El fútbol, crisis de un modelo cultural
* Por Hugo Enrique Sáez A, Profesor Universitario. Un análisis de la crisis actual del fútbol en el mundo, y particularmente en la Argentina.
Desde que el neoliberalismo comenzó a imponerse en diferentes países del mundo, se aplicaron las políticas del Consenso de Washington en materia de reducción de aranceles, desregulación de la economía y privatización de entidades públicas, entre otras.
El Estado cedió así amplios espacios al mercado y se inició una trayectoria en la que se difuminan las identidades nacionales -desvanecimiento reforzado por el auge de intensas migraciones internacionales- y se fortalecieron los logos trasnacionales como símbolos conformadores de la conducta. Las costumbres y los marcos de referencia ética mudan su tradicional apariencia.
"La moral es un árbol que da moras", sentenció el corrupto cacique mexicano Gonzalo N. Santos cuando fue cuestionado por el cinismo con que exhibía sus acciones criminales. Competir a cualquier precio y con cualquier arma es la divisa salvaje que en nuestros días evoca a ese extemporáneo personaje.
De hecho, atravesamos por una fase de la historia en que el deber se subordina al querer como fuente de legitimación del comportamiento humano. Se incita desde los medios el deseo de potenciar el cuerpo a su máxima expresión, siempre y cuando se ajuste al beneficio económico y a la maleable legislación vigente. Precisamente, se discute en varios países la legalización de la droga, supuesto acceso a una realidad alterna.
La crisis del fútbol argentino expresa algo más que una coyuntura difícil del deporte profesional; se refleja en ella la colisión de identidades de base territorial y política con identidades pergeñadas en el espectáculo, que ahora se expanden merced al espacio virtual.
Manuel Castells ha señalado como distintivo de las identidades la relación entre función (podemos decir, la ocupación central de un individuo) y significado (el conjunto de símbolos con que el individuo se identifica en su comunidad).
En la globalización, según el mismo autor, función y significado se separan, es decir, el sujeto no se identifica necesariamente con la función que cumple en la sociedad.
Supongamos que alguien trabaja como cartero pero de noche se viste para salir a bailar cumbia. Se adoptan símbolos -ropa, peinados, gesto corporal- que expresen esta adhesión a fuentes de poder vinculadas con sus ídolos. La identidad proporciona una sensación de poder, de ser como uno quiere, a diferencia de la función subordinada a horarios, patrones, bajos ingresos.
Tendría yo unos seis o siete años. La televisión no había llegado a Mendoza. Tampoco se vendía la gaseosa Coca Cola. A mis amigos y a mí esos productos de consumo nos atraían como íconos de una modernidad lejana, junto con las historietas de Walt Disney. El fútbol lo escuchábamos por radio en la voz de Fioravanti (así se lo conocía a Joaquín Carballo Serantes), que alguna vez se definió diciendo: "Más que un relator, soy un narrador". Con sus narraciones de los partidos aprendimos palabras elegantes: "una defensa abroquelada" remitía a la idea de un ejército bien resguardado, o "una falla garrafal" nos graficaba una acción desafortunada. Los enfrentamientos de los domingos (había fútbol sólo ese día de la semana) adquirían un carácter épico.
El fútbol obedecía a un modelo diferente al de ahora. No había cambios sino que jugaban los once integrantes de cada equipo durante los 90 minutos. Si alguno se lesionaba seguían los diez restantes.
José María Minella, aquel extraordinario número 5 y luego entrenador, describió en alguna ocasión lo que hacía el director técnico de antaño. "¡Muchachos, a jugar!", era la única instrucción. Luego se sentaba en el pasto y no intervenía para nada durante el desarrollo del encuentro.
Los únicos cuadros de provincia en la liga nacional eran Newell's Old Boys y Rosario Central. Por eso, la visita de un club grande a ciudades del interior era un acontecimiento cultural.
Vino River Plate a Mendoza. Mi papá me regaló una auténtica epifanía cuando me llevó al estadio a ver esos monstruos de la época de oro. De la famosa "máquina" sobrevivían entonces Félix Loustau y el mítico Ángel Labruna, mientras que en el medio campo brillaba Néstor "Pipo" Rossi y en el arco se erguía la figura de Amadeo Carrizo.
Si hubieran regido los mismos criterios de hoy día, River habría descendido a la primera B. ¿Por qué? Porque entonces todos sus jugadores tendrían que estar militando en algún equipo de Europa.
En los partidos amistosos sí se permitía la sustitución de jugadores. Ante nuestros azorados ojos se movían los auténticos dioses del Olimpo. En la escuela primaria a la que yo asistía, la mitad de los varones querían ser el 10 de la selección (sociedad del espectáculo); la otra mitad, presidente de la república (sociedad política). Yo vacilaba entre escoger una u otra opción. ¡Qué ingenuos!
Volviendo al partido, en el segundo tiempo se marcharon Labruna y Loustau, y en su reemplazo ingresaron un morochito wing izquierdo y un pibe de 17 años que cuando agarró la pelota con la virtud de un demonio inspirado la gente empezó a preguntar: "¿Quién es ese cabezón?". Uno de los espectadores demostró estar bien informado: "Es un tal Sívori". El morochito se llamaba Roberto Zárate.
Uno. El reciente descenso de River obtuvo espacio en periódicos y revistas de todo el mundo. Dos. El fracaso de la selección argentina en la Copa América ha conmocionado al país y ha generado un debate de alta intensidad. Muchos minimizarán el impacto de ambos hechos, mientras que otros andan exigiendo integrar el representativo nacional con "jugadores argentinos".
Es sintomático. ¿Qué está pasando con esta pasión argentina? Al parecer, la identidad nacional está colisionando con la identidad del espectáculo por obra de la transformación operada en el mercado y en el Estado.
Antes el jugador -por lo general de condición humilde- se formaba en el potrero y de ahí saltaba a algún equipo, sin necesidad de representantes. Ahora los jugadores se sujetan a un proceso de producción desde niños, son detectados por foot hunters profesionales y apenas debutan en la primera ya se están cotizando a escala planetaria.
Federico Vairo, aquel fabuloso zaguero, reveló hace poco que llevó a probarse en River a un muchachito de once años llamado Lionel Messi, pero que no lo contrataron porque otros representantes impusieron sus candidatos aduciendo que el rosarino era de corta estatura.
El fútbol club Barcelona tiene un aparato de producción sofisticado que cubre desde la salud hasta la educación de los discípulos que se forman para integrar las divisiones que compiten en la liga española, o bien para transferirlos a muy buen precio. Además, los reclutan en diferentes países del orbe. Su crecimiento es supervisado con la minuciosidad que se cría al ganado.
En conclusión, el ídolo Messi suscita adhesiones tanto en España como en Japón o China. Inclusive, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se comparó hace algunos días con el número 10 del Barcelona.
Como símbolo, el jugador carga con una fama internacional; por otro lado, su nacionalidad es cuestionada por algunos que le reprochan no saber cantar el himno de su patria. Como se la mire, la queja es absurda pero manifiesta esta ambigüedad de la globalización. El fútbol como empresa está devorando la esencia lúdica de este deporte. Y lo sustituye por la ganancia monetaria. Como en cualquier profesión.