DOLAR
OFICIAL $816.08
COMPRA
$875.65
VENTA
BLUE $1.18
COMPRA
$1.20
VENTA

El miedo urbano

*Por Raúl Acosta. El hombre llega al restaurante con su pareja. Saludos. Hola. Hola. Un encuentro demorado de fin de año. Serán tres matrimonios. Seis cubiertos. Cansados por el día de trabajo conversan, intercambian bromas.

Parece una tranquila noche de estío. De gastronomía social. Comentarios. Anécdotas del pasado, planes para las minivacaciones sobre fin de enero. Se trabaja al día siguiente. Un vino más, un champán. Brindemos. Semeja demasiado a los primeros encuentros hace ya... la duda asoma en el cálculo. Veinte años, por lo menos, si se piensa que el más grande de los chicos ya está pronto a casarse. Mejor treinta. Entonces sitios como este, a la entrada de la ciudad, o la salida, como acota su mujer, eran refugio de camioneros y gente de paso. Ahora la moda es otra, llegan, para comer por las noches, desde el centro hasta el límite mismo de la urbanización. Cambió la decoración, la carta, el modo.

Cambia, todo cambia dice la mujer de su amigo. Es cierto. La comida se va yendo. Después del café dos mujeres salen a fumar. La otra, solidaria, las acompaña. El comentario es ese. Ellas fuman más que ellos. La igualdad de los sexos, la libertad sexual. Hay risas. Acaso porque las mujeres están en la entrada miran reiteradamente hacia la puerta. Quien está de espaldas a la salida advierte que el adicionista, en la caja, queda en alerta. Dos hombres entran silenciosamente, la traza hoy no define nada. Al sentarse y dejar los teléfonos sobre la mesa todo vuelve a la normalidad.

Algo flota en el aire. En el silencio que sobrevino a la entrada de los dos comensales tardíos, la realidad se presentó sin telegrama. Allí se quedó. Llaman al mozo, todos ofertan su tarjeta, no se sale con efectivo en la billetera. Algunos salen sin billetera. No piden documentos, como en los años 70, cuando eran estudiantes. Se conocen de aquellos tiempos. Comportamientos diferentes y un final semejante. Trabajo a destajo en una sociedad consumista. Poca credibilidad para los discursos políticos actuales y un ánimo exaltado cuando alguien evoca una revolución olvidada en alguna pared, donde las pintadas prometían la patria o la muerte. Por eso no se elige, para conversar, ni la patria ni la muerte. El fútbol, la televisión y los romances dan motivo suficiente para no escarbar y rascarse. Para que. En la despedida, como un hábito, prometen llamarse apenas lleguen a sus casas. Lo harán porque ya es eso: una buena costumbre. Antes de la medianoche emprenden el regreso. Es jueves. Falta un largo viernes y un sábado que no promete nada más que calor.

El auto sale del estacionamiento y enfila por la calle, que es entrada a la ciudad. Su mujer fuma pero no toma. Maneja ella. Nunca se sabe cuando aparecerá un control de alcoholemia. Los considera inútiles, solo para las fotos. Igual. Para qué arriesgar. Maneja su mujer. Observa la noche cerrada. La arboleda. Los faros iluminan un ciclista que aparece de la nada, de una calle lateral. Sin luces. Apenas un sobresalto. Su mujer lo insulta por no tener algo que brille. Más allá cuatro muchachos, en la puerta de un galpón fuman, acaso beben algo. Gomería de urgencia. Uno de ellos agita las manos hacia delante, como avisando. La curva es cerrada. La velocidad es escasa. Alcanza a verle el rostro, con los ojos brillantes. La luz estira los rasgos. No hay fantasmas donde no se los busca.

Después de esa curva comienza una larga avenida. Las luces se bambolean. Hay viento. Los árboles, altos, al agitarse, cambian de lugar las sombras. Una moto, con tres personas encaramadas, se mueve en zig zag. Su mujer no acelera. Se siente intranquilo, con ganas pisaría el acelerador. Los semáforos están en "intermitente". Un amarillo de precaución que late y late. Cae en la cuenta que esa es una medida de protección. De qué. Para qué. Sobre el cruce con otra avenida hay un triple juego de semáforos. Funcionan. Una bandada de muchachos se acerca al auto que está primero en la fila con trapos, esponjas y un balde. Casi, casi las doce de la noche. La moto los alcanza. Son tres, dos varones y una mujer. Jóvenes. Por la izquierda otro vehículo. Detrás una camioneta con un solo farol encendido, el guardabarros caído, atado con alambre y una carga de cartones en la caja.

No sabe la razón, pero respira hondo. No quiere mirar a su esposa. Teme que se le note en el rostro la aflicción. La emisora de Frecuencia Modulada cuenta historias de otra ciudad. Si al menos hubiese música. Rojo. Amarillo. El verde los dispara a todos. Nadie se queda quieto. De la moto miran y dicen algo que no escucha. Con un gesto mecánico toca el seguro, pero el auto es de los que cierra automáticamente las cuatro puertas. Siempre pensó que ennegrecer los vidrios era de chanta de la política o del gremialismo. Ahora ve que lo observan de fuera y advierte el error. Un auto deportivo, con jóvenes seguramente, los pasa demasiado rápido.

Se pone a calcular la distancia hasta el otro semáforo. Se tienta, quisiera decirle a su mujer que regule la velocidad para cruzarlo en verde, sin detención posible. No lo hace. Recuerda que su hija le confesó que no habla con el celular de alta gama por la calle y que el gallego narró las desventuras de su mujer, con la ventanilla abierta, la cartera perdida, con todos los documentos y la motocicleta de los manoteadores que, además, le amorataron un pómulo. Y la cajera, que se hace acompañar por su esposo para tomar el colectivo a las 6 de la mañana. Tres veces le quitaron la cartera. Tres veces. Antes bromeaba. La inseguridad es una sensación sensacional, solía decir. Solía. La mente archiva y dispara cuando quiere. Las vecinas del segundo, con la puerta abierta a patadas. La amiga de su hija y un cuchillo. La denuncia es inútil, señorita, dijeron en la seccional. El tío de su amigo Tony, robado al salir del banco.

El gallego que da vueltas y vueltas y no abre el portón de la cochera si hay peatones en la cuadra. Su mujer comenta algo de volver a reunirse y piensa, sin dudar, en un asado en su casa. Recuerda el susto de Silvia Martha en el negocio, el 24 a la tarde, cuando le robaron la recaudación del día y una valija de mercadería. Pleno centro. No hay lugar para cerrar los ojos. Ni tiempo. Llegan, estacionan, bajan, suben. Desconectan la alarma. Suena el teléfono. Es Tony, la mujer de Tony que dice que llegó bien y que ella llama por pedido de su marido, que es un miedoso bárbaro que pide saber cómo llegaron. Bien. Bien. Bien. Mandale un beso.

Tony es de su barrio. Cuando eran jóvenes volvían de los bailes del club a las tres de la mañana, horario riguroso. Caminaban. Silbaban por la vereda. No sabe cómo resolver la pregunta con la que se acuesta. Qué pasó.

Parece demasiado decir terror urbano. Miedo es la palabra. El miedo urbano. Sabe la respuesta si se queja. A todos les pasa lo mismo Sabe su réplica. Las pestes contagian a muchos y siguen siendo malas. Su mujer, a su lado, respira acompasadamente. La envidia, a él, esta noche, le costará dormirse.