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El secreto de la Eternidad

*Por Pablo Corso.Tener más de cien años ya dejó de ser una rareza o un milagro. En la Argentina, hay 2.892 personas que superan esa edad. Cómo viven, qué recuerdan del pasado y cuál es la fórmula para mantenerse vitales pese a la vejez.

Siempre afecta a las exageraciones, la Biblia le dio a Matusalén 969 años.

La revista Time le atribuyó 256 a Li Ching Yuen, que habría tenido 23 esposas y 180 hijos. "Mantenga un corazón tranquilo, siéntese como una tortuga, camine rápido como una paloma y duerma como un perro", respondía cuando le preguntaban por su secreto. La persona más longeva de la edad moderna fue Jeanne Calment, que vivió 122 años (1875-1997).

Entre las celebrities, destacaron la cineasta nazi Leni Riefenstahl (1902-2003), el antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss (1908-2009) y la reina madre de Inglaterra (1900-2002). Fronteras adentro, la médica socialista Alicia Moreau de Justo (1885- 1986), la tanguera Tania (1893-1999), el escritor Juan Filloy (1894-2000) y el goleador Francisco Varallo (1910-2010), participante más joven y último sobreviviente de la final del Mundial del 30.

En Argentina hay 2.892 centenarias. O los había en marzo del año pasado, cuando los contó el PAMI. En 1869, año del primer censo nacional, eran 234. En el mundo hay 340 mil personas. Para 2050, podrían ser seis millones. La proyección indica que la mitad de los nacidos en 2000 podría llegar a los 100 años.

Suena bien, pero también preocupa. "Si los viejos no se mueren, van a entrar en el mercado de los jubilados y los que aportan no son tantos. No es que nos vayamos a suicidar en masa, pero es un problema serio", avisa sin muchos rodeos la médica geriatra Sara Iajnuk.

"La edad biológica del ser humano es 120 años –sigue sorprendiendo la doctora–. No hemos alcanzado el máximo de lo que una persona debería vivir. La genética representa sólo el 25 por ciento." No hay un secreto único, pero para un envejecimiento saludable la doctora recomienda hacer foco en el estilo de vida: una dieta rica en vitamina E, variada y con calorías adecuadas a la actividad.

También el movimiento (ejercicio, caminatas, natación, yoga), la actividad intelectual y una vida social plena: recreación, nuevas amistades y sentido del humor.

Algo, un poco o mucho de eso tienen los entrevistados de esta nota. Los que aceptaron.
En el camino quedaron tres señoras que superaron los 100: una que aceptó pero después se arrepintió, otra que casi no sobrevive al invierno y una última que, anunció su nieta con veleidades de mánager, "prefiere salir en la tele". A continuación, los que dijeron que sí. Ya soplaron 303 velitas.

Rosa de cerca Rosa Feldman nació en Varsovia, habla con las erres marcadas y acentúa algunas palabras con los dientes apretados. Entre las pocas señas que delatan el paso de un siglo por su cuerpo, usa lupa y anteojos para leer. El 15 de julio cumplió 102. Festejó con sus tres hijos, 11 nietos y 18 bisnietos en el Alvear.

Su hijo mayor, un comerciante próspero, le dejó como recuerdo un libro kitsch, lujoso y lustroso, lleno de imágenes de gente de gala, que incluyen un fotomontaje de Rosa caracterizada como una princesa.

–¿Cuál es su primer recuerdo? (Piensa) –Puedo recordar el tiempo de la guerra, no lo pasamos bien. Había miseria pero en casa mamá se empeñaba. Recibía trabajo del gobierno para los heridos: cosía fundas para sus brazos y piernas. Con esa plata nos compraba comida.

–¿Qué se comía en ese momento? –Teníamos que hacer colas y sacar un bono para un pan redondo incomible, mitad harina oscura y mitad una papa fea.

–¿Tiene recuerdos felices de su infancia? La verdad que no. Yo era chica cuando mi padre regresó de la guerra en Rusia con un cáncer en el estómago. A los dos meses falleció. Después se enfermó mi mamá y también murió. Sí me gustó la época escolar.

Tenía compañeras muy buenas. Cuando se casó mi hermana, me obligó a cuidar a su nena. ¡Me faltaba poquito para recibirme! La directora estaba enojada.
Las privaciones se habían hecho insostenibles.

Rosa llegó a Buenos Aires en 1928.

A las dos semanas entró a trabajar "en una peletería de judíos". Aprendió castellano rápido "porque era fresca. A los dos meses ya hablaba perfectamente". Después se independizó y alquiló una pieza en una casa de familia. Por 50 centavos comía en el comedor de monseñor D’Andrea, sobre la calle Santa Fe. Todavía se sorprende al recordar aquellos guisos de lentejas servidos por las monjas: "¡Preguntaban si querías repetir!".

Después conoció al sastre Simón, "una persona excelente. Trabajaba en La Plata y fue mi esposo toda la vida". Pero si en su vida no decidían las hermanas mayores, decidían los esposos. Rosa quiso seguir trabajando pero él no se lo permitió. Se mudaron a La Plata en el 30 y no se movieron de ahí.

A Simón le fue bien. Vistió a ricos y famosos, funcionarios nacionales, y el matrimonio disfrutó viajando: París, Holanda, Italia, España, Estados Unidos, Israel. Eran cruceros de placer, pero un día Rosa se pegó el susto de su vida. Simón sufrió dos infartos en cubierta y el médico sólo le indicó reposo.

De vuelta en la Argentina, fueron derecho a la ambulancia. Él trabajaba en esta misma casa platense donde todavía están sus espejos. Rosa no quiere irse. Acá se criaron sus hijos.
Por estos días, ella estuvo leyendo el diario de Ana Frank. Le hizo recordar su visita a la casa de Ámsterdam. "Vi todo: el armario donde ella se escondió, el escritorio, las escaleras ¡viejas, viejas!" –¿Y volvió a Polonia? –Nunca.

–¿Por qué? –No me gustan los polacos.

–¿Desde cuándo? –Nunca me gustaron. Eran muy antisemitas.

Escribían en las puertas: "¡Judío, a Palestina!". No sé si habrán cambiado. Fue un yerno y me trajo este globito redondo de Varsovia.

Rosa apunta con la mirada a otro ícono kitsch, una de esas esferas transparentes con casita y nieve artificial. En vez de "Ba- riloche" dice "Varsova, Polska". El yerno dijo que Varsovia está muy linda, pero ahora hay departamentos donde se levantaba la casa familiar.

Jura estar "perfectamente" de salud. A lo sumo se resfría. Sólo tiene una prótesis por una caída en el campo de hace 30 años.

"Cuando viajo y paso por la Aduana, toca la campanilla. Yo les digo que no tengo nada, pero me llevan y me revisan la ropa. Un día me levanté la pollera y les mostré la cicatriz." A modo preventivo, todos los días viene a tomarle la presión el doctor Tedeschi, un geriatra del que se hizo amiga.
–¿Cuántos años más le gustaría vivir? –¡Ah, no sé! Me gustaría vivir porque hay mucho para ver.
–¿Qué le queda por ver? –Lo que estoy viendo. Yo siempre estoy viviendo la misma vida.
Un hombre recto El 29 de abril, Bruno Failoni cumplió 103.

El festejo arrancó con patys y chorizo a la parrilla y siguió con un acordeonista que hizo bailar a los 60 familiares y vecinos que habían dispuesto la mesa con caballetes en la vereda. Fueron cuatro horas regadas con vino, mucho vino. Tanto vino que Bruno se quedó dormido antes de la entrevista.
Unos días después, el anfitrión espera lúcido, de cara a un sol de noche que combate la tarde helada. Le cuesta caminar y agacharse.

Hay que gritarle un poco por la sordera y cada tanto pierde algunas hilaciones, pero está entero. Cuando se acuerda de alguna anécdota (su memoria privilegia los hechos de la infancia), entorna los ojos y ríe en si- lencio con aire picaresco. "Yo estoy agradecido porque el público acá me aprecia", es su primera definición.

–¿Por qué llegó a los 103? –Debe ser porque tuve unos padres maravillosos.
No puedo olvidar a mi papá. Cuando venía la hora de comer, primero comíamos mi hermano y yo. Después mi mamá. Y si quedaba, comía él. Yo no puedo olvidarme de eso. Tenía un ansia loca de ponerme a |trabajar para ayudar a mis padres. Pero era muy chico; tenía que estudiar.

Los pequeños Failoni cosechaban rosas en el jardín. Cuando llegaba el Día de los Muertos, hacían ramos con su hermano e iban a vender a Chacarita. La infancia en Villa Urquiza transcurrió entre juegos: vigilante y ladrón, mancha venenosa, bolitas, trompo y barriletes. El barrio era un gran potrero, donde destacaba la estancia de los Saavedra, con molino, mayordomo y horno a ladrillos. Más tarde la familia se mudó a Santos Lugares, la tierra del casi centenario Sabato, donde Bruno vio levantarse la iglesia de Lourdes, que al principio tenía chapa de zinc.

Trabajó 55 años en Obras Sanitarias. Aprobaba planos, fue inspector y jefe de distrito.
Se había preparado por correspondencia.

–¿Cuál fue el mejor momento del país? –Yo era joven y no sé si tendrá valor, pero me gustó mucho lo de Alvear (presidente entre 1922 y 1928). No es que le imponía algo a usted; lo escuchaba. Un día se metió a contramano con el auto y el vigilante lo paró. Le iba a hacer la boleta y cuando vio que era el presidente le pidió disculpas. Alvear respondió: "Con más razón me la tiene que hacer a mí, porque yo soy el que tiene que dar el ejemplo". Son las cosas que me gustan.

En el mismo año en que Alvear le cedió la banda a Yrigoyen, el Club Atlético Independiente inauguró el primer estadio de cemento en Sudamérica, la mítica Doble Visera. Cual Droopy de la historia nacional, Bruno también estuvo ahí. Fue el encargado de aprobar los planos de las obras de agua.

En esos años Avellaneda se inundaba y hubo que secar una laguna. "Fue lindo el trabajo", cuenta con humildad.

Cuando se jubiló, pudo derivar la energía hacia la pintura, una de sus pasiones. Hizo carteles en la calle y cuadritos para regalar.

La señora que lo cuida trae un gran paisaje de árboles y agua, una combinación armónica de verdes y celestes. "Hacía lo que sentía.

Cuando iba al colegio me gustaba hacer los croquis de geografía, dibujé hasta que ya no vi más", asegura Bruno. La señora trae otro cuadro con flores y cuenta que igual sigue pintando. El hombre parece más activo de lo que reconoce. Hasta hace poco editaba sus filmaciones con la videocasetera y aún hoy maneja el devedé. A no sorprenderse entonces si algún día lo vemos tuitear los avatares de su jornada.

El mundo de Sofía El club Edad de Plata, sobre la calle Díaz Vélez, no podría estar mejor ubicado. Justo enfrente, más allá de dos calles de curvas caprichosas, asoma el Parque Centenario, cual esperanza dulce para los socios de la tercera edad. Entre las paredes de este reducto de cinco décadas que empezó organizando bailes, los jubilados hacen gimnasia o ejercicios literarios para agitar los recuerdos que hibernan. En los de la casi centenaria Sofía Keszler –cumple 99 en diciembre– hay rostros y sensaciones que brillan con intensidad.

Eso sí: el pasado más lejano le genera algunas dudas. Sabe que nació en una ciudad que en castellano se pronuncia "indura" y que su cumpleaños es en la séptima velita de Janucá. Al bajar del barco, su hermano le dijo al hombre del registro que la anotara el 12 de junio, casi seis meses antes de la fecha real. Sofía tuvo nueve hermanos.

Algunos murieron de chicos. Se le quiebra la voz cuando recuerda a la de 17 que falleció de reuma durante la Gran Guerra, o al de 32 que cayó por un cáncer y nunca había estado enfermo. "Todavía lo veo cuando salgo a la calle. Siempre encuentro a alguien parecido a él." –¿Cómo fue su infancia en Polonia? –Buena después de la guerra. Antes había bombardeos e íbamos a los refugios, donde podíamos estar dos días. Traían un barril con agua y pan negro. Dos veces los polacos apuntaron a mi papá como para matarlo.

Así las cosas, los Keszler abordaron el Zelandia, un barco de bandera holandesa.
–¿Qué recuerda del viaje? –Yo tenía ocho años y el viaje duró casi un mes. Durante más de 20 días sólo vi mar y cielo. Es un lindo recuerdo. A veces oigo los cantos en idish que se cantaban en el barco.
De un lado estábamos los judíos y del otro los españoles o italianos, que a veces venían a ver cómo se divertían los jóvenes nuestros.
Cantaban, bailaban y los sábados mi papá, que era rabino, hacía la parte religiosa. Era muy preparado, siempre estudiando y cuidando que las cosas fueran por la ley.

–¿Qué pasó cuando llegaron a la Argentina? –¡Nos arrepentimos tanto! (Risas) Allá vivíamos en una ciudad chica, donde mi papá era muy querido y respetado. En la religión está prohibido que cualquiera mate a los animales. Tiene que haber alguien designado, para que los demás sepan que matar es malo. Acá se encontró con otra gente, con todo diferente. Habíamos venido como del cielo al infierno. No era sólo la comida; tampoco se respetaban las fiestas. Mi hermano tenía que acompañarlo al trabajo, un frigorífico en la isla Maciel. Se levantaba cuando los chicos llegaban del cine, a las 12 de la noche, y volvía a la mañana.

Después, la Argentina –el idioma, la tranquilidad, la posibilidad de estudiar– empezó a gustarles. Sofía no trabajó: "Tenía que ayudar a mi mamá, que era un poco débil".
–¿Después se casó? –Gracias a Dios sí. ¡Y qué bien! ¡Con qué muchacho! Se llamaba Jacobo, era húngaro.

Tuve suerte, porque le gusté. Yo, loca de la vida. Estuvimos 40 años casados.
–¿Era buen mozo? –Muy buen mozo. Siempre con los libros, instruido, de buen carácter.
Se habían conocido gracias a unos vecinos.
Él había llegado de Hungría, casi escapando.

"Si usted se queda, no va a poder vivir", le advirtió el médico a Jacobo, cuyo trabajo de linotipista había dañado sus pulmones.

Justo cuando debía hacer el servicio militar, compró el pasaje de ida. Las primeras citas eran en lo de Sofía, los viernes a la noche.

Se casaron seis meses después. Tuvieron cuatro hijos, 12 nietos y 11 bisnietos. Jacobo murió hace 35 años.

–¿Piensa en la muerte? –¿Por qué no? -¿Y cómo la ve? No me importa la muerte. Me importa únicamente llegar bien. No tengo problemas de salud ni tomo remedios. ¡A veces pasa un año sin que vea al médico! Acá hago gimnasia, y cuando termina el horario ya estoy bien. La memoria no va bien, eh? -Sin embargo, respondió todas las preguntas.
¡Pero todo lo que no le cuento!

La más vieja y las personalidades que vivieron más de un siglo