El poder de la inflación
*Por Ramón Frediani. La lucha contra la inflación no tiene ideología, no es un fenómeno de derecha ni de izquierda. Hace daño a todos, incluso al Gobierno, aunque las autoridades insistan en negarla.
Son varias las causas que explican las recientes caídas de dos dictaduras en el mundo árabe –las de Túnez y Egipto, con 24 y 31 años en el poder, respectivamente–, amén de media docena más que está en lista de espera, como Bahrein (una dinastía con 200 años en el gobierno), Yemen (32 años), Libia (42 años), Omán (un sultanato con 41 años en el poder), Jordania (12 años) y Marruecos (otro sultanato con 54 años de antigüedad).
Las causas son las de siempre: corrupción, demagogia, autoritarismo, abuso y permanencia indefinida en el poder, nepotismo, desempleo, pobreza y, en medio de ésta, una ostentación insultante de sus gobernantes.
Al margen de estas causas, el incendio –como todo incendio– comenzó con una chispa. ¿Cuál fue esa chispa? Para saberlo, retrocedamos la película al inicio.
Un bidón de nafta. En el transcurso de la mañana del 17 de diciembre último, en Sidi Bouzid, una pequeña ciudad de 40 mil habitantes en el interior de Túnez, un vendedor ambulante de frutas, el ingeniero informático Mohamed Bouazizi, de 26 años, no encontraba trabajo y, harto de la suba de los precios, tanto de los alimentos básicos como de los impuestos, dijo basta y se prendió fuego con un bidón de nafta. Falleció 20 días después.
En otras palabras, la inflación en Túnez llevó a que un hombre se inmolara en la vía pública y esa "chispa humana" fue suficiente para que una ola de protestas contra las autoridades enquistadas en el poder durante décadas se propagara con rapidez por las calles de esa ciudad y luego en otras de Túnez.
En cuestión de días, la protesta contra la inflación –en especial de los alimentos básicos– se extendió por todo el mundo árabe y, cuando miles habían salido a las calles, se sumó el reclamo por libertad y democracia en reemplazo de formas de gobierno medievales, en manos de sultanes, emires, califas, jeques, reyes y príncipes, aunque el nombre de dictador sea el más adecuado en reemplazo de todas esas pintorescas denominaciones. El reclamo por libertad y democracia no lo habían hecho en décadas de sometimiento. Faltó un fósforo que prendiera la mecha. Y ese fósforo fue la inflación.
Poder de destrucción. Hoy, el inesperado momento histórico que vive el mundo árabe otorga lecciones de todo tipo, pero acá nos interesa la económica.
La inflación –que junto al desempleo constituyen las patologías más graves de todo sistema económico– es un fenómeno que, por lo general, la mayoría de los políticos no entiende y, por ende, subestima su gran poder de destrucción.
Ese analfabetismo económico no les permite percibir que la inflación, una vez descontrolada, se convierte en una trituradora de salarios, jubilaciones, pensiones, ahorros, alquileres, tipo de cambio, rentabilidad empresarial, recaudación impositiva... Y, a la larga, tritura también a los gobiernos que la gestan y/o que no la combaten.
Algunos ejemplos: en 1923, Alemania padeció una corta pero intensa hiperinflación, al punto que en noviembre de ese año el dólar llegó a cotizarse a cuatro billones de marcos, lo que dejó paso para que luego surgiera el nazismo.
Contextos de inflaciones galopantes derrocaron a varios presidentes latinoamericanos: en Bolivia, la de 1984-1985 (8.200 por ciento) terminó con el gobierno de Hernán Siles Suazo y gestó el ascenso del opositor Víctor Paz Estenssoro en agosto de 1985.
En Chile, el golpe y derrocamiento del gobierno de Salvador Allende en septiembre de 1973 ocurrió en un contexto previo de una inflación del 800 por ciento anual, que generó un descontento social y desabastecimiento generalizado y creó condiciones propicias para la caída de su gobierno.
En Nicaragua, la hiperinflación de 1989 (1.700 por ciento) permitió el ascenso de la opositora Violeta Chamorro en reemplazo de Daniel Ortega. En Perú, en 1990, el presidente Alan García era derrocado en medio de una hiperinflación del 7.600 por ciento, lo que permitió el triunfo electoral de un desconocido ingeniero agrónomo de la oposición: Alberto Fujimori.
También en Argentina. En nuestro país, la alta inflación del segundo semestre de 1975, iniciada con el denominado "Rodrigazo" –en alusión al entonces ministro de Economía Celestino Rodrigo, quien dejó sin efecto en junio de 1975 el congelamiento de precios dispuesto por el gobierno de Héctor Cámpora desde mayo de 1973 (en junio de 1975 alcanzó al 50 por ciento)– aceleró la caída de María Estela Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976. Pocos recuerdan que ese mes el índice de precios al consumidor (IPC) trepó 37 por ciento, equivalente a 4.270 por ciento anual.
Más adelante, el gobierno de Raúl Alfonsín terminaría calcinado por la alta inflación que hubo entre febrero y julio de 1989, por lo que se retiró seis meses antes de concluir su mandato. Fue la hiperinflación la que creó las condiciones para que Carlos Menem llegara a la Presidencia.
Obviamente, el proceso actual está muy lejos de esas inflaciones descontroladas, pero también está muy por encima de los estándares tolerados y aceptados como razonables en el mundo; es decir, subas inferiores al seis por ciento anual, al punto tal que la mayoría de los sindicatos reclama reajustes salariales con un piso de 28 por ciento, aunque la Presidenta les reclame moderación.
No se trata de crear pánico ni falsas expectativas, sino de aportar elementos objetivos y recordar hechos verídicos que nos brinda la historia, para que las autoridades nacionales tomen conciencia.
La lucha contra la inflación no tiene ideología, no es un fenómeno de derecha ni de izquierda. Hace daño a todos, incluso a las autoridades de turno, pero lamentablemente el Gobierno insiste en interpretar que la inflación hace menos daño que las políticas fiscales y monetarias antiinflacionarias para contenerla, pues afirma que éstas son "recesivas, de derecha y neoliberales". Una extraña teoría ideológica, que obviamente no permite encontrar la solución.
¿Por qué será que, muy a menudo, la política se empecina en destruir a la economía? ¿Será, tal vez, una revancha, pues a veces la economía destruye a la política?