El ocio tan temido
Los "indignados" españoles no son los únicos que se sienten abandonados a su suerte por un mundo que no los necesita.
Comparten su angustia una multitud de griegos, portugueses, italianos, franceses, británicos, norteamericanos, árabes y otros diseminados por el planeta que, luego de haberse preparado para una carrera laboral, descubren que nadie tiene interés en contratarlos. Según el director general de la Organización Internacional de Trabajo, el chileno Juan Somavia, en el mundo hay más de 200 millones de desocupados; entre ellos, 80 millones de jóvenes que aún no han podido encontrar su primer empleo.
Somavia atribuye este panorama desolador a que "el modelo de crecimiento se ha vuelto económicamente ineficiente, socialmente inestable, políticamente insostenible y nocivo en términos medioambientales". Dice que hay que cambiarlo, hacer "de la creación de empleo un objetivo macroeconómico". Pocos discreparían, pero a la hora de proponer medidas concretas sólo se le ocurre formular exhortaciones voluntaristas a favor de "la economía real" y en contra de "operaciones financieras improductivas". Tampoco ayudan los que culpan a los banqueros, a los empresarios o al capitalismo como tal, dando a entender que, de quererlo, cualquiera podría inventar una alternativa mejor, a los sindicalistas que se resisten a la flexibilización y de tal modo perjudican a quienes no tienen trabajo todavía, a políticos progresistas que armaron esquemas previsionales insostenibles o hicieron posible que gente sin recursos de ningún tipo se endeudara hasta el cuello para comprar casas. Aún menos valiosas son las intervenciones de moralistas que nos informan que todo es fruto de la codicia o la falta de solidaridad que a su juicio son propias de las sociedades actuales.
Pues bien: ¿a qué se debe la epidemia de desempleo masivo que se ha propagado con tanta rapidez en los países desarrollados? La respuesta más convincente a esta pregunta molesta es que se debe a lo hecho por personas que no suelen figurar en las listas negras de presuntos culpables confeccionadas por políticos, sindicalistas, agitadores y manifestantes callejeros. Se trata de los científicos y los técnicos que aprovechan sus hallazgos. Merced a ellos, las fábricas pueden producir cada vez más con cada vez menos obreros, y ejércitos de oficinistas parlanchines se han visto reemplazados por computadoras silenciosas que son miles de veces más eficientes y mucho más confiables.
Bienvenidos a "la economía de conocimiento". Una consecuencia de la irrupción de la robotización, la informática y otras novedades creadas por la ciencia es el abismo que propende a profundizarse entre la minoría que sabe aprovechar las oportunidades resultantes por un lado y la mayoría que ha tenido que resignarse a cumplir tareas subalternas por el otro. En el transcurso de las décadas últimas, el poder de compra de la elite ha aumentado de manera espectacular, mientras que los ingresos de los trabajadores del montón apenas han subido.
Que eso haya ocurrido es lógico. Es una cuestión de oferta y demanda. Escasean quienes poseen las aptitudes intelectuales, los conocimientos especiales o, en el caso de algunos afortunados, los recursos materiales apropiados para prosperar, pero abundan los que en épocas anteriores fueron capaces de desempeñar funciones necesarias y por lo tanto bien remunerados pero que en la actualidad son prescindibles.
El progreso tecnológico genera riqueza, pero lo hace a costa de la "justicia social". Permite a una minoría que tiende a achicarse, amasar cantidades enormes de dinero y priva a la mayoría de lo que hasta hace muy poco tomaba por un derecho adquirido, el de poder abrirse camino en el mundo. Este fenómeno se ha hecho notorio en muchos ámbitos. Las "estrellas" internacionales deportivas, televisivas, cinematográficas, literarias, pueden convertirse en multimillonarias en un lapso muy breve; los demás tienen que conformarse con las sobras. Algunos centenares de financistas cobran sumas inmensas por sus servicios; miles y miles de bancarios luchan por llegar al fin de mes.
Aunque Cristina se niega a reconocerlo, la Argentina no es ajena al proceso de concentración de la riqueza que está en marcha; aquí también está ampliándose la brecha que separa de los demás a los beneficiados por la complejidad creciente de las economías modernas.
Esta realidad plantea dos clases de problemas. Una, la más fácil de solucionar, tiene que ver con la distribución de los recursos disponibles; en los países prósperos, son suficientes como para costear programas sociales que permiten que todos perciban un ingreso que, conforme con las pautas históricas, es más que adecuado para cubrir todas las necesidades materiales. Los problemas de la otra clase son en el fondo culturales, cuando no filosóficos. Solucionarlos será difícil. Están vinculados con los distintos "proyectos de vida" de quienes corren peligro de verse excluidos de la parte rentable de la economía y que, de agravarse la desigualdad, podrían seguir cobrando un subsidio acaso generoso sin por eso sentirse debidamente respetados.
En nuestra civilización, el trabajo es mucho más que una forma de ganarse el pan de cada día. Para millones de personas, creer estar haciendo un aporte positivo a la sociedad es motivo de orgullo, y casi todas las instituciones educativas procuran inculcar en los jóvenes la convicción de que sus actividades deberían contribuir a fortalecer la economía. El drama de los "indignados" europeos –y de sus equivalentes de Egipto, Túnez y otros países árabes que protestaban contra la escasez de oportunidades laborales– es el de jóvenes que durante años se dedicaron a conseguir diplomas que suponían les garantizarían una carrera como profesionales, ejecutivos o por lo menos empleados especializados pero que, al llegar la hora de iniciarla, chocaron contra una muralla de incomprensión.
Obsesionados por temas económicos, en todas partes los gobiernos, tanto conservadores como progresistas, están procurando transformar a los jóvenes, incluyendo a los menos dotados, en buenos soldados del ejército productivo. A juzgar por los resultados, se trata de una empresa inútil; sólo algunos tienen el talento preciso para ser ingenieros, matemáticos o físicos nucleares. Así y todo, aunque la producción de desempleados ha alcanzado proporciones alarmantes, muchos gobiernos siguen privilegiando las facultades científicas de las universidades y quitando fondos a las que enseñan materias humanísticas que en su opinión son reductos de elitistas parasitarios que pueden darse el lujo de perder el tiempo aprendiendo materias superfluas como historia, literatura, idiomas raros y filosofía.
Tal vez les convendría modificar sus prioridades: si, como parece probable, la desocupación multitudinaria resulta ser permanente, sería mejor que la mayoría adquiriera actitudes afines a las de generaciones ya idas cuyos integrantes no se sentían del todo humillados al saber que, si bien nunca serían ricos, su futuro personal se vería signado por el ocio.