Política
El inaceptable relato oficial sobre los 70
Que una reivindicación acrítica y apologética del accionar de Montoneros sea homologada por el gobierno implica manipulación política, defección intelectual, involución de las conciencias e incluso un cómodo refugio en un maniqueísmo que permite eludir responsabilidades.
Extraído de Infobae.
Por Claudia Peiró.
No es la primera vez que un familiar de una víctima de la dictadura reivindica a las organizaciones armadas, como lo hizo Lita Boitano con Montoneros en el acto por el Día de los Derechos Humanos el último 10 de diciembre. En el pasado, Hebe de Bonafini criticó al Museo de la Memoria porque no exhibía los fusiles FAL de sus hijos; en otra ocasión, una referente de Abuelas se negó a criticar a Firmenich con el argumento de que había sido “compañero” de militancia de su hija.
Que las madres, llevadas por el deseo de levantar la memoria de sus hijos, asimilen ese recuerdo a la exaltación de las organizaciones armadas, puede entenderse. Admitir que los “comandantes” de esa guerrilla fueron en buena medida responsables de la muerte de sus hijos por su vanguardismo delirante y su militarismo suicida sería demasiado doloroso.
Pero a esta altura de la historia, que una reivindicación acrítica y apologética del accionar de los Montoneros sea homologada como historia oficial por las autoridades de turno implica manipulación política, defección intelectual, involución de las conciencias e incluso un cómodo refugio en un maniqueísmo que permite eludir responsabilidades.
A los funcionarios del Gobierno este montonerismo de salón -que a diferencia del de los 70 es de riesgo cero- les permite remozarse con una pátina revolucionaria pour la galerie. Del daño que esta versión tergiversada de la historia puede causar en las jóvenes generaciones y en la sociedad en general, ellos no se hacen cargo.
Pero los sobrevivientes de aquella experiencia tienen el deber de transmitir a las nuevas generaciones una versión reflexiva y honesta de los hechos, que no oculte el rol de las organizaciones armadas en el crescendo y en la banalización de la violencia que precedió al golpe del 76 y a la represión ilegal.
Que no pueda equipararse la responsabilidad de quienes desde el aparato del Estado desataron una represión inhumana no absuelve a los jefes guerrilleros que llevaron adelante, con llamativa insistencia, una política funcional al exterminio de su propia tropa por la dictadura.
Sin embargo vemos cómo, contra lo que se proclama, el paso del tiempo no ha profundizado en la verdad sino que ha traído una terrible simplificación del relato, que acaba por nublarla. La honestidad intelectual en el debate sobre la violencia de los años 70 -salvo contadas excepciones- brilla por su ausencia y ha dado lugar a un alarmante reduccionismo y a la fijación de un credo respecto del cual toda crítica se vuelve sacrílega.
Es cierto, como dijo Lita Boitano, que el grueso de los desaparecidos que pasó por la ESMA pertenecía a Montoneros y a sus “frentes” -JP, JUP, etc-, o tenía algún vínculo con esas organizaciones.
Pero es injustificable que al día de hoy se considere meritorio que esa organización haya tenido miles de bajas, casi un signo de éxito; que se acepte sin crítica ni condena que jefes supérstites de esa guerrilla se jacten de haber puesto “muchos muertos”, porque parte de la verdad que se oculta es que en buena medida esa masacre fue resultado de la misma política de las organizaciones, del militarismo demencial y suicida, de una estrategia que suplantó la política por las armas.
La Memoria podrá tener su día en el almanaque, pero ello no ha contribuido a una mejor comprensión de los sucesos que llevaron al golpe de Estado del 1976. Por el contrario, asistimos a una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate.
Convencidos quizás de que los indecibles horrores cometidos por la dictadura justifican retroactivamente su accionar, muchos protagonistas de aquella época guardan un conveniente silencio, y hasta se atreven a erigirse en jueces de acontecimientos de los que fueron partícipes necesarios.
En la misma línea se inscribe el ocultamiento de las disidencias que por aquellos años alertaron de los errores, de voces que, de haber sido escuchadas, hubieran permitido salvar muchas vidas. El homenaje constante a Rodolfo Wlash, cuadro montonero muerto en combate en marzo de 1977, es directamente proporcional al mutis sobre sus lapidarias críticas a la estrategia de la conducción de Montoneros, con la cual el escritor y periodista se aprestaba a romper.
Repasemos algunos de los cargos que Walsh le hacía a la cúpula montonera: “Después del 24 de marzo del 76, decidimos que las armas principales del enfrentamiento eran militares”. “Nuestras armas también son violatorias de las convenciones internacionales”, avisaba. “La ejecución indiscriminada de policías veda toda forma de acción política interna”, les advertía, recordando de paso una de las “líneas de acción” que elaboraba la jefatura montonera.
“Falta una autocrítica en serio -escribió también Walsh-, porque nosotros dijimos en 1974, cuando murió Perón, que queríamos el golpe para evitar la fractura del pueblo y, en 1975, que las armas principales del enfrentamiento serían las militares”. Párrafo que confirma que la estrategia de Montoneros fue “cuanto peor, mejor”: no sólo no buscaron evitar el golpe, sino que lo promovieron con acciones como el asalto al cuartel de Formosa en octubre de 1975, durante el gobierno constitucional de Isabel Perón.
Walsh también propuso que Montoneros ofreciera una tregua, que abandonara la lucha armada y dejara a sus militantes en libertad de acción para replegarse, dispersarse y dedicarse a la poca acción política que se pudiera desarrollar, a la espera de que las circunstancias políticas cambiaran. Es decir, dejar el militarismo y el vanguardismo que llevaban al aislamiento político y a la exposición constante a la que sometía la organización a sus cuadros al forzarlos a un funcionamiento de aparato altamente peligroso.
Lo doloroso es admitir que, de haber seguido la línea que proponía Walsh, se hubieran salvado muchísimas vidas. Es mejor no decirlo, callar, acomodarse a la tergiversación de la historia. Incluso, poco a poco, llegar al descaro de reivindicar hasta los errores más imperdonables.
Una colaboradora de la vicepresidente se jactó recientemente del enfrentamiento con Perón. El primer paso hacia un aislamiento político suicida, que luego fue prolijamente completado por la cúpula montonera, facilitando el exterminio de sus militantes por el enemigo que decían estar enfrentando. La agrupción juvenil se llama La Cámpora, casi una reincidencia; y en el aniversario del asesinato de Rucci, la evocación de Agustín Tosco: una provocación póstuma...
Pero si hay un hecho en el cual se refleja esta impostura histórica de un modo flagrante es en el acercamiento a la dictadura cubana, operado por el kirchnerismo en los últimos años. Y esto por dos motivos.
Primero porque es la admisión -y reivindicación- de que el vanguardismo montonero, desconociendo la idiosincrasia del pueblo argentino, aspiraba a ese modelo de igualitarismo extremo que era el del castrismo -por eso se enfrentó al proyecto de Perón- y que inexorablemente lleva al totalitarismo, a la censura y al aplastamiento de toda disidencia.
En segundo lugar, porque el castrismo fue el principal soporte de la dictadura argentina de 1976 en Naciones Unidas, en cuya Comisión de Derechos Humanos, ambos regímenes intercambiaban favores y se cubrían las espaldas. Fidel Castro se encargaba, por orden de Moscú, de movilizar los apoyos de todo el bloque Socialista y de los afines del Movimiento de No Alineados para impedir cualquier intento de condena internacional a la dictadura de Videla. Y este respaldo fue particularmente activo -y eficaz- en los años en que más crímenes de Estado se cometieron en la Argentina.
Una de las consecuencias del relato de hoy es que con ese cómplice de Videla que fue Fidel Castro se abrazaron y fotografiaron sonrientes varias representantes de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, algunas de ellas muy proclives a ponerle la etiqueta de genocida a cualquiera, además de varios funcionarios kirchneristas, de la Vicepresidente para abajo.
A diferencia de la mayoría de los que hoy los reivindican discursivamente, por moda, por pose, por acomodarse al viento que sopla y que creen los impulsará en su ambición personal, el compromiso de los jóvenes de los 70 era tan serio y profundo como el riesgo de vida que corrían. La pérdida en términos humanos que implicó la represión y, más en general, toda la violencia de aquella etapa, es en buena medida irreparable y ha dejado heridas profundas en la Nación que algunos se empeñan en mantener abiertas.
Por Claudia Peiró.
No es la primera vez que un familiar de una víctima de la dictadura reivindica a las organizaciones armadas, como lo hizo Lita Boitano con Montoneros en el acto por el Día de los Derechos Humanos el último 10 de diciembre. En el pasado, Hebe de Bonafini criticó al Museo de la Memoria porque no exhibía los fusiles FAL de sus hijos; en otra ocasión, una referente de Abuelas se negó a criticar a Firmenich con el argumento de que había sido “compañero” de militancia de su hija.
Que las madres, llevadas por el deseo de levantar la memoria de sus hijos, asimilen ese recuerdo a la exaltación de las organizaciones armadas, puede entenderse. Admitir que los “comandantes” de esa guerrilla fueron en buena medida responsables de la muerte de sus hijos por su vanguardismo delirante y su militarismo suicida sería demasiado doloroso.
Pero a esta altura de la historia, que una reivindicación acrítica y apologética del accionar de los Montoneros sea homologada como historia oficial por las autoridades de turno implica manipulación política, defección intelectual, involución de las conciencias e incluso un cómodo refugio en un maniqueísmo que permite eludir responsabilidades.
A los funcionarios del Gobierno este montonerismo de salón -que a diferencia del de los 70 es de riesgo cero- les permite remozarse con una pátina revolucionaria pour la galerie. Del daño que esta versión tergiversada de la historia puede causar en las jóvenes generaciones y en la sociedad en general, ellos no se hacen cargo.
Pero los sobrevivientes de aquella experiencia tienen el deber de transmitir a las nuevas generaciones una versión reflexiva y honesta de los hechos, que no oculte el rol de las organizaciones armadas en el crescendo y en la banalización de la violencia que precedió al golpe del 76 y a la represión ilegal.
Que no pueda equipararse la responsabilidad de quienes desde el aparato del Estado desataron una represión inhumana no absuelve a los jefes guerrilleros que llevaron adelante, con llamativa insistencia, una política funcional al exterminio de su propia tropa por la dictadura.
Sin embargo vemos cómo, contra lo que se proclama, el paso del tiempo no ha profundizado en la verdad sino que ha traído una terrible simplificación del relato, que acaba por nublarla. La honestidad intelectual en el debate sobre la violencia de los años 70 -salvo contadas excepciones- brilla por su ausencia y ha dado lugar a un alarmante reduccionismo y a la fijación de un credo respecto del cual toda crítica se vuelve sacrílega.
Es cierto, como dijo Lita Boitano, que el grueso de los desaparecidos que pasó por la ESMA pertenecía a Montoneros y a sus “frentes” -JP, JUP, etc-, o tenía algún vínculo con esas organizaciones.
Pero es injustificable que al día de hoy se considere meritorio que esa organización haya tenido miles de bajas, casi un signo de éxito; que se acepte sin crítica ni condena que jefes supérstites de esa guerrilla se jacten de haber puesto “muchos muertos”, porque parte de la verdad que se oculta es que en buena medida esa masacre fue resultado de la misma política de las organizaciones, del militarismo demencial y suicida, de una estrategia que suplantó la política por las armas.
La Memoria podrá tener su día en el almanaque, pero ello no ha contribuido a una mejor comprensión de los sucesos que llevaron al golpe de Estado del 1976. Por el contrario, asistimos a una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate.
Convencidos quizás de que los indecibles horrores cometidos por la dictadura justifican retroactivamente su accionar, muchos protagonistas de aquella época guardan un conveniente silencio, y hasta se atreven a erigirse en jueces de acontecimientos de los que fueron partícipes necesarios.
En la misma línea se inscribe el ocultamiento de las disidencias que por aquellos años alertaron de los errores, de voces que, de haber sido escuchadas, hubieran permitido salvar muchas vidas. El homenaje constante a Rodolfo Wlash, cuadro montonero muerto en combate en marzo de 1977, es directamente proporcional al mutis sobre sus lapidarias críticas a la estrategia de la conducción de Montoneros, con la cual el escritor y periodista se aprestaba a romper.
Repasemos algunos de los cargos que Walsh le hacía a la cúpula montonera: “Después del 24 de marzo del 76, decidimos que las armas principales del enfrentamiento eran militares”. “Nuestras armas también son violatorias de las convenciones internacionales”, avisaba. “La ejecución indiscriminada de policías veda toda forma de acción política interna”, les advertía, recordando de paso una de las “líneas de acción” que elaboraba la jefatura montonera.
“Falta una autocrítica en serio -escribió también Walsh-, porque nosotros dijimos en 1974, cuando murió Perón, que queríamos el golpe para evitar la fractura del pueblo y, en 1975, que las armas principales del enfrentamiento serían las militares”. Párrafo que confirma que la estrategia de Montoneros fue “cuanto peor, mejor”: no sólo no buscaron evitar el golpe, sino que lo promovieron con acciones como el asalto al cuartel de Formosa en octubre de 1975, durante el gobierno constitucional de Isabel Perón.
Walsh también propuso que Montoneros ofreciera una tregua, que abandonara la lucha armada y dejara a sus militantes en libertad de acción para replegarse, dispersarse y dedicarse a la poca acción política que se pudiera desarrollar, a la espera de que las circunstancias políticas cambiaran. Es decir, dejar el militarismo y el vanguardismo que llevaban al aislamiento político y a la exposición constante a la que sometía la organización a sus cuadros al forzarlos a un funcionamiento de aparato altamente peligroso.
Lo doloroso es admitir que, de haber seguido la línea que proponía Walsh, se hubieran salvado muchísimas vidas. Es mejor no decirlo, callar, acomodarse a la tergiversación de la historia. Incluso, poco a poco, llegar al descaro de reivindicar hasta los errores más imperdonables.
Una colaboradora de la vicepresidente se jactó recientemente del enfrentamiento con Perón. El primer paso hacia un aislamiento político suicida, que luego fue prolijamente completado por la cúpula montonera, facilitando el exterminio de sus militantes por el enemigo que decían estar enfrentando. La agrupción juvenil se llama La Cámpora, casi una reincidencia; y en el aniversario del asesinato de Rucci, la evocación de Agustín Tosco: una provocación póstuma...
Pero si hay un hecho en el cual se refleja esta impostura histórica de un modo flagrante es en el acercamiento a la dictadura cubana, operado por el kirchnerismo en los últimos años. Y esto por dos motivos.
Primero porque es la admisión -y reivindicación- de que el vanguardismo montonero, desconociendo la idiosincrasia del pueblo argentino, aspiraba a ese modelo de igualitarismo extremo que era el del castrismo -por eso se enfrentó al proyecto de Perón- y que inexorablemente lleva al totalitarismo, a la censura y al aplastamiento de toda disidencia.
En segundo lugar, porque el castrismo fue el principal soporte de la dictadura argentina de 1976 en Naciones Unidas, en cuya Comisión de Derechos Humanos, ambos regímenes intercambiaban favores y se cubrían las espaldas. Fidel Castro se encargaba, por orden de Moscú, de movilizar los apoyos de todo el bloque Socialista y de los afines del Movimiento de No Alineados para impedir cualquier intento de condena internacional a la dictadura de Videla. Y este respaldo fue particularmente activo -y eficaz- en los años en que más crímenes de Estado se cometieron en la Argentina.
Una de las consecuencias del relato de hoy es que con ese cómplice de Videla que fue Fidel Castro se abrazaron y fotografiaron sonrientes varias representantes de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, algunas de ellas muy proclives a ponerle la etiqueta de genocida a cualquiera, además de varios funcionarios kirchneristas, de la Vicepresidente para abajo.
A diferencia de la mayoría de los que hoy los reivindican discursivamente, por moda, por pose, por acomodarse al viento que sopla y que creen los impulsará en su ambición personal, el compromiso de los jóvenes de los 70 era tan serio y profundo como el riesgo de vida que corrían. La pérdida en términos humanos que implicó la represión y, más en general, toda la violencia de aquella etapa, es en buena medida irreparable y ha dejado heridas profundas en la Nación que algunos se empeñan en mantener abiertas.
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