¡El Día de la Madre! Nada que me guste más
No se cuándo comenzó la costumbre, pero sí tengo en claro que los grandes oficiantes son mi hijo y mi nuera que ponen la casa, los cabritos, y un trabajo agotador para que la ceremonia tenga lugar.
Esta consiste en que nos juntamos "todas" las madres de la familia, de sangre o políticas, con sus respectivas hijas e hijos de estas hijas. Se tiende la inmensa mesa bajo el tala, y allí se puede contemplar la alegría de una familia que se ha vuelto tan numerosa y que pese a cualquier cosa, aun se une para este rito, aunque tengamos que viajar de cualquier lado donde nos agarre la vida.
Lo más divertido del Día de la Madre son siempre los chicos. Las madres jóvenes son un remolino, están siempre preocupadas, ocupadas en atender tanta gente, e impartiendo justicia a diestra y siniestra (plena época de exámenes finales). Los niños procuran pasar desapercibidos a las madres bajo las miradas tiernas, quizás alcohólicas de las abuelas (no se alcanza a saber si están tomadas por la sabiduría de los años o tomadas a secas).
Una de las cosas buenas de ser abuela es que arropadas en la dignidad del cargo nos movemos menos y ahí poco se nota nuestro grado de alcoholemia. Sentarse sobre el redondo trasero es un buen punto de observación porque una ve el esfuerzo de las generaciones jóvenes y al mismo tiempo las maniobras evasivas de los pequeños delincuentes que tratan de sacar las mayores ventajas de sus precarias situaciones.
En este caso la situación mas comprometida era la del más chico de los varones que tenía que sacar como un 13 en una materia que traía a pique. No sé cómo le fue, pero nunca vi arrastrar tanto un libro. Me consta que ese apunte fue adornado por restos de chorizo lechón, cabrito, cuatro variedades de ensalada, cinco de tortas, y creo que hasta yerba. El más grande totalmente sumergido y agobiado por la adolescencia y en estado de leve hecatombe estudiantil consiguió escapar de su segura suerte aciaga, con su guitarra. Todavía no parece tener las habilidades innatas de un Mozart pero desplegó todas sus artes de seducción y nos cantó a las abuelas un vals. Todas nos hicimos pis encima. Y por esa tarde al menos nadie recordó las materias que tiene abajo.
Nuestra rubia pre adolescente se desplazó con la alegría de una niña y ese engañador silencioso de mujer que sabe que más le conviene callar: "Me gustas cuando callas", decía el poeta. Ampi se unió a la barra de su edad que había llegado de Villa María y se tiró alegremente a la pileta mientras todos los adultos tiritábamos desde el borde. Nos entregamos los regalitos y entretejimos la tarde con pequeñas charlas de comadres y co- suegras sobre la simple vida.
Mi consuegro Cacho me regaló un manojo de salames de factura casera. Como el obsequio se le ocurrió a él, todavía no sé como interpretarlo. Sólo podría contarle el uso que tuvieron: la ley que nos ampara a los trabajadores contempla desde hemorroides a anginas. Sin embargo, no considera ningún día para la felicidad, para ver a la familia, no cuando se ha abatido la desgracia, sino cuando hay ganas de brindar por las madres al sol.
Pues bien, como no tengo ninguna de las enfermedades antedichas, simplemente cuando volví a trabajar, mi jefe con la peor de sus miradas me lanzó: "A vos Wargon, 24 horas te llevan como cuatro días". En silencio le alcancé los salames que todavía estaban con su moñito y me senté tan tranquila. El hombre captó el mensaje y ante la atónita mirada de mis compañeros que por muy jóvenes no entienden, dijo ¡Qué bien! Y allí, de esa sobria pero gloriosa manera, terminó mi maravilloso Día de la Madre.
A todos los que lo hicieron posible, ¡Muchas gracias!