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El periodista como enemigo del Estado

*Por Jorge Fernández Díaz. Lectores antikirchneristas abstenerse: en la Argentina hay libertad de expresión. Y algo más.

El kirchnerismo, al revés que los jerarcas menemistas, tuvo la precaución de no perseguir judicialmente a los periodistas de a pie, y también el buen tino de despenalizar los delitos de calumnia e injurias.

Quienes fuimos perseguidos en la década del 90, y tuvimos que desfilar por tribunales y defendernos con abogados por editar notas de investigación y develar casos de corrupción política, sabemos el valor que está cifrado en esa medida.

Pero ninguna otra fuerza política en la democracia moderna hizo tanto como el kirchnerismo para convertir al periodista profesional en un enemigo del Estado.

Dejo para las compañías, los directivos y los editorialistas las quejas usuales por toda esa batería de acciones que la administración nacional lleva a cabo para doblegar a los medios: la utilización aviesa de la publicidad oficial, el uso inquisitorial de la agencia recaudadora de impuestos, la creación de leyes punitivas, la batalla judicial para encarcelar a los directores de los grandes diarios, el intento de apoderarse del papel, los bloqueos a las plantas impresoras y otras trampas que obligan a vivir la libertad de expresión bajo amenaza y bajo emoción violenta.

Dejo de lado todo esto porque no quiero escribir aquí sobre las empresas y los medios sino simplemente sobre nosotros: los periodistas.

Hace treinta años que vivo en las redacciones y que me dedico "al mejor oficio del mundo", como lo llama García Márquez. Tomé esta vocación no para ser rico ni famoso, sino como una variación de la bohemia y el arte. Todavía lo veo como entonces, como una forma cartesiana de la literatura.

Sé que el periodismo ocupó un lugar exagerado en años pasados, tal vez porque la sociedad lo puso en ese difícil rol de fiscalía. Desde ese sitial produjo maravillas y cometió graves errores. Sin embargo, causaba hasta hace dos años un enorme orgullo decirse "periodista". Me temo que esa denominación, dentro de ciertos círculos, se ha convertido ahora en una palabra sospechosa y maldita.

Es que este gobierno eligió desde el comienzo a los periodistas como los grandes antagonistas de la patria, hostigó selectivamente desde el canal oficial a colegas notables, practicó el linchamiento público con ellos, consiguió convencer a muchos de que ser oficialista era cool e inventó el concepto "periodista militante" con la idea de hundir el periodismo profesional, y con ello la equidistancia, el manual de The Washington Post, y el viejo y querido concepto barrial de "no casarse con nadie". Por el camino, consiguió también convencer a multitudes de que por el simple hecho de trabajar en una empresa un periodista representaba intereses corporativos, y que la única opción posible era entre "militantes" y "mercenarios", una idea que causaría hilaridad en cualquier democracia avanzada. Desde que se inventó el papel un periodista puede muy bien no escribir lo que no desea y hasta tener eventuales

discrepancias, como tengo yo mismo, con la línea editorial de éste y de cualquier otro periódico.

Castigar a los periodistas con nombre y apellido, tratar de embanderarlos sin matices a favor y en contra del Frente para la Victoria ha sido una política de Estado. Cuando hace dos semanas escribí un artículo defendiendo una obviedad de la profesión -la necesidad de ser ecuánimes- el mismísimo jefe de Gabinete me replicó con una nota irónica cuyo objeto era avisar que a los tibios los vomita Dios. Ningún "periodista militante" osó corregir o reprender a Aníbal Fernández.

Cualquier gobierno sueña con anular al periodismo molesto. Pero no cualquiera lo consigue. No es para quitarle mérito al Poder Ejecutivo, que pone diariamente mucho dinero para sostener la estatización de la prensa propia, pero reconozcamos que nada hubiera logrado sin la inestimable ayuda de muchos colegas, escritores, pensadores, artistas y profesores universitarios. Algunos de ellos se han entregado gustosamente a la demolición de nuestra profesión en nombre de los ideales de la política.

Con algunos de mis amigos, legítimamente militantes de esta causa nacional y popular, no hubiéramos perdido ni un segundo en discutir la credibilidad de los oficialistas de antaño, esos periodistas a quienes denominábamos "operadores" o "felpudos del poder". Esto ocurría antes, cuando -por ejemplo- Bernardo Neustadt era acusado de cometer ese gran pecado periodístico. En aquel entonces, adular al gobierno de turno era caer en el último escalón de la dignidad profesional. Hoy esos valores no significan mucho, han sido olvidados. Y es curioso, porque este grupo influyente de la intelectualidad nacional, a quien el kirchnerismo sedujo como nadie y como nunca, ha establecido con su acción continua un nuevo discurso dominante. Ese discurso labra una nueva historia oficial en la que los periodistas somos los malos de la película. Qué error garrafal, qué idiotez.