El kelper
*Por Carlos La Rosa. Puede haber muchas razones para no votar al oficialismo nacional en las próximas elecciones, pero hasta ahora no hay ni una sola razón para votar a ninguna de las variantes opositoras.
Para colmo, nos estamos quedando sin variantes opositoras porque todas ellas, en vez de intentar buscar aunque sea una sola razón que las haga merecedoras de ser votadas, lo único en que están ocupadas es en aliarse entre sí a ver si juntas son más que solas. Pero es bien sabido que cero más cero no da uno ni dos ni tres, sino solamente cero.
El estallido de los partidos. Esta anómala situación, la de una democracia sin opositores, está cambiando dramáticamente el mapa político argentino, pero eso no viene de ahora sino que es un efecto más de la crisis de 2001, cuando los partidos políticos estallaron y no se recuperaron más.
Así, las elecciones de 2003 fueron una interna entre tres variantes justicialistas versus dos individualidades escindidas de la UCR. Luego, en los comicios de 2007 el partido de gobierno derrotó a una señora sola (Lilita Carrió) y a un radicalismo que para no salir sexto como en 2003 decidió colgarse de la candidatura de un ex ministro de Kirchner, logrando la hazaña de salir... tercero.
Esas situaciones parece que tampoco cambiarán en las elecciones de 2011. Será, otra vez, el oficialismo contra nadie. Y decimos bien, el oficialismo, no el justicialismo ni el peronismo ni el Frente para la Victoria.
La estatización de la política. Lo que ocurrió es que la principal estatización que hicieron los gobiernos K no fue ni las AFJP, ni Aerolíneas, ni el fútbol, ni las empresas públicas de las que huyeron sus concesionarios europeos. No, la más grande estatización de todas fue la de la política, actividad eminentemente social, civil, ciudadana.
"La política, del griego politikós (ciudadano, civil, relativo al ordenamiento de la ciudad), es la actividad humana que tiende a gobernar o dirigir la acción del Estado en beneficio de la sociedad", eso dicen los diccionarios, como también dicen que "En Grecia surgió la democracia como doctrina política en la que el pueblo intervenía y participaba del gobierno. Coincidieron en que todo asunto del Estado era asunto de los ciudadanos".
Eso es lo que hoy está en cuestión en la Argentina, no la democracia sino su pertenencia, porque la política pasó a ser propiedad del Estado, en vez de que el Estado sea propiedad de la sociedad. Y la culpa no es atribuible específicamente a políticos o ciudadanos, sino a un clima de anarquía y despolitización latentes que aún no superamos.
El desierto de la política. Ante una sociedad despolitizada, ya sea por indiferencia hacia la política o desprecio hacia los políticos, los partidos como expresión de participación ciudadana se vaciaron de contenidos.
En el desierto de la política abandonada por la mayoría de los ciudadanos, sólo quedan en pie las dos grandes estructuras del PJ y de la UCR como casonas vacías que cobijan a hombres sin ideas, pero que al menos les ofrecen un refugio del cual carecen los que sin partido pretenden crear uno nuevo, pero que inevitablemente terminan falleciendo de sed y hambre, vencidos por el sol del desierto. Unos -los refugiados-, sobreviviendo en la nada; otros -los sin refugio-, muriendo achicharrados.
La experiencia ha demostrado que -al menos en la Argentina actual- las individualidades no pueden suplantar a los partidos ni tampoco crear nuevos. Por eso sólo quedan en pie los viejos partidos, pero sólo formalmente porque lo único con "poder" político es el Estado, que garantiza un mínimo orden frente a la anarquía latente pero no garantiza el progreso, la evolución del sistema democrático; más bien tiende a garantizar su involución de seguir como estamos.
Frente a eso, el mapa político que se está gestando es el de un inmenso espacio oficialista conformado por peronistas de todos los colores, aliados de aún más colores y opositores locales gobernando provincias o municipios que deberán demostrar aún más lealtad que los peronistas o sus aliados si quieren sobrevivir dentro de un sistema donde el poder central maneja y distribuye como se le canta casi todos los recursos económicos.
Un enorme escenario estatal donde la sociedad es sólo espectadora de un espectáculo que, además, casi no tiene rating. Y no se trata de que un poder autoritario se haya apropiado de la política quitándosela a la sociedad, sino que la política ha dejado de interesarle a la sociedad, excepto a la parte de la sociedad que vive de la política. La política no se estatizó porque se la expropiaron a la sociedad, sino porque la sociedad la abandonó y entonces las burocracias estatales la han hecho suya sola.
"El Estado soy yo" (Néstor Kirchner). El abandono del ring por parte de Julio Cobos es sólo uno más entre muchos, porque todos los opositores se están bajando, ya que nadie encuentra un espacio fuera de la interna oficial, el único sitio posible donde hacer política o algo que se le parezca. Ese espacio monopólico para hacer política, este "nuevo" Estado sin opositores, es una creación original de Néstor Kirchner.
El ex presidente supo darle una respuesta adecuada al "que se vayan todos", no la mejor pero sí la única que se dio: ante la apatía y la bronca social frente a la política y los políticos, Kirchner concentró todo el poder político en sus solas manos. El Estado fue él y sólo él.
Nobleza obliga, no es que él no haya intentado una salida a esta situación, por el contrario, desde el primer momento buscó alternativas al bipartidismo vacío (desde el transversalismo a la concertación) pero fracasó como todos los que lo intentaron. Y triunfó en lo único que acepta la sociedad: que el Estado sea el único que se ocupe de la política para que al menos se evite la anarquía. Vale decir, la sociedad anarquizada y despolitizada acepta a regañadientes un poder político estatizado, a cambio de que le garantice un cierto orden, para ellos seguir odiando a esos que les garantizan cierto orden.
Cobos, el político no político. Sin embargo, a inicios de la presidencia de Cristina Fernández eso comenzó a cambiar. En particular a partir del estallido del campo, donde el principal emergente de ese fenómeno fue el vicepresidente Julio Cobos.
Si las elecciones a presidente hubieran ocurrido en aquellos tiempos, Cobos hubiera resultado elegido casi sin dudas. Es que la mayoría de la sociedad encontró en él la única expresión política alternativa al kirchnerismo en la cual depositar su confianza.
Eso no se debió tanto a su voto ni a sus ideas ni propuestas, sino a que Cobos fue el político ideal para épocas despolitizadas: un político "como la gente", vale decir un político que despreciaba a los partidos (en menos de un año batió el récord de romper primero con uno y después con el otro) y que no parecía pensar con la lógica de los políticos, sino casi todo lo contrario.
Parecía ser tan indiferente a la política y a los políticos como lo era la mayoría de la sociedad (y en política "parecer" suele ser más importante que ser). Eso enamoró a la sociedad (no sólo a las clases medias, como dicen los K) porque parecía uno de los suyos en un terreno que ya no consideraban más suyo.
Era el hombre que les proponía a los argentinos una política sin políticos y, casi casi, sin política. Una utopía tan imposible como "el que se vayan todos", pero creíble para el imaginario social de este tiempo.
Cobos haciendo política. El problema es que para hacer política, aunque sea política "no política", hay que recurrir a armas políticas, y lo único que se tiene aparte del Estado, son los partidos, esas casonas vacías pero únicas viviendas existentes en el desierto. Hacia allí entonces avanzó Cobos. Y así le fue.
Los radicales lo recibieron bien, pero en realidad lo único que querían de él eran sus potenciales votos, como antes con Lavagna. Sabedor de esa realidad, Cobos nunca quebró lanzas con su estilo "líbero" que volvía locos a los partidócratas radicales. Siempre se imaginó junto a De Narváez o a quien lo pudiera acompañar para ganar, sin prurito ideológico o resquemor partidario alguno. Como la "gente".
Además, Néstor Kirchner no se cansó de odiarlo desde el mismo instante de su voto. Jamás fue capaz ni siquiera de matarlo con la indiferencia, que era lo políticamente aconsejable. Lo quería matar aunque le fuera la vida en ello. Por eso, en su entierro, se le negó a Cobos el saludo final y sus dolientes lo insultaron más a él de lo que lloraron al presidente muerto. La prédica de Kirchner había prendido masivamente entre los suyos. Incluso ahora, que se baja de su ambición presidencial, el principal encuestólogo oficial así lo amenaza: "Hasta pronto. Donde vayas te iremos a buscar. Vos también lo mataste a Néstor", en una clara tentativa "comunicacional" para alimentar el odio K hacia Cobos como un arma más de la reelección presidencial, como otro argumento a favor del Néstor mitificado y endiosado.
No obstante, mientras era sólo el oficialismo el que insultaba a Cobos, eso le sumaba a su creciente prestigio. No sólo era el menos político de los políticos sino el enemigo del más poderoso de los políticos. Imbatible por donde se lo viera.
Principio del fin de Cobos. Desde los comicios de junio de 2009 (o imperceptiblemente desde la muerte de Raúl Alfonsín en marzo de 2009), todo comenzó a cambiar.
Es que así como la derrota es huérfana, la victoria tiene demasiados padres y de ese triunfo legislativo no sólo todos los opositores se creyeron autores, sino que también todos se colocaron anticipadamente la banda presidencial de 2011, sin dudar ni por un instante que ella sólo sería para uno de ellos, jamás de los jamases para el oficialismo.
Lo que hicieron entonces fue lo previsible... previsible para quienes piensan más en los cargos que en el poder: en vez de seguir enfrentando a Kirchner (¿total, para qué si ya estaba nocaut?) decidieron romper las alianzas con las que le ganaron y pelearse todos contra todos. Y todos juntos contra Julio Cobos, el único que hasta ese entonces le podría haber ganado al oficialismo.
No es que lo atacaran por sus pecados anteriores, lo atacaban porque era el rival más peligroso para el resto de los opositores. De lo que se trataba era de nivelar para abajo. El tan famoso dicho gauchesco: "Acá naide es más que naides".
Los radicales no le podían decir traidor otra vez a Cobos porque lo habían perdonado, pero ya no estaban tan contentos de haberlo perdonado. Además, desde la muerte de Raúl Alfonsín, la sociedad se olvidó de lo poco que lo quería últimamente al líder radical y se acordó de lo mucho que lo quiso ayer. Y así pasó, legítimamente, a la historia. Pero su herencia principal no quedó en manos de Cobos, sino de quien se le parecía más, su hijo Ricardo, la persona que más hacía recordar a su padre revalorizado. Un nuevo fenómeno "no político" surgía para competir con Cobos.
Mientras las posibilidades de ganar eran grandes, los radicales mantuvieron a los dos, Cobos y Alfonsín, en el podio de largada, pero cuando las posibilidades menguaron mucho (después de la muerte de Néstor, cuando Cristina no sólo recibió su herencia sino que la multiplicó en popularidad), decidieron que mejor era partido unido que triunfo discutido. Por eso Ricardo es el nuevo líder de la élite radical, con internas o sin ellas, con primarias o sin ellas. Porque lo sienten suyo como jamás sintieron ni sentirán a Cobos. Y cuando todo parece perdido, al menos la identidad merece ser salvada.
La hora de los herederos. Cobos dice sentirse como un kelper, y tiene toda la razón, pero el caso es que ya no le es útil a la clase política, esa que él siempre se encargó de despreciar en general y ella de odiarlo a él en particular. Al cual más que "traidor" a secas consideran traidor a la clase entera.
Antes de las muertes de Raúl Alfonsín y de Néstor Kirchner, Cobos era el único político posible de ser votado por razones no políticas, como quería la sociedad despolitizada. Luego de la muerte de ambos líderes, hay dos políticos más para ser votados por razones no políticas, sino sentimentales: el hijo de Raúl y la esposa de Néstor.
Así como a Cobos los argentinos despolitizados lo quisieron porque se les parecía, a Cristina y a Ricardo los quieren porque les hacen recordar a los otros únicos políticos a quienes los argentinos despolitizados quieren: los que se mueren.