El país como merendero inagotable
La pasión por igualar hacia abajo. Empobrecimiento multiplica la pobreza.
Previa
Estrella del César
El ministro extinto, en otra década, reflexionaba.
“Hacemos todo mal pero en el fondo nos sale todo bien, ¿puede creerse?”.
Continuaba. “¡Cómo puede ser que hagamos todo para la m… y después tengamos éxito”.
La explicación que proponía era mágica.
La atribuía a la suerte del Presidente.
“No temáis”, confirmaba, «nos protege el César y su estrella”.
La estrella del César -o de Alberto- acompaña.
Carolina Mantegari
La peste
Alberto Fernández, El Poeta Impopular, Presidente Delegado (de La Doctora), está condecorado por su propia estrella.
Amagaba inicialmente con ser peor que el antecesor.
Mauricio Macri, El Ángel Exterminador. Era, de por sí, una hazaña.
Ejercitó el explícito macrismo durante los primeros tres meses (La Doctora lo dejaba hacer).
Abundaron las postales macristas con líderes europeos que certificaban la integración.
Desbordaba en actitudes suplicantes para que se lo apoye en la negociación de la deuda. El pagadiós.
Turno del Papa, modo de empleo.
Francisco organizó la kermesse con la señora Cristalina, titular del Fondo.
Para juntarla, por obra del Señor, con el ministro Guzmán, Alias Gardelito.
Junto a Sergio Massa, El Conductor, Alberto logró aprobar la ley solidaria que se la hubieran rechazado a Macri. A los piedrazos, por lo menos.
Consta que Alberto llegaba con el peronismo mientras se esmeraba en comportarse como el perfecto radical (que desorientaba a los radicales).
Aunque, cuando los peronistas adormecidos (algunos de ellos gobernadores) se daban cuenta que asistían a la continuidad del macrismo, Alberto decidió aferrarse a la providencia del coronavirus.
Como si se dijera: “Esta peste es la mía y no me la saca nadie”.
Entonces se cargó a babucha el país antes, incluso, de paralizarlo.
Para consagrarse al ancho razonamiento científico e ideológico de los infectólogos que desfilaban por las emisiones televisivas.
Traficaban respeto. Pero a los especialistas se les agregaba el fenómeno de la fama.
Pronto podrían postularse para danzar en la emisión del agraviado Tinelli.
La macabra contabilidad comparativa de los muertos le jugaba a favor.
Con extraordinaria frivolidad Alberto se lanzó entonces hacia la cuarentena genial. Sobre la marcha adquirió su propio dinamismo.
El estancamiento compulsivo de la sociedad dejaba pronto de ser un instrumento. Para ser el objetivo.
Estallaba positivamente en las encuestas. Era el núcleo exacto de la centralidad. La Doctora optaba por el silencio.
La oposición desarticulada no tenía otra alternativa que encuadrarse.
Consta que el máximo opositor con territorio, Horacio Rodríguez Larreta, Geniol, Jefe del Maxi Quiosco, comenzó también a sumar puntos. Sólo por pegarse a Alberto.
Sobraban las coincidencias espirituales con la secta del peronismo de la capital.
Ante la agobiante placidez del estancamiento que se extendía, sólo determinados “profetas del odio” se permitían, con tibieza, instalar que, en simultáneo, se pulverizaba la economía.
Aunque, para ser francos, la economía ya era una causa perdida.
La prioridad era lavarse las manos y quedarse heroicamente en casa.
La cuestión que Alberto crecía, mientras diez millones de argentinos hacían fila con la ollita para alimentarse en los comederos.
A la catastrófica inmanencia de la pobreza, se le incorporaba el empobrecimiento que la enriquecía.
Por el desdichado que no podía ganarse el mango por el aislamiento obligatorio.
Con su tono tenue de maestro de escuela de barrio de clase media, Alberto extendía la beneficiosa parálisis.
Lograba lo que nunca el Ángel, ni La Doctora, hubieran podido.
El encierro compulsivo durante treinta días. Con una causa noble.
Contaminada cotidianeidad por el discurso de los infectólogos que persuadían a la sociedad de la necesidad de quedarse en casa con Netflix.
Enchastrarse de alcohol en gel y mostrarse en la calle, si no había más remedio, como enmascarados solitarios.
Con el antifaz bucal que inspiraba a gobernadores y ministros para fotografiarse sonrientes, mientras se saludaban “de codito”.
El pagadiós
“Argentina no le puede pagar a nadie”. Vaya novedad. Se consolidaba la idea del «país garca». Nada confiable.
En la plenitud del estancamiento que hartaba, Guzmán, Gardelito, presentaba la oferta “agresiva”.
Para los bonistas misteriosos. Los que cobrarán intereses recién en 2024.
Cuando el presidente sea, acaso, Nicolás del Caño. O preferiblemente el inquietante Pitrola.
A Gardelito lo acompañaba La Doctora, dueña aún de las fichas del casino. Alberto, el que crecía con fichas prestadas y apostaba. Y El Enmascarado Geniol.
Con gobernadores de adorno, que brindaban la espesura política al flamante pagadiós.
“Disolver el desastre propio en el desastre universal”, se recomendaba desde el Portal.
Los bonistas conformaban coros para rechazarla.
Pero con el coronavirus, nuestro gran aliado, el capitalismo estaba tan hecho moco que la oferta podía derivar en el inicio de la negociación.
En el país -merendero inagotable- el default ya no asusta ni impresiona a nadie.
Los Buscapinas de Wall Street, teóricos de los fondos de inversión, saben que Argentina no le va a pagar «nada a nadie nunca» (Saer básico).
Pero pueden hacerse convenientes dibujos financieros para mantener en cartera los papeles inútiles del estado en emergencia que prepara, sistemáticamente, el próximo default.
Para los Buscapinas de Wall Street, la oferta de Gardelito es poco seria. Pero deben tomarla como si fuera real.
Más que nada es, aunque nadie pague nada nunca (Saer otra vez).
Y si Gardelito afloja un poco de efectivo, pueden sentarse pronto a negociar. Y hasta sin efectivo aún.
Los papeles de la deuda argentina sirven apenas como carilinas.
“¿Y si a Guzman se le da y tenés que llamarlo de pronto Gardel?”, chicanea un funcionario. Fanatizado por los efluvios positivos de la estrella de Alberto.
Por la eficacia apasionada del modelo que consiste en igualar hacia abajo.
Al extremo de convertir, a la Argentina entera, en un comedero gigante, servido por militares desarmados que llenan las ollas de guiso caliente.
El manoteo
Pero no basta con la editora que no cesa de imprimir billetes crocantes 24 horas diarias.
Hacen falta más “recursos”. Es como los mangueros denominan al dinero. A “la pelusa”.
Para el mate cocido, los fideos, las galletas, las lentejas, los respiradores.
Y sólo se les puede manotear “recursos” a los que “la tienen”.
Los que ganaron demasiado y tienen que devolver un poco de “la que se llevaron”.
Ideología de almanaque anarquista de los años 20. Pero impulsada por el Frepasito Tardío que políticamente se cuelga de La Doctora.
Brota entonces el proyecto patriótico de extracción extraordinaria, por única vez, de “pelusa”.
El manoteo teórico a la Burra de los que “la hicieron” se confía, en el gobierno relativamente peronista, al infatigable psicobolche.
Carlos Heller, El Banquero Solidario.
En su juventud, junto a su hermano Amado, Heller supo pugnar por el triunfo extendido de la gloriosa Unión Soviética. Exhibía las bondades estalinistas del socialismo real.
En la frontera de los ‘80, el Psicobolche Infatigable puede cumplir el sueño justiciero y manotearle, a los zares del precapitalismo argentino, el uno por ciento de sus Burras.
Con el aval activo del otro sostén de La Doctora. La (Agencia de Colocaciones) Cámpora.
Única organización, La Cámpora, que mantiene un proyecto estratégico de poder, con un modelo vago de país, para llenar con algún contenido.
Y con la sublime impotencia de los peronistas. Llevados puestos como barbijos. Aunque resistan con puestitos. Con pelusa crocante para pagar sueldos.
Compañeros entrañables que combatieron, sólo desde la marchita, al capital.
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