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El riesgo de ser docente

Ejercer como educador frente al aula se ha convertido en una profesión peligrosa por la violencia en la escuela.

Según un informe de la Unesco, el organismo de las Naciones Unidas para la educación y la cultura, la Argentina es el país con mayores casos de violencia en las aulas, en la región, y uno de los que encabeza las estadísticas mundiales. Contrariamente al rigor que imponían los maestros de principio del siglo pasado, para mantener la disciplina, ahora se observa la cara opuesta con un caótico descontrol impuesto por alumnos díscolos y padres complacientes -cuando no cómplices-, de una intolerancia que no duda en provocar alevosas agresiones, como la sufrida por un docente, la semana pasada, en un colegio de Pergamino.

Precisamente la jurisdicción bonaerense es la que registra un promedio diario de tres profesores víctimas de ataques de alumnos y/o padres, disconformes con las notas o por sanciones de indisciplina. Se suman a esta estadística preocupante, las agresiones entre los alumnos, dentro y fuera de los colegios, y las tomas de edificios escolares por parte de educandos que exigen participar en las resoluciones, como pasó en los colegios porteños. Tampoco esto es patrimonio de zonas populosas, porque la violencia escolar ha estallado en lugares dispares, incluyendo a San Juan.

Nada es casual en esta degradación temeraria que afecta también a docentes, que sin ser agredidos, deben recibir atención psicológica por las tensiones que soportan a diario. La angustia se mezcla con el temor y la incertidumbre ante la posibilidad de ser víctima en clase o fuera de ella, en una escala transgresora que va desde rayar un auto o pincharle los neumáticos hasta la agresión directa, por una mala nota. El profesor sabe que la droga está presente y los jóvenes llevan armas a la escuela entre sus pertenencias.

No caben dudas que la profesión de educador es de alto riesgo, como tampoco que esta escalada de violencia es el reflejo en las aulas de la crispación e intolerancia que vive la sociedad. La escuela no puede ser un comportamiento estanco mientras afuera la permisividad garantista acepta piquetes y escraches como una rutina, donde reina la impunidad porque las autoridades confunden represión con disciplina y orden, y el mensaje de contención que debería aplacar los ánimos y llamar a la concordia, surge de las tribunas con descalificaciones amenazantes. Ante esta pérdida de valores, el docente, desamparado, opta por no denunciar el hostigamiento de adolescentes y progenitores, porque las represalias llevan a brutales golpizas o amenazas de muerte de traumáticas derivaciones.