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El fin de la permisividad

*Por James Neilson. La reacción inicial de la mayoría de los británicos frente a la epidemia de saqueos que llevó a la destrucción de miles de negocios en distintos barrios de Londres primero y, horas después, por contagio, en otras ciudades como Manchester, Birmingham y Liverpool fue de incredulidad.

Pocos entendieron lo que estaba pasando. Se trataba de escenas que creían propias de Estados Unidos, América Latina o incluso de Francia, no de un país en que los disturbios masivos de este tipo, si bien han ocurrido en diversas oportunidades, son poco frecuentes y casi siempre pueden atribuirse a un hecho puntual.

Aunque todo empezó en Tottenham al matar la policía a un delincuente negro, no fue otra revuelta racial; muchos jóvenes blancos participaron alegremente de los saqueos, lo que no fue motivo de alivio sino de alarma. Tampoco tuvo mucho que ver el estallido de violencia con el "ajuste" económico que se ha emprendido; en Gran Bretaña los desempleados siguen percibiendo subsidios que les permiten vivir con cierta comodidad y, de todos modos, los saqueadores ni siquiera fingieron tener objetivos políticos.

Una vez restaurada cierta calma, políticos e intelectuales tanto en el Reino Unido como en otras partes del mundo se pusieron a analizar lo que, de acuerdo común, fue una señal de que algo andaba muy mal en una sociedad que en épocas pasadas era considerada un dechado de cohesión y autodisciplina. Aunque algunos todavía quieren atribuir lo sucedido a la mezquindad del gobierno mayormente conservador actual e incluso a lo hecho en los años ochenta del siglo pasado por el encabezado por Margaret Thatcher, están imponiéndose los convencidos de que en la raíz del problema está la desintegración de la familia tradicional que en muchos lugares de Gran Bretaña se ha visto en efecto reemplazada por un Estado benefactor cuyos representantes suelen tratar a sus clientes, en especial a las muchas madres solteras y sus hijos que viven de la ayuda social, como víctimas de la injusticia capitalista, no como personas que son responsables de su propio destino. De consolidarse la tesis así supuesta, una consecuencia de los días de ira que hizo de algunos barrios londinenses un campo de batalla será el repudio generalizado del consenso progresista de las décadas últimas no sólo en Inglaterra sino también en otros países.

Así lo entiende el primer ministro David Cameron, un político de instintos centristas que durante años ha intentado hacer pensar que el Partido Conservador que lidera es tan compasivo y tan progresista como cualquier otro. Lo mismo que el francés Nicolas Sarkozy cuando ardían los suburbios de París, Cameron no ha vacilado en tratar a los revoltosos como "escoria" miserable, "lo peor del Reino Unido", "ladrones" que "deben ser encerrados", para entonces ordenar un "contraataque" que, de más está decirlo, no podrá limitarse a permitir que para reprimir la policía eche manos a balas de goma y, de resultar necesario, carros hidrantes, además de presionar a la Justicia para que los saqueadores detenidos sean castigados con dureza.

Con el apoyo de la mayoría de sus compatriotas, y de quienes actúan como voceros de las nutridas colectividades conformadas por inmigrantes tercermundistas, Cameron quiere que en adelante los jóvenes británicos aprendan a respetar la autoridad de sus padres o, si no saben quiénes son, de los maestros de la escuela local, de la policía y, desde luego, de los dirigentes políticos. Dicho de otro modo, aspira a reemplazar "la cultura de la victimización" que se ha institucionalizado bajo la égida del Estado benefactor, con la aprobación de la elite académica, por otra basada en la "respon- sabilidad personal".

La revolución o, si se prefiere, contrarrevolución propuesta por Cameron no tendría ninguna posibilidad de concretarse si sólo se tratara del planteo de una minoría pequeña de políticos y otros que sienten nostalgia por el país irremediablemente ido de los "valores victorianos", pero parecería que la mayoría abrumadora de los británicos ha llegado a la conclusión de que, a menos que pongan fin cuanto antes al deterioro social, su país se desplomará en una orgía de violencia nihilista. Así y todo, transformar en ciudadanos respetuosos de la ley a quienes se creen con pleno derecho a apropiarse de los bienes ajenos requeriría algo más que exhortaciones vehementes.

Serían necesarias reformas radicales de un sistema asistencial que ha facilitado el crecimiento de una clase dependiente que no quiere saber nada de la "cultura del trabajo", de un sistema educativo que fabrica analfabetos resentidos a quienes ningún empresario cuerdo pensaría en emplear, jóvenes que en muchos casos han sido adoctrinados en despreciar la sociedad en que viven y un sistema impositivo que perjudica a los casados.

Denigrar por anticuado y autoritario el conjunto de actitudes que dan coherencia a una sociedad no es del todo difícil; con entusiasmo desbordante se han dedicado a dicha tarea generaciones de contestatarios decididos a romper con un pasado a su entender vergonzoso. Sus esfuerzos en tal sentido se han visto coronados por el éxito. Llenar el vacío así creado para que los jóvenes aprendan que se deben a sí mismos respetar ciertos límites exigiría un esfuerzo igualmente denodado por parte de quienes temen por el futuro de una sociedad en que violar aquellas reglas que a pesar de todo siguen mereciendo el respeto de los reaccionarios es tomado por evidencia de originalidad y por lo tanto debería festejarse.

Puede que en Gran Bretaña la guerra contra el pasado, contra tradiciones sociales presuntamente vetustas, haya sido librado con más fervor que en otras partes, pero dista de ser el único país en que el abandono despreocupado de viejas costumbres ha dado lugar a una crisis muy grave. Mal que bien, las sociedades son mecanismos muy complicados; a veces los intentos de mejorarlas impulsando modalidades antes condenadas resultan contraproducentes.

Por cierto, la proliferación de familias con una sucesión de "padres" coyunturales, o con ninguno, en las grandes ciudades británicas ha servido para crear una generación de jóvenes perdidos que tienen motivos de sobra para resignarse a un futuro parecido al presente nada envidiable de sus progenitores. Hasta hace muy poco señalarlo era considerado de pésimo gusto por los guardianes de la ortodoxia progresista dominante, pero el estallido de anarquía de la semana pasado ha obligado a muchos a revisar sus opiniones.