El partido-Estado
*Por Aleardo Laría. El sociólogo Ricardo Sidicaro ha analizado el período 1946-1955 en el que el peronismo se organizó como partido político. Su tesis es que en ese período el peronismo dio lugar al nacimiento de lo que en las taxonomías de partidos políticos se conoce como un "partido-Estado".
Este modelo partidario no es equivalente al "partido único" de los regímenes totalitarios, pero tampoco consigue superar las exigencias de los modernos partidos democráticos.
Un dato peculiar de esta etapa, destacado por diversos analistas, es que el peronismo recién se constituyó como partido cuando ya había alcanzado el poder y detentaba el control del Estado. Esta particular situación, que lo convirtió en el partido del gobierno durante diez años, hizo que su extrema proximidad al poder lo configurara de un modo especial, obligándolo a adaptarse al liderazgo personalista de Perón.
Durante ese período se preservó el sistema electoral democrático y los partidos de la oposición, aunque con dificultades, pudieron desarrollar su cometido. Pero estuvieron sometidos al fuerte desgaste de un discurso político que los deslegitimaba por ser integrantes de la "partidocracia liberal". En el imaginario peronista, el "movimiento peronista" encarnaba la representación del "pueblo" y enfrente estaban los partidos demoliberales que eran la expresión de los intereses "oligárquicos e imperialistas".
La confusión entre partido y Estado dio lugar a otro fenómeno que ha sido reflejado por Sidicaro. El partido peronista no tenía estructuras partidarias capaces de promover la politización activa de sus adherentes y la publicidad de los principios doctrinarios fue asumida por el Estado. Por otra parte, la mayoría de las personas corrientes que votaban al peronismo lo hacía trasladando la alteridad "pueblo-antipueblo" al espacio de sus relaciones personales. El otro, el antiperonista, era generalmente el empleador o empresario para el que trabajaba.
El fuerte liderazgo ejercido por Perón impidió la consolidación de una estructura política que mediara entre el líder y su base. La fragilidad de los vínculos entre la cúpula dirigente, rodeada de personalidades mediocres y burocráticas, y el pueblo peronista se puso en evidencia en ocasión del golpe militar de septiembre de 1955. Las elites gubernamentales –dice Sidicaro– carecieron de iniciativa frente a un reducido número de militares sublevados, porque el peronismo jamás se había dotado de estructuras partidarias capaces de movilizar a sus adherentes. Luego, con el correr de los años, muchos peronistas reconocerían que se había incurrido en errores evidentes y excesos intolerables.
Las reflexiones de Sidicaro referidas al decenio del "primer peronismo" permiten comparar aquel panorama con el actual, para percibir que, en lo esencial, las cosas no han variado demasiado. El "partido-Estado" se muestra fulgurante como en su primera época. Transcurrido más de medio siglo de aquellas desafortunadas prácticas, el uso partidista de los recursos públicos no ha menguado.
Tampoco ha disminuido la persistencia del discurso maniqueo que expulsa a la oposición fuera del campo del "pueblo" bajo el anatema de ser la sempiterna "derecha destituyente". Acaso esas voces se han apagado temporariamente en este período especial de prudencia preelectoral, pero el riesgo de que la visión partisana de la política regrese es muy elevado.
Otro aspecto, menos visible pero de influencia notable en los resultados electorales, se vincula con la persistencia de una cultura popular que, intuitivamente, adhiere al discurso oficial. La reivindicación del papel del Estado en la economía, los derechos humanos, la protección social de los más humildes y una retórica antioligárquica que el pueblo lee en clave anticapitalista son el aderezo actual. La plasticidad proteica del peronismo le permite ofrecer hoy un rostro progresista (Kirchner) como ayer una cara conservadora (Menem), pero esas diferencias sutiles no perturban las mitologías instaladas firmemente en el inconsciente colectivo de los sectores populares.
Si denominamos populismo a este conjunto de elementos, comprobaremos que siguen provocando el mismo efecto distorsivo en el funcionamiento normal de la democracia que Sidicaro verificara en la década del primer peronismo. La anomalía mayor es que la desnivelación del terreno democrático que produce el uso partidista de los recursos públicos limita las posibilidades de la alternancia, un tema decisivo para garantizar la legitimidad democrática. La debilidad de los partidos políticos argentinos es responsabilidad de sus dirigentes, pero no se pueden negar las dificultades añadidas que genera el "hiperpresidencialismo".
La segunda servidumbre que provoca la persistencia del partido-Estado es que bloquea la posibilidad de habilitar un proceso de modernización de la Administración pública, lo que se paga en términos de ineficiencia estructural en un mundo de economía globalizada. Los saltos productivos que consiguieron los países que emergieron del subdesarrollo lo hicieron luego de habilitar procesos de modernización del Estado, garantizando su profesionalidad, imparcialidad y eficacia. Mientras persista la anomalía populista del partido-Estado, ese desafío no podrá ser abordado en Argentina.