El presente tiene dueño, el futuro sigue abierto
*Por Daniel G. Montamat. La democracia con sus instancias electorales nos obliga a optar. El contundente resultado de las primarias revalida la opción presente que ofrece el Frente para la Victoria, pero al mismo tiempo plantea al arco opositor que representa el otro 50% del electorado el imperativo de generar un proyecto para el futuro.
¿Qué será de la Argentina del 2015, del 2019 o del 2023?, ¿quién la presidirá¿, ¿cuál será su rumbo o, acaso, su destino? ¿Vale la pena ocuparse del futuro argentino en un medio social urgido por demandas de corto plazo que van de las necesidades de pobreza extrema hasta las huellas que deja la marginalidad y la exclusión?
Desde épocas remotas el ser humano y las sociedades se inquietan y angustian frente a la incertidumbre que abre el futuro. El oráculo de Delfos era, sin lugar a dudas, el conducto divino más apreciado en Grecia para consultar el futuro con los dioses. Según el modo de pensar griego, beber de la fuente délfica del conocimiento del futuro se veía como beber el elixir para la obtención de un gran poder político y militar. Ya en los tiempos de Roma, Cicerón hizo una crítica aguda sobre el valor práctico de la adivinación del futuro.
Refutando argumentos de su propio hermano Quinto, en la segunda parte de De Divinatione, Cicerón comienza distinguiendo la adivinación del conocimiento obtenido a través de los sentidos. ¿Quién puede interpretar mejor los datos sensoriales: un adivino o un experto en la materia? ¿Por qué recurrir a los adivinos cuando, por lo general, las teorías científicas basadas en datos de la realidad proporcionan respuestas mucho más satisfactorias? Cicerón amplía este razonamiento al atacar incluso la necesidad de adivinación.
Supongamos que se pudiera intuir el futuro por medios extraordinarios. Esto sólo sería posible si se hubiera escrito el guión de mañana. Si el destino estuviera sellado, entonces saberlo sería, en el mejor de los casos, redundante y, en el peor, nos haría del todo desdichados. El mismo filósofo que nos dice mejor la ciencia que la adivinación para conocer el futuro, también nos advierte que, si el futuro viene dado y no se puede cambiar, mejor ignorarlo.
Ya en el siglo 20, Bertrand De Jouvenel, un pensador moderno para quien el futuro estaba abierto a alternativas condicionadas de futuros posibles (futuribles), sostuvo que las sociedades se resisten a que el porvenir sea absolutamente desconocido; más bien prefieren que sea preconocido. Crean instituciones, conceden poderes al Estado, y planifican el futuro, para acotar la incertidumbre que domina un futuro que está abierto a distintas posibilidades. Para Jouvenel todo poder es de alguna manera poder sobre el porvenir. Porque el poder es capacidad de acción que afecta al porvenir y no sólo al más inmediato presente. Los antiguos creían que una autoridad imprevisible era peor que la ausencia de toda autoridad, y no les faltaba razón para esa creencia que partía de la experiencia.
La cita de ambos pensadores viene al caso, porque la declinación argentina abreva en dos actitudes equivocadas respecto al valor del futuro en el presente: las dos signadas por el predominio de políticas populistas. Cuando asumimos que el futuro nos venía dado, alardeamos que se trataba de un futuro ya escrito de grandeza, de que estábamos destinados a ser potencia y de que la culpa de nuestras frustraciones pasajeras la tenían los otros, el anti pueblo. Eran tiempos de populismo moderno, cuando el futuro asegurado permitía que en el presente gastáramos a cuenta del financiamiento externo irrestricto o de la emisión ilimitada de moneda. Era el populismo estereotipado en el Dios es argentino. Cuando el fracaso deshizo ilusiones y, luego de sucesivos traspiés, empezamos a dudar de los espejismos que se esfumaban, llegó la hora de negarle al porvenir todo valor presente. Inauguramos la etapa, que hoy vivimos, de populismo posmoderno. El futuro ya no cuenta, y la intervención redistributiva discrecional sólo busca asegurar sensaciones en el presente. El poder cabalga el imperio de lo efímero y la política anestesia la angustia del instante potenciando la incertidumbre futura. Ya Dios no es argentino, porque Dios está muerto.
Mientras todos los indicadores económicos y sociales comparados nos alertan de nuestra decadencia relativa en el concierto de naciones, de Cicerón tomemos la prioridad de los planes serios, fundados en la observación de las experiencias exitosas de desarrollo comparado; y de Jouvenel aprendamos que el futuro no está escrito, y que otro futuro es posible, a condición de generar un marco institucional y un proyecto argentino que recree en nosotros y en nuestros hijos la certidumbre de un país con largo plazo. Es el turno de las políticas de Estado. Las que pueden devolvernos la alternancia republicana, y el desarrollo económico y social.