El pesimismo desmoralizante
Acaso lo más preocupante de la crisis económica en que se debaten Europa y Estados Unidos no sea que, como a esta altura todos entienden, tendrá que pasar mucho tiempo antes de que se libren de las deudas colosales que les ha dejado un boom de consumo prolongado que fue posibilitado por el crédito barato.
Aún peor que la conciencia de que les esperan años difíciles es el clima de pesimismo extremo que está instalándose en virtualmente todos los países occidentales. En Estados Unidos los "paquetes de estímulo" colosales ensayados por el equipo del presidente Barack Obama apenas han incidido en la marcha de una economía que se resiste a recuperarse, mientras que en Europa se teme que los programas de austeridad sólo sirvan para depauperar a buena parte de la población. Pero no se trata sólo de que no haya ninguna seguridad de que las medidas que están tomando los gobiernos de los países más avanzados tengan el efecto previsto sino también del impacto anímico que está teniendo el temor de que todos los esfuerzos por superar la crisis pudieran resultar inútiles.
Huelga decir que el desconcierto manifiesto de los economistas profesionales más prestigiosos ante lo que está sucediendo no ha ayudado. Por el contrario, el que no hayan podido explicar con claridad lo que convendría hacer para que los países ricos salgan del pantano en que se han internado ha intensificado la sensación de que todos están a la deriva, sin mapas ni brújula, en una zona que les es totalmente desconocida. En cuanto a los políticos, repiten sin mucha convicción lo que les dicen sus asesores, socavando de tal manera su propia autoridad y por lo tanto brindando una impresión de impotencia. Asimismo, para oscurecer todavía más el panorama, se ha puesto de moda hablar de la decadencia irreversible de Occidente, sobre todo de Europa pero también de Estados Unidos, al trasladarse el centro de gravedad de la economía internacional al este de Asia. El escaso interés de los dirigentes europeos en hacer frente al desafío así planteado ha contribuido al clima de pesimismo que se ha difundido por el Viejo Continente. Lejos de reaccionar comprometiéndose a hacer cuanto resulte necesario para impedir que Europa se transforme en un apéndice de regiones supuestamente más vigorosas, parecería que se han resignado a su propia marginación.
A pesar del retroceso relativamente insignificante de los últimos años, los europeos siguen disfrutando de un estándar de vida que, en términos materiales por lo menos, es muy superior al conocido por generaciones anteriores, pero mientras que éstas confiaban en que el futuro sería mucho mejor que el pasado, en la actualidad la mayoría da por descontado que será peor. Los más golpeados por el cambio abrupto de expectativas han sido los millones de jóvenes, muchos de ellos bien instruidos, que no tienen un empleo estable ni creen en la posibilidad de encontrar uno en los próximos años. Se ha creado, pues, una situación paradójica: sociedades que en tiempos de estrechez se caracterizaban por el optimismo, lo que les permitió enfrentar con confianza dificultades económicas que fueron incomparablemente más penosas que las actuales, se sienten incapaces de reaccionar ante desafíos que deberían de parecerles decididamente menores.
En principio, los europeos y, desde luego, los norteamericanos están mejor preparados para continuar progresando que los habitantes de países "emergentes" como China, la India y Brasil. Cuentan con sistemas educativos e instituciones políticas que son innegablemente superiores. Por lo demás, sus sociedades son menos corruptas. Sin embargo, mientras que tanto las elites como la ciudadanía en su conjunto de países que aún son terriblemente pobres y atrasados parecen convencidas de que pronto lograrán desplazar a los norteamericanos y europeos de su lugar privilegiado en la jerarquía internacional, éstos dan la impresión de sentirse tan abrumados por los problemas financieros que surgieron a partir de mediados del 2008 que no podrán hacer un esfuerzo colectivo por conservarlo, actitud que sin duda hubiera sorprendido a sus antecesores que, en un lapso muy breve, consiguieron propagar su civilización por el mundo entero sin que se les ocurriera que llegaría el día en que tendrían que resignarse a batirse pasivamente en retirada.