El poder del dinero y la política
*Por Miguel Otero Iglesias. ¿Qué es el dinero? Los libros de texto de economía lo tienen claro. El dinero cumple tres funciones: la de unidad de cuenta (para calcular valores)...
... (para calcular valores), la de medio de intercambio (para facilitar el comercio) y la de depósito de valor (para acumular riqueza). Desde los escritos de Adam Smith se nos ha dicho que en algún momento en la historia, en alguna aldea imaginaria, el lechero, el panadero y el carnicero decidieron que sería más útil para todos usar un medio de intercambio neutro, perdurable, con valor intrínseco y fácilmente divisible. Algún metal por ejemplo, como oro o plata. Así, de repente, pasamos del trueque a un sistema monetario.
El caso es que no hay evidencia histórica que pruebe esta teoría. El legado escrito apunta más bien a que el dinero surge alrededor del año 3.000 AC como unidad de cuenta para contabilizar la deuda que los súbditos debían a los emperadores de Mesopotamia.
Por lo tanto, hay dos maneras de entender el dinero: la metalista y la nominal. Es decir, la que considera que la función primaria del dinero no es la de medio de intercambio, sino la de unidad de cuenta. Históricamente el dinero ha servido para calcular deuda, principalmente el impuesto que hay que pagar a la autoridad regente. Para saber cuanta deuda hay que pagar como tributo se necesita una escala. Pues bien, esa unidad de cuenta siempre la ha establecido el poder soberano. Las caras de los regentes en las monedas son prueba de ello.
Lamentablemente, el euro se ha creado sobre la base de la teoría metalista. Siguiendo la teoría ortodoxa, se ha considerado que el dinero es un mecanismo neutral que facilita el intercambio; por lo tanto, es posible crear una moneda sin tener una autoridad política que la respalde. Es más, visto que el poder soberano a lo largo de la historia ha devaluado el valor del dinero a su favor, los diseñadores del euro concibieron la moneda única con el objetivo de eliminar cualquier intromisión de la política en su gestión. A tal efecto, le prohibieron al Banco Central Europeo (BCE) ser el prestamista de última instancia para sus Estados miembros. Una función clave para cualquier banco central.
El mercado mundial de los productos financieros derivados mueve al año 700 billones de dólares, 11 veces el PIB mundial
Si entendemos el dinero como una relación social entre acreedor y deudor, y al Estado como el mayor acreedor (recauda impuestos de los contribuyentes) y deudor (emite deuda a los acreedores), vemos que el euro se ha diseñado con cierto sesgo a favor de los acreedores del Estado, o sea, los mercados. Con el euro, por primera vez en la historia, el Estado ha desechado una de sus mejores armas: devaluar la moneda cuando así lo necesita. Esta construcción monetaria hay que entenderla en su contexto. En la Europa inflacionista de los años setenta y ochenta del siglo XX, Alemania supo contener la plaga de la inflación con un banco central independiente y una política monetaria anti-inflacionista. Además, en los años ochenta y noventa, la teoría neoliberal se hizo dominante y se aceptó como verdad absoluta la hipótesis de la eficiencia de los mercados financieros.
Hay que decir que la clase política alemana siempre ha tenido cierta tendencia a ver los mercados como un agente disciplinario. Según la teoría ordoliberal de la Soziale Marktwirtschaft (la economía de mercado social), la función principal del Estado es establecer un marco regulatorio (un orden) propicio para estimular la libre competencia y así desarrollar una economía de mercado que fomente el bien común. Es importante distinguir el ordoliberalismo del neoliberalismo. Aunque los dos defienden el libre mercado, las premisas de partida son distintas. El fin último del neoliberalismo es el laissez faire. El ordoliberalismo, en cambio, entiende que el mercado libre crea desequilibrios indeseables, y consecuentemente acepta una mayor intervención del Estado como agente regulador y redistributivo.
Volviendo al contexto internacional, el cambio de siglo se caracterizó por la ingeniería financiera. Estados Unidos y el Reino Unido fueron capaces de desarrollar un nuevo modelo de crecimiento basado en la financialización de la economía y el crédito al consumo. Francia y Alemania, para no quedar atrás, aceptaron la superioridad del modelo angloamericano. Bancos como Deutsche Bank y BNP Paribas se lanzaron también a diseñar y comprar productos financieros sofisticados. La crisis global ha demostrado, sin embargo, que "los mercados financieros globales se han convertido en un monstruo", en palabras del ex presidente de Alemania, Horst Köhler. Confundiendo ordoliberalismo con neoliberalismo, los dirigentes europeos se autoconvencieron de que el marco regulatorio más adecuado para el bien común era la desregulación. Obviamente, este oxímoron les ha pasado factura.
Actualmente, el mercado mundial de los productos financieros derivados mueve al año 700 billones de dólares, 11 veces el Producto Interior Bruto (PIB) mundial. La mayoría de este negocio se desarrolla en Wall Street y la City de Londres. La zona euro, por lo tanto, no tiene capacidad de regular estos productos. Es decir, los gobernantes de la zona euro han perdido soberanía sobre su dinero y sobre parte de sus productos financieros. Esto ha quedado en evidencia durante la crisis del euro, cuando el BCE tuvo que pedir a las autoridades reguladoras norteamericanas y británicas información sobre los mercados de derivados en euros localizados en Wall Street y la City (como por ejemplo derivados de tipos de cambio, de tipos de interés o las permutas de incumplimiento crediticio, los CDS).
Una unión fiscal solo funciona si están coordinados el gasto y la recaudación; si no, es una unión fiscal mutilada
Para ganar jurisprudencia, el BCE exige ahora que las casas de compensación de derivados realicen sus transacciones en euros dentro de la Eurozona. Esta exigencia ha provocado una denuncia por parte del Gobierno británico ante el Tribunal de Justicia Europeo. Para Londres, esta medida es un ataque a la City y al mercado único. Actualmente, hay cierta tensión entre el ordoliberalismo continental de Michel Barnier, el comisario del Mercado Único, según el cual "hay que regular todas las plazas, todos los actores y todos los instrumentos de los mercados financieros", y la visión laissez faire de David Cameron, primer ministro británico. No hay que olvidar que el sector financiero emplea a más de un millón de personas en el Reino Unido y representa cerca del 10 por ciento del PIB (sin contar los empleos indirectos).
Esta visión favorable a los mercados contrasta con la actitud beligerante de la canciller alemana Angela Merkel, según la cual hay "una cierta lucha entre el poder que tienen los mercados y el poder de maniobra que tienen los políticos". Para ella, "es hora de que la política vuelva a retomar su primacía". ¿Hemos visto algún cambio en este sentido? Sí, pero demasiado tenue. En relación al euro, se ha superado el dogma y empezado a aceptar que una unión monetaria es imposible sin una unión fiscal y política. La camisa de fuerza del BCE también se ha roto. Aunque sea indirectamente, el BCE está actuando de prestamista de última instancia para los Estados, bien sea a través de la compra de deuda soberana en los mercados secundarios, o aplicando presión política sobre los bancos para que utilicen la barra libre de liquidez para comprar deuda soberana.
El nuevo pacto fiscal es otro paso hacia la unión política, aunque lamentablemente es un pacto a medias. Una unión fiscal solo puede funcionar si hay coordinación en el gasto y en la recaudación; si no, estamos ante una unión fiscal mutilada. Aquí adquiere importancia la propuesta de crear un impuesto sobre las transacciones financieras (ITF) en euros. Con esta medida, los líderes de la Eurozona podrían, por un lado, reducir el volumen del mercado, es decir, el monstruo. Y por otro, adquirir uno de los atributos del poder soberano: la capacidad de recaudar impuestos. El problema es que si consiguen crear una autoridad política a la altura del euro, se van a topar con otro dilema. ¿Es posible crear un poder soberano paneuropeo capaz de frenar el monstruo, sin una legitimidad democrática avalada por las urnas?
El caso es que no hay evidencia histórica que pruebe esta teoría. El legado escrito apunta más bien a que el dinero surge alrededor del año 3.000 AC como unidad de cuenta para contabilizar la deuda que los súbditos debían a los emperadores de Mesopotamia.
Por lo tanto, hay dos maneras de entender el dinero: la metalista y la nominal. Es decir, la que considera que la función primaria del dinero no es la de medio de intercambio, sino la de unidad de cuenta. Históricamente el dinero ha servido para calcular deuda, principalmente el impuesto que hay que pagar a la autoridad regente. Para saber cuanta deuda hay que pagar como tributo se necesita una escala. Pues bien, esa unidad de cuenta siempre la ha establecido el poder soberano. Las caras de los regentes en las monedas son prueba de ello.
Lamentablemente, el euro se ha creado sobre la base de la teoría metalista. Siguiendo la teoría ortodoxa, se ha considerado que el dinero es un mecanismo neutral que facilita el intercambio; por lo tanto, es posible crear una moneda sin tener una autoridad política que la respalde. Es más, visto que el poder soberano a lo largo de la historia ha devaluado el valor del dinero a su favor, los diseñadores del euro concibieron la moneda única con el objetivo de eliminar cualquier intromisión de la política en su gestión. A tal efecto, le prohibieron al Banco Central Europeo (BCE) ser el prestamista de última instancia para sus Estados miembros. Una función clave para cualquier banco central.
El mercado mundial de los productos financieros derivados mueve al año 700 billones de dólares, 11 veces el PIB mundial
Si entendemos el dinero como una relación social entre acreedor y deudor, y al Estado como el mayor acreedor (recauda impuestos de los contribuyentes) y deudor (emite deuda a los acreedores), vemos que el euro se ha diseñado con cierto sesgo a favor de los acreedores del Estado, o sea, los mercados. Con el euro, por primera vez en la historia, el Estado ha desechado una de sus mejores armas: devaluar la moneda cuando así lo necesita. Esta construcción monetaria hay que entenderla en su contexto. En la Europa inflacionista de los años setenta y ochenta del siglo XX, Alemania supo contener la plaga de la inflación con un banco central independiente y una política monetaria anti-inflacionista. Además, en los años ochenta y noventa, la teoría neoliberal se hizo dominante y se aceptó como verdad absoluta la hipótesis de la eficiencia de los mercados financieros.
Hay que decir que la clase política alemana siempre ha tenido cierta tendencia a ver los mercados como un agente disciplinario. Según la teoría ordoliberal de la Soziale Marktwirtschaft (la economía de mercado social), la función principal del Estado es establecer un marco regulatorio (un orden) propicio para estimular la libre competencia y así desarrollar una economía de mercado que fomente el bien común. Es importante distinguir el ordoliberalismo del neoliberalismo. Aunque los dos defienden el libre mercado, las premisas de partida son distintas. El fin último del neoliberalismo es el laissez faire. El ordoliberalismo, en cambio, entiende que el mercado libre crea desequilibrios indeseables, y consecuentemente acepta una mayor intervención del Estado como agente regulador y redistributivo.
Volviendo al contexto internacional, el cambio de siglo se caracterizó por la ingeniería financiera. Estados Unidos y el Reino Unido fueron capaces de desarrollar un nuevo modelo de crecimiento basado en la financialización de la economía y el crédito al consumo. Francia y Alemania, para no quedar atrás, aceptaron la superioridad del modelo angloamericano. Bancos como Deutsche Bank y BNP Paribas se lanzaron también a diseñar y comprar productos financieros sofisticados. La crisis global ha demostrado, sin embargo, que "los mercados financieros globales se han convertido en un monstruo", en palabras del ex presidente de Alemania, Horst Köhler. Confundiendo ordoliberalismo con neoliberalismo, los dirigentes europeos se autoconvencieron de que el marco regulatorio más adecuado para el bien común era la desregulación. Obviamente, este oxímoron les ha pasado factura.
Actualmente, el mercado mundial de los productos financieros derivados mueve al año 700 billones de dólares, 11 veces el Producto Interior Bruto (PIB) mundial. La mayoría de este negocio se desarrolla en Wall Street y la City de Londres. La zona euro, por lo tanto, no tiene capacidad de regular estos productos. Es decir, los gobernantes de la zona euro han perdido soberanía sobre su dinero y sobre parte de sus productos financieros. Esto ha quedado en evidencia durante la crisis del euro, cuando el BCE tuvo que pedir a las autoridades reguladoras norteamericanas y británicas información sobre los mercados de derivados en euros localizados en Wall Street y la City (como por ejemplo derivados de tipos de cambio, de tipos de interés o las permutas de incumplimiento crediticio, los CDS).
Una unión fiscal solo funciona si están coordinados el gasto y la recaudación; si no, es una unión fiscal mutilada
Para ganar jurisprudencia, el BCE exige ahora que las casas de compensación de derivados realicen sus transacciones en euros dentro de la Eurozona. Esta exigencia ha provocado una denuncia por parte del Gobierno británico ante el Tribunal de Justicia Europeo. Para Londres, esta medida es un ataque a la City y al mercado único. Actualmente, hay cierta tensión entre el ordoliberalismo continental de Michel Barnier, el comisario del Mercado Único, según el cual "hay que regular todas las plazas, todos los actores y todos los instrumentos de los mercados financieros", y la visión laissez faire de David Cameron, primer ministro británico. No hay que olvidar que el sector financiero emplea a más de un millón de personas en el Reino Unido y representa cerca del 10 por ciento del PIB (sin contar los empleos indirectos).
Esta visión favorable a los mercados contrasta con la actitud beligerante de la canciller alemana Angela Merkel, según la cual hay "una cierta lucha entre el poder que tienen los mercados y el poder de maniobra que tienen los políticos". Para ella, "es hora de que la política vuelva a retomar su primacía". ¿Hemos visto algún cambio en este sentido? Sí, pero demasiado tenue. En relación al euro, se ha superado el dogma y empezado a aceptar que una unión monetaria es imposible sin una unión fiscal y política. La camisa de fuerza del BCE también se ha roto. Aunque sea indirectamente, el BCE está actuando de prestamista de última instancia para los Estados, bien sea a través de la compra de deuda soberana en los mercados secundarios, o aplicando presión política sobre los bancos para que utilicen la barra libre de liquidez para comprar deuda soberana.
El nuevo pacto fiscal es otro paso hacia la unión política, aunque lamentablemente es un pacto a medias. Una unión fiscal solo puede funcionar si hay coordinación en el gasto y en la recaudación; si no, estamos ante una unión fiscal mutilada. Aquí adquiere importancia la propuesta de crear un impuesto sobre las transacciones financieras (ITF) en euros. Con esta medida, los líderes de la Eurozona podrían, por un lado, reducir el volumen del mercado, es decir, el monstruo. Y por otro, adquirir uno de los atributos del poder soberano: la capacidad de recaudar impuestos. El problema es que si consiguen crear una autoridad política a la altura del euro, se van a topar con otro dilema. ¿Es posible crear un poder soberano paneuropeo capaz de frenar el monstruo, sin una legitimidad democrática avalada por las urnas?