tiempos de paz", dice González.
"Fue todo tan rápido. No hubo momento para la tristeza. Ni para el llanto", recuerda Coronel, encargado de soltar seis balsas de la torre 3. "No sentí miedo, sentí terror", confiesa González. "En esa tarde muy fría, muy oscura, muy triste, empezamos a abandonar el buque. Y ahí viene el recuerdo más imborrable. Ver como semejante mole de acero termina yéndose a pique llevándose solamente a esos 323 hombres que murieron en el buque. No arrastró, como podría haber hecho, a un montón de balsas que estaban alrededor", cuenta Carranza. El peor miedo de todos.
"Recuerdo la desesperación por salir de al lado del barco. La proa estaba muy caliente, había elementos cortantes, la cadena del ancla se cayó arriba de una balsa", recuerda Coronel. "Teníamos miedo de que nos succionara", agrega González.
"Fueron 45 minutos eternos. Pero nos dio tiempo a todo", se emociona Coronel. "Me acompañará siempre esa sensación de que te quedaste huérfano. Un marino sin buque no es nada", confiesa Carranza.
Las horas que siguieron fueron "terribles", en medio de una fuerte tormenta. Pero con "buen espíritu en las balsas", asegura Carranza. "Se escuchó cantar el himno. Fue algo de mucho sentimiento. Casi al perder la vida, cantar el himno. Sentir la patria. Es el orgullo más grande que siento de todo lo que viví", dice Coronel.
Pasaron la primera noche muertos de frío. "Eran montañas de agua. No llegamos a inflar los pisos de las balsas. No aguantabas el frio. Lo sentías enormemente", tiembla, aún, Coronel.
Pero el día trajo la calma y la esperanza. Un avión Neptune los divisó. "Es una sensación muy linda. Tus camaradas te vieron. En algún momento te van a rescatar", recuerda Carranza.
El rescate fue lento. Había tripulantes que no estaban en condiciones de subir por si solos las redes y escaleras. "Yo pensé que estaba en buen estado pero no podía dar un paso. Esos 40 tripulantes del aviso Gurruchaga hicieron mucho por nosotros. Te agarraban de un hombro y te subían. Dormimos tres en una sola cama, completamente desnudos porque la ropa estaba mojada. Ellos compartieron todo lo que tenían, que era muy poquito, casi nada", recuerda Coronel.
A Carranza lo rescató el mismo buque. Le quitaron la ropa, lo hicieron bañarse (el agua caliente no alcanzó para todos) y le dieron algo de ropa y mantas para cubrirse. También, algo de comer. "Una sopa y un sándwich de churrasquito", suma Coronel.
González fue quien divisó las chimeneas del buque Buchard, el que lo rescató con una hipotermia brutal: "No sabíamos si llorar o reír". Nunca olvidará el rostro del buzo táctico que llegó a la balsa y les dijo que iban a rescatarlos. "Éramos 13 en la balsa número 13". Un teniente los había ayudado a no dormirse. Les había hecho cantar y sobre todo rezar. "En algo así el único que te puede salvar es Dios", piensa.
Los marinos fueron llevados al continente. En la base de Río Grande supieron que los militares argentinos "habían devuelto el favor". El 4 de mayo, una operación aeronaval hundió al destructor inglés Sheffield, el primero desde la II Guerra Mundial para los ingleses. Para los argentinos, la deuda estaba saldada.
Mario Carranza era piloto aeronaval. "Un marino que vuela", en sus palabras. Tras un tiempo en el portaviones "25 de Mayo", fue enviado al Belgrano. El 2 de mayo, el buque venía de "una zona donde probablemente se iba a producir un enfrentamiento entre la flota británica y argentina", recuerda. El mal clima había impedido la maniobra y se replegaron a una estación de espera.
"Cuando ocurre el ataque estábamos relajados, distendidos. Lo peor había pasado. Yo me había ido a descansar porque no había dormido durante la noche cuando sentí esos dos golpes secos", cuenta en una entrevista realizada por el diario Clarín.
Gerardo González fue también tripulante del crucero: "El primer torpedo fue el que paró el buque, lo sacudió e inmediatamente se cortó la energía. Tomé el salvavidas, me puse los borceguíes y salí corriendo a cubierta en medio de los gritos".
Carranza recuerda también la oscuridad del buque, pero "en silencio". "Se escoró un poquito. Cuando salí (a cubierta) me di cuenta de que el buque debía estar gravemente dañado. Estaba haciéndose el zafarrancho de abandono. Pero había un silencio absoluto".
Cada tripulante fue hasta su balsa. Armaron listas y vieron quiénes faltaban. El Belgrano seguía hundiéndose. "Busqué mi bolsa de equipo, la manta y la frazada y salí a cubierta. Las repartí entre mis compañeros. Muchos salieron en calzoncillos", recuerda Juan Coronel, otro sobreviviente. "Fue todo muy sincronizado. Habíamos hechos muchos simulacros en tiempos de paz", dice González.
"Fue todo tan rápido. No hubo momento para la tristeza. Ni para el llanto", recuerda Coronel, encargado de soltar seis balsas de la torre 3. "No sentí miedo, sentí terror", confiesa González. "En esa tarde muy fría, muy oscura, muy triste, empezamos a abandonar el buque. Y ahí viene el recuerdo más imborrable. Ver como semejante mole de acero termina yéndose a pique llevándose solamente a esos 323 hombres que murieron en el buque. No arrastró, como podría haber hecho, a un montón de balsas que estaban alrededor", cuenta Carranza. El peor miedo de todos.
"Recuerdo la desesperación por salir de al lado del barco. La proa estaba muy caliente, había elementos cortantes, la cadena del ancla se cayó arriba de una balsa", recuerda Coronel. "Teníamos miedo de que nos succionara", agrega González.
"Fueron 45 minutos eternos. Pero nos dio tiempo a todo", se emociona Coronel. "Me acompañará siempre esa sensación de que te quedaste huérfano. Un marino sin buque no es nada", confiesa Carranza.
Las horas que siguieron fueron "terribles", en medio de una fuerte tormenta. Pero con "buen espíritu en las balsas", asegura Carranza. "Se escuchó cantar el himno. Fue algo de mucho sentimiento. Casi al perder la vida, cantar el himno. Sentir la patria. Es el orgullo más grande que siento de todo lo que viví", dice Coronel.
Pasaron la primera noche muertos de frío. "Eran montañas de agua. No llegamos a inflar los pisos de las balsas. No aguantabas el frio. Lo sentías enormemente", tiembla, aún, Coronel.
Pero el día trajo la calma y la esperanza. Un avión Neptune los divisó. "Es una sensación muy linda. Tus camaradas te vieron. En algún momento te van a rescatar", recuerda Carranza.
El rescate fue lento. Había tripulantes que no estaban en condiciones de subir por si solos las redes y escaleras. "Yo pensé que estaba en buen estado pero no podía dar un paso. Esos 40 tripulantes del aviso Gurruchaga hicieron mucho por nosotros. Te agarraban de un hombro y te subían. Dormimos tres en una sola cama, completamente desnudos porque la ropa estaba mojada. Ellos compartieron todo lo que tenían, que era muy poquito, casi nada", recuerda Coronel.
A Carranza lo rescató el mismo buque. Le quitaron la ropa, lo hicieron bañarse (el agua caliente no alcanzó para todos) y le dieron algo de ropa y mantas para cubrirse. También, algo de comer. "Una sopa y un sándwich de churrasquito", suma Coronel.
González fue quien divisó las chimeneas del buque Buchard, el que lo rescató con una hipotermia brutal: "No sabíamos si llorar o reír". Nunca olvidará el rostro del buzo táctico que llegó a la balsa y les dijo que iban a rescatarlos. "Éramos 13 en la balsa número 13". Un teniente los había ayudado a no dormirse. Les había hecho cantar y sobre todo rezar. "En algo así el único que te puede salvar es Dios", piensa.
Los marinos fueron llevados al continente. En la base de Río Grande supieron que los militares argentinos "habían devuelto el favor". El 4 de mayo, una operación aeronaval hundió al destructor inglés Sheffield, el primero desde la II Guerra Mundial para los ingleses. Para los argentinos, la deuda estaba saldada.