El ladrido de Vargas Llosa
* Por Silvia Hopenhayn. Las novelas de iniciación suelen nutrirse de la experiencia escolar de los escritores. Tienen el frescor del primer paso y la gravedad del hundimiento.
Las tribulaciones del estudiante Törless , de Robert Musil; Retrato del artista adolescente , de James Joyce; Infancia , del premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee son, en gran parte, novelas del colegio, y en todas colisionan el impulso a gozar con la represión institucional. Esto se hace aún más evidente y ejemplar en las dos primeras de Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros y la más breve Los cachorros .
En ambas aflora un tufillo de resarcimiento y alivio. Como si hubiera que vaciar el tintero de la escritura impuesta para devenir autor. De allí que prevalezca un cambio notable entre las novelas de iniciación y las siguientes. Una vez inmerso en los recuerdos de sumisión y aprendizaje, pareciera que el escritor logra dejar atrás la necesidad de enfrentarse con el aparato opresivo de la narrativa institucional y crea su propia máquina de narrar.
Pero si al decir de Bernard Shaw, "la educación se termina cuando comienza el colegio?" ¿qué comienza entonces con el colegio? En este caso queda claro: el ladrido.
Vargas Llosa hizo ladrar a sus personajes -incluso gemir- con el intento de amansar la lengua. Como Cuéllar en Los Cachorros o El Jaguar en La ciudad y los perros . En esta última novela, ser perro forma parte de un ritual de iniciación. Por lo menos en el colegio Leoncio Prado (al que él mismo asistió durante un breve período de tiempo), donde a los cadetes de tercer año los tildan de canes. Se deviene perro para lamer la mano de quien te hace hombre. Así, en el capítulo II, Ricardo Arana, apodado "El Esclavo", inaugura su naturaleza perruna, "ante diez rostros que le impedían ver el techo" y lo obligaban a cantar cien veces "soy un perro" con ritmo de corrido mexicano, de bolero, mambo y vals criollo, para someterlo finalmente a un interrogatorio:
-¿Usted es un perro o un ser humano? -preguntó una voz.
-Un perro, mi cadete.
-Entonces, ¿qué hace de pie?
En la novela, los perros conviven con suboficiales, brigadieres, tenientes, coroneles y el Capitán, y se traicionan a sí mismos. Hasta las víctimas son culpables, como el mismo "Esclavo", que se hace matar por un compañero, supuestamente por falta de compañerismo.
El miedo y la risa, dos caras de la misma moneda, circulan en el Leoncio Prado como valor de cambio. Te doy miedo, me das risa. Pero también hace falta que alguien dé letra. Alberto Fernández, apodado "El Poeta" - á lter ego del autor-, escribe novelitas porno o cartas de amor por encargo y es el único que llora en vez de ladrar. Llora por la muerte del "Esclavo". Denuncia al culpable. Deja de escribir y, sin embargo, él también es un traidor al haberle quitado la novia al "Esclavo", que ni muerto se dio por enterado.
En estas historias de primeros mordiscos, de castas y castigos, el Premio Nobel Vargas Llosa da cuenta de la soledad de los compañeros y de la lengua como compañera de ruta de la soledad.
En el mundo de los egresados, ¿habrá otra forma que no sea el ladrido para enunciar la disidencia?