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El optimismo traicionero

Si los políticos, economistas y funcionarios internacionales más prestigiosos coinciden en algo, esto es que nadie parece saber muy bien lo que convendría hacer para que el mundo reanudara el crecimiento vigoroso que experimentaba antes de estallar la crisis financiera que en el 2008 puso fin a un período prolongado signado por la confianza generalizada.

Por un rato, parecieron creer que sería suficiente inundar los plazos de dinero fresco, de ahí los "paquetes de estímulo" colosales que confeccionaron en nombre del keynesianismo, pero en Europa por lo menos los dirigentes políticos cambiaron de opinión y pusieron en marcha programas draconianos de austeridad.

Tampoco han logrado los especialistas explicar de manera coherente las causas de la debacle. Para algunos, se debió a la "codicia" de los banqueros, pero no existen motivos para suponer que los de la generación anterior estuvieran menos interesados en enriquecerse.

Otros la atribuyen a la falta de regulación, pero sucede que el mercado inmobiliario norteamericano –en el que todo comenzó– sí estaba regulado por políticos decididos a obligar a los bancos a prestar dinero a personas que no tendrían posibilidad alguna de devolverlo a menos que la economía de la superpotencia continuara creciendo a un ritmo frenético.

Una tercera explicación, la más convincente y también la más sencilla, es que los estadounidenses y europeos, encandilados por los avances tecnológicos, en especial los de la informática que en todas partes han tenido consecuencias revolucionarias, dieron por descontado que las economías de los países desarrollados seguirían creciendo con rapidez, de suerte que podrían endeudarse sin preocuparse demasiado.

Por desgracia, muchos, tanto gobernantes como empresarios, financistas y consumidores, cayeron en la trampa supuesta por el optimismo excesivo, con resultados que ya son conocidos.

A esta altura, parece difícilmente concebible que los gobiernos de Estados Unidos, el Japón y los integrantes de la Unión Europea hayan creído que les sería dado acumular indefinidamente deudas colosales, y que pudieran garantizarles a decenas de millones de personas jubilaciones generosas y otros beneficios con la seguridad de que estarían en condiciones de cumplir con los compromisos así asumidos.

Sin embargo, antes de la crisis, pocos señalaron que apostar ciegamente al crecimiento futuro era irracional. La mayoría de quienes están criticando con mordacidad a los políticos y, sobre todo, a los economistas por no haber advertido a tiempo que el esquema consensuado se basaba en una ilusión, compartía plenamente el optimismo imperante. Caso contrario, no habría economistas, como el neoyorquino Nouriel Roubini, que saltarían a la fama mundial por haber previsto un desastre que, en retrospectiva, parece inevitable.

La crisis cuyo epicentro está en los países ricos y que, a través de ellos, afecta a todos los demás, se parece bastante a las sufridas repetidamente por la Argentina. Con cierta regularidad, gobiernos nacionales, con el apoyo voluntarista de buena parte de la población, se han convencido de que una etapa caracterizada por el crecimiento vigoroso duraría mucho tiempo más con tal que se resistieran a modificar el rumbo emprendido.

Hasta ahora, todos los períodos de auge han terminado mal, ya porque en un clima de optimismo suele resultar irresistiblemente tentador continuar gastando demasiado, ya porque cambiaron las condiciones internacionales, como en efecto ocurrió en las fases finales de la convertibilidad. ¿Hemos aprendido de nuestra larga experiencia en esta materia? No hay motivos para creerlo. ¿Es que nuestros dirigentes políticos son mucho más irresponsables que sus homólogos de otras latitudes?

A juzgar por lo que está sucediendo en el resto del mundo, en este sentido son normales, lo que, claro está, dista de ser un consuelo. Sea como fuere, a no ser que en esta oportunidad los pesimistas se hayan equivocado por completo, en adelante el medioambiente económico internacional nos será mucho menos favorable de lo que ha sido desde mediados del 2002, de suerte que al próximo gobierno, que se prevé estará encabezado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, le será forzoso adaptar "el modelo" a circunstancias muy distintas de las de antes a pesar de su voluntad declarada de mantenerlo intacto pase lo que pasare.