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El fútbol como drama verdadero

*Por Alejandro Mareco.El fútbol es uno de los principales alimentos culturales del pueblo, pero la pelota no es de todos, sino de unos pocos; entre ellos, de los violentos. Alejandro Mareco.

No es la primera vez que un asunto que se resuelve en una cancha de fútbol parece involucrar a casi toda la sociedad, aunque el que se decidirá esta tarde presenta un escenario quizá novedoso. Se trata nada menos de saber si se confirma o no la debacle de River Plate –el club con más campeonatos ganados en la historia del balompié criollo–, si es que Belgrano finalmente le arrebata su lugar en Primera.

Esta posibilidad de que la metáfora de la caída en desgracia del poderoso se concrete da un particular atractivo a la situación y tiene que ver con lo profundo de la seducción que genera el fútbol, que siempre reparte dichas y desdichas más o menos entre los mismos, pero que a veces también puede cambiar de ­mano.

En este caso, hay mucho más que folklore deportivo. En el aire se respira clima de tensión y hasta de temor por la violencia que la frustración riverplatense podría desplegar en las calles. Incluso, hasta se habla del impacto político que la suerte o desgracia millonaria depararía. Y se habla y se habla porque, entre otras cosas, cada vez hay más minutos de aire televisivo que llenar.

Belleza y drama. El fútbol es belleza, acción y, sobre todo, drama. Como herencia de los rituales míticos del hombre primigenio, transcurre en un tiempo concentrado, igual a lo que sucede con espectáculos artísticos como el cine o el teatro, sólo que en el deporte el desenlace no está escrito sino que se resuelve en el momento de la competencia, lo que le otorga una particular carga dramática.

Es decir, por una parte tiene razones legítimas para ser el entretenimiento favorito de las masas. Pero cuando se habla de drama, se habla de representación del drama de la vida.

De todos modos, uno podría repetir hasta el cansancio que no se trata de la vida o de la muerte, sino de una simple circunstancia deportiva, aunque eso no sirva de consuelo para muchos.

Sucede que lo que está en juego cuando se siente pasión por los colores de una camiseta es una pequeña identidad, que debería ser relativa dentro de una identidad mayor (por ejemplo, el sentimiento de pertenencia argentina del conjunto cuando la selección juega en un Mundial), pero que, por razones que acaso tengan que ver con patologías o desventuras sociales, se vuelve identidad absoluta.

El poder de los violentos. Esas pequeñas identidades son alentadas en forma permanente e incluso se observan en otros ámbitos; por ejemplo, en las barras de los grupos de rock.

Las pasiones tienen componentes irracionales, claro, pero en el fútbol hasta hay periodismo que sobreactúa la sinrazón porque rinde en audiencia.

El fútbol es uno de los principales alimentos culturales de este pueblo. Pero la pelota no es de todos sino de unos pocos; entre ellos, de los violentos. Y, se sabe, el poder de los violentos radica en los límites que están dispuestos a atravesar.

Entonces, sí, pasa a estar en juego la vida o la muerte. Los barrabravas del fútbol argentinos son dueños de una sólida herramienta a la hora de negociar con otros poderes visibles, incluso para conseguir impunidad, la más evidente y perversa de todas las pruebas del goce de poder.

A todo esto, la ilusión del pueblo de Belgrano –la identidad celeste de Córdoba– de volver a Primera quedó atrapada en el ojo de una tormenta ajena. Claro que, en el fútbol, la ilusión no se resigna. Jamás.