El Plan Estratégico Agroalimentario
Las ambiciosas metas anunciadas por la Presidenta requieren políticas diferentes de las aplicadas hasta hoy.
El anuncio del programa del gobierno nacional para el sector agropecuario y agroindustrial, formulado días atrás en Tecnópolis, se caracterizó por una extensa alocución de la presidenta de la Nación, en la cual abundó en metas cuantitativas con vistas a 2020, pero en la que faltaron las acciones de estímulo para alcanzar los objetivos propuestos.
Una primera evaluación del documento presentado da cuenta del relativo valor de planificaciones en las cuales concurren variadísimos elementos, algunos de orden interno y otros dependientes de factores internacionales, de difícil articulación y armonización, con tanta mayor razón en la medida que la proyección en este caso se extiende hacia un horizonte de diez años.
En su presentación, la Presidenta dio a conocer datos llamativos acerca de los objetivos por lograr al final del decenio. Expresó que la actual cosecha de granos, cercana a los 100 millones de toneladas, superaría los 160 millones merced a un aumento de la superficie cultivada de los actuales 34 millones de hectáreas a 42 millones. Para las debilitadas carnes vacunas se proyecta un ingreso por exportaciones de 7000 millones de dólares, que cuadruplica los ingresos por las exportaciones de los últimos años. Por último, para no abundar en otras cifras, se estima que el sector rural aportará, al cabo del decenio, 100 mil millones de dólares, un monto que triplica las ventas externas actuales.
Que el gobierno nacional, luego de apelar a estudios que considera válidos, exprese la capacidad de la economía agroindustrial merece ser valorado. Implica un reconocimiento de la productividad y competitividad del campo y sus industrias, no conocido en los años de gobierno kirchnerista.
Significa también que, con motivo de las investigaciones realizadas, podrían estar germinando cambios en las políticas públicas en materia rural y agroindustrial. De no ser así, ¿cómo podrían lograrse tales guarismos en materia de ganados y carnes cuando bajo la administración de los últimos años el inventario ganadero ha perdido entre ocho y diez millones de cabezas, con detrimento adicional en la industria frigorífica?
Similares comentarios resultan válidos respecto del trigo, cuyas siembras han decrecido sustancialmente a raíz de las fuertes restricciones a sus exportaciones.
Resulta claro que para llegar a triplicar el monto de nuestras exportaciones en diez años, independientemente de una hipotética suba en los precios internacionales de los granos, se requiere un fuerte incremento en la superficie sembrada y en la producción. Y esto sólo será factible en la medida que los productores adviertan una seguridad jurídica y una estabilidad en las reglas de juego que hoy no observan.
La eliminación a las trabas al comercio exterior sería, en tal sentido, una señal positiva para avanzar hacia el logro de los propósitos expuestos por la Presidenta. No menos alentadora sería una desmentida oficial frente a los rumores sobre nuevas medidas intervencionistas en materia de comercio exterior o sobre el retorno a las tristes experiencias de organismos reguladores como la Junta Nacional de Granos.
En síntesis, el Plan Estratégico Agroalimentario (PEA) parece apuntar a mostrarles al país y al mundo la extraordinaria capacidad y potencial del agro argentino y su industria para expandir la producción. Resta conocer cuáles han de ser las políticas por aplicar para transformar las potencialidades en realidades.
¿Se habrán de abrir las compuertas que permitan la expresión de esta realidad incontrastable, disminuyendo progresivamente las retenciones a las exportaciones y permitiendo operar a los mercados sin las graves y distorsivas interferencias conocidas? De no ser así, el PEA no será más que un ingrediente meramente electoral.