El Gobierno, sin controles
La decisión de los funcionarios de no rendir cuentas al Congreso es otra inexplicable traba, violatoria de la Constitución.
La capacidad del gobierno nacional para imponer su agenda de temas con prescindencia de los intereses de la ciudadanía que no comulga con la política oficial, de cercenar el derecho que asiste a los periodistas de preguntar y ser respondidos por la autoridad y de desconocer fallos judiciales, incluso varios de la Corte Suprema, es por demás preocupante.
El colmo del cercenamiento lo vivieron hace pocos días periodistas acreditados en la Casa Rosada, quienes fueron literalmente encerrados por personal de seguridad para que no accedieran a hablar con la Presidenta cuando se dirigía a inaugurar un patio interno de la sede gubernamental, y también lo padecieron los del Senado durante la discusión de la confiscación de YPF, pues se les impidió tener contacto con el vicepresidente Amado Boudou.
Por sentirse víctimas del mismo síndrome autoritario del Gobierno, legisladores nacionales opositores acaban de denunciar que el Poder Ejecutivo viene desconociendo y hasta ignorando sistemáticamente los pedidos de informes del Congreso y que el jefe de Gabinete incumple su mandato constitucional de rendir cuentas sobre la marcha de la administración central.
Así, el Congreso se ve impedido de ejercer el control de constitucionalidad, indispensable para el funcionamiento de un sistema democrático. Una de las muchas muestras de esa falta de información la conforma el hecho de que ni Alberto Fernández ni Aníbal Fernández ni, ahora, Juan Manuel Abal Medina como jefes de Gabinete hayan concurrido al Congreso a brindar sus informes con la periodicidad a la que están obligados por la propia Constitución: como mínimo, mensualmente y en forma alternativa ante cada una de las Cámaras.
La firme decisión del Gobierno de ignorar las normas destinadas a transparentar su gestión no encuentran otra explicación que la que nace del más absoluto desprecio por las instituciones del país.
No es, como alguna vez se oyó decir a legisladores opositores, que el Gobierno no rinde cuentas porque no tiene capacidad de respuesta. Muy por el contrario, los hechos demuestran que la tiene y en demasía, pero orientada casi exclusivamente al discurso demagógico, a la confrontación patoteril y no de ideas, cuando no al maquillaje de los datos de la realidad tendiente a presentar lo malo como bueno y lo bueno como ejemplar.
Ante la indiferencia del Poder Ejecutivo para con el Congreso, varios legisladores han apelado como alternativa al decreto de acceso a la información, una instancia que el propio Gobierno abrió a toda la ciudadanía. Aun así, los resultados que obtuvieron fueron escasos.
Esta anómala situación provoca que el Parlamento trabaje a ciegas en temas tan determinantes como el control de la ejecución de los gastos presupuestarios de la Nación, de la administración de los fondos de la estatización del sistema de jubilaciones y de la aplicación de la política ambiental. En esos tres casos, igual número de leyes obligan al PE a informar periódicamente al Congreso.
Según un trabajo elaborado por la Fundación Nuevos Valores Legislativos, los pedidos de informes a funcionarios corrieron la misma suerte de desinformación oficial. Ese estudio arrojó que, de los presentados en la Cámara de Diputados entre 2003 y 2011, sólo se aprobó el 17,5 por ciento y de ese porcentaje el PE no respondió una tercera parte. Peor aún, las escasas respuestas llegaron con tanto retraso al Congreso que perdieron actualidad.
Es de destacar también que esta inferioridad de condiciones del Congreso respecto del Poder Ejecutivo no es nueva, pero se ha ido profundizando.
Los legisladores tienen razón en cuanto al peligro que importa carecer del valioso insumo de datos oficiales para su labor como contralor, pero deberían cuestionarse qué cuota de responsabilidad le cabe al Congreso, pues las más de las veces, y no sólo cuando las mayorías parlamentarias responden al gobierno de turno, ha cedido poderes al Ejecutivo, concediendo rápidamente sus reclamos, desechando los mecanismos a su alcance para un mejor control y hasta siguiéndole inexplicablemente el paso en leyes que, como la de la confiscación de YPF, representan otra abierta afrenta a la seguridad jurídica.
Tampoco los legisladores han aprovechado como corresponde los informes de la Auditoría General de la Nación, invalorables fuentes de información que habitualmente el Congreso aprueba sin discutir su contenido y, menos aún, darle seguimiento.
El fortalecimiento de las instituciones es un deber de quienes las integran y de los ciudadanos que, con su voto, deciden su composición. Si el Gobierno ha decidido desoír la ley, están los demás poderes para obligarlo a escucharla. De lo contrario, estarían incumpliendo la gran responsabilidad que a cada uno le corresponde.
El colmo del cercenamiento lo vivieron hace pocos días periodistas acreditados en la Casa Rosada, quienes fueron literalmente encerrados por personal de seguridad para que no accedieran a hablar con la Presidenta cuando se dirigía a inaugurar un patio interno de la sede gubernamental, y también lo padecieron los del Senado durante la discusión de la confiscación de YPF, pues se les impidió tener contacto con el vicepresidente Amado Boudou.
Por sentirse víctimas del mismo síndrome autoritario del Gobierno, legisladores nacionales opositores acaban de denunciar que el Poder Ejecutivo viene desconociendo y hasta ignorando sistemáticamente los pedidos de informes del Congreso y que el jefe de Gabinete incumple su mandato constitucional de rendir cuentas sobre la marcha de la administración central.
Así, el Congreso se ve impedido de ejercer el control de constitucionalidad, indispensable para el funcionamiento de un sistema democrático. Una de las muchas muestras de esa falta de información la conforma el hecho de que ni Alberto Fernández ni Aníbal Fernández ni, ahora, Juan Manuel Abal Medina como jefes de Gabinete hayan concurrido al Congreso a brindar sus informes con la periodicidad a la que están obligados por la propia Constitución: como mínimo, mensualmente y en forma alternativa ante cada una de las Cámaras.
La firme decisión del Gobierno de ignorar las normas destinadas a transparentar su gestión no encuentran otra explicación que la que nace del más absoluto desprecio por las instituciones del país.
No es, como alguna vez se oyó decir a legisladores opositores, que el Gobierno no rinde cuentas porque no tiene capacidad de respuesta. Muy por el contrario, los hechos demuestran que la tiene y en demasía, pero orientada casi exclusivamente al discurso demagógico, a la confrontación patoteril y no de ideas, cuando no al maquillaje de los datos de la realidad tendiente a presentar lo malo como bueno y lo bueno como ejemplar.
Ante la indiferencia del Poder Ejecutivo para con el Congreso, varios legisladores han apelado como alternativa al decreto de acceso a la información, una instancia que el propio Gobierno abrió a toda la ciudadanía. Aun así, los resultados que obtuvieron fueron escasos.
Esta anómala situación provoca que el Parlamento trabaje a ciegas en temas tan determinantes como el control de la ejecución de los gastos presupuestarios de la Nación, de la administración de los fondos de la estatización del sistema de jubilaciones y de la aplicación de la política ambiental. En esos tres casos, igual número de leyes obligan al PE a informar periódicamente al Congreso.
Según un trabajo elaborado por la Fundación Nuevos Valores Legislativos, los pedidos de informes a funcionarios corrieron la misma suerte de desinformación oficial. Ese estudio arrojó que, de los presentados en la Cámara de Diputados entre 2003 y 2011, sólo se aprobó el 17,5 por ciento y de ese porcentaje el PE no respondió una tercera parte. Peor aún, las escasas respuestas llegaron con tanto retraso al Congreso que perdieron actualidad.
Es de destacar también que esta inferioridad de condiciones del Congreso respecto del Poder Ejecutivo no es nueva, pero se ha ido profundizando.
Los legisladores tienen razón en cuanto al peligro que importa carecer del valioso insumo de datos oficiales para su labor como contralor, pero deberían cuestionarse qué cuota de responsabilidad le cabe al Congreso, pues las más de las veces, y no sólo cuando las mayorías parlamentarias responden al gobierno de turno, ha cedido poderes al Ejecutivo, concediendo rápidamente sus reclamos, desechando los mecanismos a su alcance para un mejor control y hasta siguiéndole inexplicablemente el paso en leyes que, como la de la confiscación de YPF, representan otra abierta afrenta a la seguridad jurídica.
Tampoco los legisladores han aprovechado como corresponde los informes de la Auditoría General de la Nación, invalorables fuentes de información que habitualmente el Congreso aprueba sin discutir su contenido y, menos aún, darle seguimiento.
El fortalecimiento de las instituciones es un deber de quienes las integran y de los ciudadanos que, con su voto, deciden su composición. Si el Gobierno ha decidido desoír la ley, están los demás poderes para obligarlo a escucharla. De lo contrario, estarían incumpliendo la gran responsabilidad que a cada uno le corresponde.