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El ocaso de los dioses

Dicen que Gaddafi tenía momentos místicos, imbuido del mesianismo propio de los dictadores. Era el león del desierto, el guía del pueblo, el líder supremo. Pero todo ello sólo significaba corrupción generalizada, represión brutal, financiación del terrorismo y asesinatos masivos.

Es decir, el león del desierto no era más que un "mad dog", un perro loco en la acepción feliz de Ronald Reagan, un burdo y vulgar tirano. Su muerte, émula de la que tuvieron otros grandes dictadores como Ceaucescu o Mussolini, fue tan violenta, brutal y sanguinaria como su propia vida, y así, de esa forma tan extraña, el dios del mal hizo su propia justicia.

Participo del malestar de Lluís Foix, que en can Cuní expresaba su rechazo a este tipo de ajusticiamientos que sólo dan la medida de lo que puede hacer el hombre cuando se convierte en masa. No. A Gaddafi no debían asesinarlo, lo debían apresar y juzgar públicamente, para que la larga lista de sus crímenes pasara por delante de su tétrica mirada.

Miles de ellos, los muertos de los atentados que financió, los muertos de los críticos que hizo matar, los muertos de los exiliados que hizo cazar, los muertos que él mismo asesinó. Y de entre los muertos, los vivos que sufrieron las amputaciones de sus castigos coránicos, las terroríficas cárceles donde se pudrían los cuerpos, las miradas escondidas de las mujeres segregadas, la memoria destruida de la cultura bereber prohibida. Todo a su alrededor era tiranía, violencia y miedo. Y ello día a día, mes a mes, año a año durante... 41 largos años. Generaciones enteras bajo el terror. Ese terror hecho carne sin duda ha muerto como vivió, bajo la ley de la jungla.

Sin embargo, muerto el dictador, ¿se acabó la rabia? Porque si bien es cierto que ha caído una dictadura más de las muchas que dominaban el mapa de Oriente Próximo, también es verdad que el futuro es muy incierto. Es muy pronto para saber hacia dónde evolucionan los países que han vivido su primavera revolucionaria, aunque todos ellos muestran síntomas de preocupación. En Túnez los islamistas radicales están consiguiendo una popularidad inédita, en Egipto intentan presionar el proceso de transición y en la propia Libia, el líder más carismático de los rebeldes ya ha anunciado que piensa aplicar la sharia.

Es decir, del Sha a Jomeini, de Mubarack, Ben Ali o Gaddafi a cualquier loco integrista que alce la bandera de la religión para volver a la Edad Media. Es pronto aún, pero no tiene muy buena pinta. Quizás Egipto es el país más esperanzador porque es el más sólido, con clases medias, mujeres líderes y sindicatos que tienen mucho que decir. Pero también es el país donde se estructuró el salafismo. Tiempo al tiempo. De momento el presente trae la buena noticia de la caída de esos dioses menores que fueron tiranos bárbaros. La cuestión es saber si el futuro no traerá dioses aún peores.