El sonido de la libertad
* Por Norma Morandini. La defensa de la libertad debe hacer ruido. De lo contrario, cuando muchos callan, unos pocos, diciéndose muchos, hablan en nombre de todos.
Desde que me indago sobre el ser femenino, el mío y el de las otras, lo hago con base en el anónimo que dice: "Los hombres corren detrás de tres sonidos: el tintinear de las monedas, el rugido de los aplausos y el gemido de las mujeres". ¿Detrás de qué sonidos corremos las mujeres?
Si ya contamos las monedas y los aplausos también nos envanecen, resta la elección amorosa, el gran cambio social que permite a las mujeres decidir por quién gemir, aunque el cuerpo siga esclavizado a las dietas o se prefiera ser más mirada que admirada.
En mi vida, corrí siempre detrás del sonido que menos ruido hace, el de la libertad, la que permite decir no sin gritos ni enojos. Fue lo que dije en el acto en el que en el Senado entregamos la distinción Domingo Faustino Sarmiento a más de 20 mujeres, de jueces a políticas, de poetas a amas de casa, y las que pelean contra la trata o buscan a sus hijos desaparecidos, esa marca nacional que sigue lanzando a la plaza pública mujeres coraje que van precisamente detrás de lo que les falta: el sonido de los hijos.
El homenaje tuvo su broche de oro con la distinción a Florentina Gómez Miranda, a quien las mujeres legisladoras debemos la ley del cupo que obligó a la feminización de la política, aunque todavía no se haya descartado el dedo masculino de poner en las listas a las esposas, amigas o amantes. A sus 99 años, y al agradecer la distinción, Florentina nos dejó otra enseñanza: "La revolución no es sangre, es fuerza".
Cuando salía, fui interpelada por una dirigente que milita por la legalización del aborto:
–No puede haber libertad si no hay libertad sobre el cuerpo –dijo.
–La libertad es un absoluto. No hay libertad ni buena ni mala. La libertad no admite interpretación: es. Cada una elije qué hacer con la libertad. Ésa es precisamente la riqueza de la libertad: la elección –respondí, ante lo que interpreté era un cuestionamiento–.
No a un debate moral. Para que no queden dudas, ahora que por doquier surgen los que con el dedito en alto juzgan los dichos ajenos, no las conductas, debo recordar que siempre me opuse a hacer un debate moral en torno del aborto, que siempre es íntimo, y adherí a su despenalización para atenuar uno de los dramas de salud pública que mata a nuestras jóvenes mujeres.
Observo, también, que no ponemos el mismo énfasis para combatir los estereotipados modelos femeninos de la publicidad y la televisión, esa mujer cuerpo, esclavizada a las dietas, convertida en objeto de deseo, una cultura que asocia el éxito de las mujeres al aparecer como mercancía y, por eso, el campo fértil en el que crece el tráfico de mujeres, ya que las pobres muchachas de provincia ceden al canto de sirenas de los canallas que ofrecen fama o dinero, los desvalores detrás de los que corre nuestra sociedad del precio y el tener.
Esto se contrapone, claro, a la glorificación de la maternidad como único destino femenino, una concepción arcaica que divide a las mujeres entre las Evas y las Marías. Con unas, se goza; con las otras, se tienen los hijos.
En momentos en que la sociedad se hace débil para ejercer su derecho a decir, por temor a ser señalado, ridiculizado desde los medios públicos que hablan en nombre de todos y deciden a quién hay que leer o respetar por su ideología, más deberíamos defender la libertad. Esta defensa debe hacer ruido para que, con el debate de las ideas, no de las personas, nos haga más dignos a hombres y mujeres. De lo contrario, cuando muchos callan, unos pocos, diciéndose muchos, hablan en nombre de todos.