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El problema es la imprevisión

* Por Joaquín Morales Solá. Cristina Kirchner se siente incómoda con la relación distante que estableció con Barack Obama. Anhela un mejor trato bilateral con el único presidente norteamericano con el que podría llevarse bien.

Nota extraída del diario La Nación

Cristina Kirchner se siente incómoda con la relación distante que estableció con Barack Obama. En sus diálogos reservados, siempre asegura que anhela un mejor trato bilateral con el único presidente norteamericano con el que podría llevarse bien. El problema es que también siempre termina haciendo algo que empeora las cosas. El relevo del embajador Jorge Argüello y su reemplazo por la camporista Cecilia Nahón vuelven a colocar esa relación en las exclusivas manos de la Presidenta. Es lo que ella quiere. Su confianza en los jóvenes camporistas consiste en que son los únicos que le aseguran que se hará su voluntad. Según confidencias de palacio, Cristina se propone que el segundo mandato de Obama la encuentre a ella, sin confusiones posibles, a cargo de la relación entre los dos países.

La Presidenta siente una especial aversión por los diplomáticos de carrera. Los considera miembros de una corporación, pequeña, pero corporación al fin. Corporación es la manera como ella llama a todos los sectores preexistentes que podrían fijarle un límite a su poder. Ni siquiera la reciente y muy eficaz gestión de una embajadora de carrera, Susana Ruiz Cerutti, modificó los conceptos de una presidenta aferrada a sus conceptos. Ruiz Cerutti, con una amplia carrera en la diplomacia argentina, acaba de devolverle al país la Fragata Libertad por sus certeros planteos en Hamburgo ante el Tribunal del Mar. La lealtad camporista es, con todo, mejor que todos esos pergaminos juntos.

El conflicto de fondo con Washington no era la gestión de Argüello, ni su solución será el trabajo de Nahón. El mayor obstáculo es la condición imprevisible del gobierno argentino. La incertidumbre llegó, incluso, a disuadir de la insistencia a los diplomáticos norteamericanos que alguna vez se mostraron proclives a un acercamiento. Están en juego sus carreras profesionales. Algunos diplomáticos de Washington ya fueron reprendidos por el Departamento de Estado por haber promovido políticas que fracasaron. Y fracasaron porque el kirchnerismo sorprendió a propios y extraños apareciendo por el lado menos previsto.

Las cosas se tensaron aún más en los últimos tiempos, después de que la presidenta argentina anunció ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que estaba dispuesta a abrir un diálogo con Irán. La Argentina era uno de los países aliados más importantes de Washington en su decisión de presionar políticamente a Teherán para que sus gobernantes abandonaran la vía del peligro nuclear. Obama no hizo ninguna guerra nueva y aspira a dejar la Casa Blanca desactivando las que ya había cuando él llegó. Recibe, sin embargo, la intensa presión de países europeos y, sobre todo, del gobierno de Israel para terminar con la amenaza nuclear de Irán. La ardua encrucijada podría resolverse, según los funcionarios de Obama, si funcionara una fuerte y permanente gestión política sobre Teherán.

Obama estaba en eso cuando Cristina lo sorprendió tendiéndoles una mano a los duros ayatollahs de Irán. Lo hizo para proponerles una negociación que fijara un tercer país para juzgar a los responsables de la masacre de la AMIA. La propuesta es moralmente reprochable. Cerca de 90 muertos inocentes esperan justicia. Tampoco tiene ningún antecedente válido, porque los ejemplos exhibidos por la Presidenta no son ciertos. La Argentina es el único país del mundo que puede asegurar que el régimen teocrático de Irán no es potencialmente peligroso. Ya fue peligroso para el país.

Si la Presidenta hubiera consultado a los diplomáticos de carrera, éstos le habrían aconsejado tomar con mucha cautela la decisión de tender un puente con Teherán. El presidente de Irán es un hombre con serios y públicos desequilibrios mentales, que lo llevaron a negar la tragedia universal del Holocausto, pero sus diplomáticos son reconocidamente eficientes. Son eficaces, sobre todo, para colocarles a los conflictos el remedio del tiempo que nada resuelve.

Después del nuevo e inesperado ciclo argentino con Irán, Washington fue más agresivo en cuestiones comerciales o de créditos de organismos multilaterales. ¿Casualidad? Puede ser, pero sería una casualidad excepcional. Washington viene votando contra créditos a la Argentina en el Banco Mundial y en el BID. Los Estados Unidos se sumaron, además, a los europeos y a los asiáticos para denunciar a la Argentina ante la Organización Mundial del Comercio por la estrafalaria política aduanera de Guillermo Moreno, que no tiene reglas buenas o malas. No tiene reglas. Esa denuncia escaló aún más en las últimas semanas, cuando el gobierno argentino denunció a los Estados Unidos ante la OMC.

Es ya contradictorio que Cristina aspire a mejorar la relación con Washington cuando su embajador en esa capital cayó empujado por Moreno. El propio Argüello lo reconoció ayer en un párrafo elegante de su nota de desmentida de las versiones sobre sus peleas con el secretario de Comercio. Una contradicción dentro de una paradoja: la Presidenta le encomendó tareas diplomáticas en Washington a Moreno, cuyo arte es antagónico con cualquier noción de diplomacia.

Tampoco la presidenta argentina respondió nunca al pedido personal de Obama para que les pagara a empresas norteamericanas los juicios perdidos ante el tribunal internacional del Ciadi. Ni un solo diplomático del Departamento de Estado se movió recientemente cuando el juez Thomas Griesa ordenó el posible embargo de los desembolsos argentinos a sus acreedores. Se pronunció la Reserva Federal, que es autónoma del gobierno, y la sentencia de Griesa quedó invalidada por una cautelar de una instancia judicial superior. El problema se superó, transitoriamente, por criterios dispares entre jueces. La política de Washington no ayudó ni empeoró las cosas. No hizo nada. Ésa es, en definitiva, la línea fundamental de los políticos washingtonianos con la administración cristinista.

Argüello era considerado por observadores imparciales en Washington una buena persona, con intenciones acuerdistas, pero siempre frustradas por el ímpetu imprevisible de su gobierno. ¿Qué embajador, político o de carrera, podría explicar que su presidenta dijera en Harvard que en los Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no existe una embajada norteamericana? Esa frase, en la boca juguetona de la Presidenta, fue más agresiva para los gobernantes de los Estados Unidos que muchas de sus decisiones políticas. Cristina es así: su inconsciente está a veces en sus imprevisibles labios.