El maestro nunca afloja
*Por Alejandro Iglesias. Una tendinitis quería doblegarlo, pero no había caso. Estaba allí, como todos los días y con sus ya casi 86 años a cuestas, a la sombra de un ring.
En una siesta santafesina, el maestro Amílcar Brusa, el que tuvo que andar por otros rumbos (Estados Unidos, Colombia, Venezuela) porque Juan Carlos Tito Lectoure le cerró las puertas, el hacedor de 14 campeones mundiales, el que ingresó al Salón de la Fama en Nueva York, dialogó con EL DIARIO, una tarde de septiembre de 2008, como tantas otras veces.
La excusa era una próxima pelea de su pupilo, el santiagueño Diego Díaz Gallardo, quien expondría su título argentino Súper Welter ante Ulises Cloroformo López, en una velada que se llevó a cabo en la noche del sábado 11 de octubre en el Atlético Echagüe Club.
En un gimnasio modernamente equipado, al legendario Brusa no hacía falta preguntarle en forma de entrevista, sólo había que escucharlo.
"Si yo transito con éxito por el mundo hoy, se lo debo a mis 14 campeones mundiales, y sobre todo, a un grande que se llamó Carlos Monzón", sentenció el gran maestro que falleció ayer en Santa Fe a los 89 años. Aseguraba que su método de entrenamiento era absolutamente empírico, era un autodidacta con una aguda capacidad de análisis, creatividad y sentido de la oportunidad para diseñar estrategias.
"Yo no inventé el boxeo, lo que sí toda mi vida fui muy observador", decía con una humildad sincera, sin falsa modestia. "Fui aprendiendo en todos los lugares que estuve. Además, no me perdía ninguna de las Convenciones. Así, por ejemplo, el trabajo de bolsa lo saqué de los ucranianos; el desplazamiento, de los negros. Te cuento una, todos mis pupilos peleaban lanzando el 1-2, pero quedaban algo desprotegidos para una contra. Pero una vez vi a unos boxeadores olímpicos que tiraban el 1-2-3, que se usa actualmente y que suma un golpe más", le confesó al cronista.
Sin dejar de mirar lo que pasaba a su alrededor, ilustraba: "Fijate, ese trabajo que hacen con la bolsa es para aumentar el número de golpes que deberían tirar cuando pelean. Aquí, posiblemente, lanzando unos 30 golpes podés llegar a ganar un combate, en cambio en Estados Unidos eso es imposible. Por eso la idea es que estén preparados para tirar unos 400 golpes". Seguía la conversación sin perderse un detalle de la rutina de sus pupilos.
Su experiencia y sus logros eran su principal capital. Había militado como aficionado, desde muy joven, en la categoría pesado.
Antes de cumplir 26 años contaba ya con 30 encuentros y un título resonante: campeón del certamen Guantes de Oro. Conocía también el dolor de la derrota, pues había sufrido tres traspiés, dos de ellos ante Rafael Iglesias, medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres en 1948.
Curtido en esas lides, no daba jamás la mínima ventaja. Con la cordialidad que lo caracterizaba, se mostraba esquivo a la hora de detallar virtudes y defectos de sus dirigidos. Sobre el rival que enfrentaría Cloroformo López, dijo apenas era un boxeador que desde que estaba bajo su tutela había "progresado". Agregó, ante la insistencia del cronista, que Díaz Gallardo había aprendido a defenderse mejor, que pese a contar con muy pocas peleas había perfeccionado con sus desplazamientos, lo que hacía con soltura como "para poder ser ofensivo en el momento justo".
Sólo eso.
Después buscó cambiar el rumbo de la conversación.
La presencia de un entrerriano en plena sesión de guanteo le vino como anillo al dedo para explayarse sobre lo mucho que se puede aprender cuando se tiene la aptitud y la disposición mental para entrenar duro. Señalando al nogoyaense, Javier Cirujano Ojeda, que cruzaba golpes con un compañero a pocos metros de donde se realizaba el reportaje, explicó con orgullo y una pizca de inocente malicia: "Allí tenés un ejemplo. Vos te vas a sorprender pero cuando Ojeda vino aquí peleaba como si fuera un árbol. No se movía y recibía muchos golpes inútilmente. Ahora está mejorando".