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El presente y el pasado del Belgrano Cargas, el tren que tarda 22 días para unir Jujuy con Retiro

¿Cómo es viajar en un tren que tarda casi un mes en recorrer menos de 2 mil kilómetros?

Al Belgrano Cargas, el más emblemático de los trenes cargueros del país y el de recorrido más extenso, viajar de Jujuy a Retiro (1675 kilómetros) le lleva unos 22 días, casi lo mismo que un buque de transporte de granos que va de Buenos Aires a Hamburgo (12.200 kilómetros).

Orgullo del país a mediados del siglo pasado, hoy el Belgrano es también un vivo retrato de la decadencia. Luego de malas administraciones y sumado a la falta de inversión, se ha transformado en el más ineficiente de los transportes de cargas.

"A comienzos del siglo pasado, el Estado hizo llegar el ferrocarril al Noroeste aunque en ese momento no había producción. La llegada del tren la impulsó extraordinariamente. Hoy hay producción, pero no tenemos trenes", afirmó Federico Gatti, el administrador general del ingenio Ledesma, el principal productor de azúcar del país (20% del total, básicamente en Jujuy) y uno de los grandes clientes del Belgrano, que mayoritariamente transporta granos.

El presidente Mauricio Macri ha afirmado que recuperar el esplendor del sistema estatal de trenes de carga es un objetivo prioritario y la decisión fue empezar por el Belgrano. "El año pasado invertimos en esta línea 1200 millones de dólares, en vías y material rodante. No estoy hablando de promesas. Ya lo estamos haciendo, ya estamos cambiando la historia", expresó el presidente de Trenes Argentinos Cargas (TAC), Ezequiel Lemos, en diálogo con el diario La Nación.

"Este tren es para valientes", opinó un funcionario de TAC al atravesar un sector particularmente crítico del recorrido: las barriadas más miserables y violentas de Rosario.


El punto de partida es la estación Ledesma, en Jujuy, en la formación 5008, compuesta por una locomotora General Motors y 13 vagones repletos de bolsas de azúcar. La partida de un convoy era rutinaria hace 15 años: salían tres por día desde Ledesma. Hoy, apenas dos por semana.

La máquina es una de las tantas GM que llegaron al país en la década de 1970. Otras, incluso antes: en 1958. Hoy se encuentran vetustas, deterioradas, mal equipadas. No tienen velocímetro (o no les funciona) ni aire acondicionado, y la bocina se activa tirando de una cuerda. Todo es manual y rudimentario. Cuentan con localizadores satelitales, un atisbo de modernidad en medio de fierros viejos, pero en realidad son un adorno: dejaron de funcionar hace años.

El conductor tiene que estar atento, entre otras cosas, al estado de las vías, a la velocidad, a los cruces de rutas, a las decenas de cruces clandestinos, a los animales que invaden la traza, a la marcha de los vagones y a los frenos, que suelen fallar. Las viejas locomotoras muestran su agotamiento: el promedio indica que se rompen cada 2000 km.

El año pasado, un convoy fue obligado a detenerse y saqueado, algo para nada inusual. El robo dejó pérdidas en mercadería por 10 millones de pesos. Pero no sólo eso: el enrejado actúa también como malla protectora contra la vegetación, crudamente hostil en muchísimos lugares. En septiembre de 2013, en Santa Lucía, al norte de la provincia de Buenos Aires, una rama entró en la cabina de una locomotora del Belgrano y se clavó en la cabeza del motorman Angel Zelaya, de 50 años. Murió minutos después.

Los maquinistas de la formación 5008, Julio Rivadeo (63 años, 42 de ferroviario) y Francisco Araya (57, 36 de ferroviario), cuentan estas historias mientras el tren atraviesa territorio jujeño a ritmo cansino y trabajoso, a un costado de la ruta nacional 34. Una y otra vez el convoy se mete en extensos túneles vegetales, una fiesta para los ojos pero pesada faena para el tren.

La marcha es lenta. Con máquinas y vías en condiciones se podrían alcanzar los 60 kilómetros por hora, calcula Rivadeo. Hoy, nunca más de 30 ó 35. La primera meta de las autoridades de Trenes es conseguir un ritmo más o menos constante de unos 40 kilómetros por hora.


"Miren las vías", avisa en un momento Araya, que va parado detrás de Rivadeo. Rieles oxidados, desparejos e incluso zigzagueantes son un llamado de atención: es un tramo para no superar los 10 kilómetros por hora. En el Belgrano, el descarrilamiento tiene un promedio que debería figurar en el libro Guinness: uno y medio por día.

Sigue la marcha y en el horizonte aparece un caserío. A medida que la formación se va acercando, la proximidad entre viviendas precarias y las vías es intimidante: llegan hasta un metro e incluso menos. Literalmente parece que el tren se va a llevar por delante casas, galpones, personas. Al ferrocarril lo invaden construcciones, malezas, animales, basurales, cruces clandestinos, saqueadores, ríos, arroyos y la peor invasión de todas: el abandono.

Las normas indican que debe haber un retiro de 15 metros de cada lado de las vías, con una franja de seguridad de por lo menos siete metros. En cientos de puntos del trayecto eso no se cumple. En cada una de esas zonas críticas la velocidad cae a 5 ó 10 kilómetros por hora. En noviembre de 2016, cuatro vagones de una formación del Belgrano que atravesaba villa La Tribu, en la ciudad de Córdoba, descarrilaron, y uno cayó sobre una vivienda precaria. No terminó en tragedia gracias a que un árbol soportó buena parte del vuelco.

La formación llega a la ciudad de General Güemes, en Salta. Los 110 kilómetros desde Ledesma le demandaron 6 horas, a un promedio de unos 18 kilómetros por hora. "Somos muy lentos y además no somos seguros. Por eso los clientes nos han perdido la paciencia", admite Juan Frassá, jefe de Vías y Obras de TAC.


Después de surcar Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba, travesía que le lleva más de 15 días, el tren llega a Rosario. Desde que salió de Ledesma ha cambiado ocho veces la dupla de maquinistas. Empieza la etapa más riesgosa. Durante la próxima hora y media atravesará, de Norte a Sur, una sucesión de villas. Como siempre en este tramo, va un policía. "No creo que hayan visto algo parecido a lo que van a ver ahora", advierte el maquinista antes de arrancar. "Esto es para valientes", agrega el ingeniero Marcelo Juárez, a cargo de Infraestructura.

La locomotora se pone en marcha. En la cabina hay mucha tensión y pocas palabras. Aparecen el primer basural y la primera villa, en el barrio Empalme Graneros. A un costado de la vía, un grupo de grandes y chicos conversa y mira hacia el tren. De pronto, uno de los chicos, de 8 ó 9 años, se agacha, toma piedras y las arroja sobre la máquina. Otro hace lo mismo. Impactan en los viejos y nobles aceros de la locomotora, veterana de mil batallas. La gente grande del grupo ni se inmuta. En la cabina tampoco. Forma parte de la rutina.

Unos cientos de metros después aparece la villa Ludueña. Enseguida, la villa Banana. "Ahora viene la joda", advierte Juárez. El espectáculo es estremecedor: ante la locomotora aparece un abismo de pobreza y marginalidad. El tren avanza lentamente entre casillas construidas a menos de uno o dos metros de las vías. Otra vez: el espacio del ferrocarril ha sido usurpado, pero los términos parecen haberse invertido. En Banana, una lluvia de piedras saluda su paso. Al rato, nuevo estrépito: un cascote estalla contra la máquina.

La formación se detiene poco antes de un paso a nivel sin barreras. "Estamos esperando que lleguen los guardabarreras que estaban en el cruce anterior -explica Juárez-. Como son sólo dos, tenemos que esperar que lleguen. Van saltando de cruce en cruce".

El día anterior cayó un temporal y todavía queda agua sobre las vías, que por tramos casi no se ven. Algunas cuadrillas están trabajando para despejarlas de barro y basura. "Acá descarrilamos el otro día", dice el maquinista. Cada descarrilamiento en este sector de Rosario es amenaza concreta de saqueo. El Belgrano atraviesa con su carga de azúcar y granos por zonas en las que el hambre es una realidad cotidiana.

Está lloviendo y hay goteras en la máquina. Tres de los cuatro limpiaparabrisas no andan. Suena la alarma. ¿Problema en los frenos? ¿Calentamiento? No se sabe. La formación sigue rumbo a la estación Villa Amelia, al sur de Santa Fe. La Rosario profunda, con su miseria explícita, va quedando atrás. Que una tropilla de 20 ó 30 caballos paste sobre las vías es un tema menor. Ya se correrá. La formación llega a destino. Hacer 70 kilómetros llevó 3 horas. Promedio, 23 km por hora.

Desde ahí hasta Retiro hay 285 kilómetros. Algo más de dos días de marcha.


En total, el convoy ha recorrido 1674 kilómetros, atravesó siete provincias, cambió 10 veces de maquinistas y varias veces de locomotora. Lo único que se mantuvo inalterable fueron los 13 vagones con bolsas de azúcar cargadas hace tres semanas en Ledesma.

La formación superó selvas, rieles deteriorados, puentes endebles, pedradas, obstrucción intencional de las vías, descarrilamientos, calores extremos, lluvias torrenciales, basurales. Y superó, sobre todo, sus propias limitaciones.