El deber de la oposición
Las fuerzas políticas preocupadas por el deterioro de las instituciones deben dejar de lado las mezquindades personales
Los argentinos estamos hoy frente a un enorme desafío: reconstruir las instituciones republicanas y sus principios esenciales, vulnerados en los últimos años por acciones de un gobierno que, amparado en su legitimidad de origen, se creyó con derecho a violentar una y otra vez la división de poderes, y a imponer un proyecto hegemónico desconocedor de la seguridad jurídica y de las reglas de juego propias de un país moderno y previsible.
Cuando la inacción del Estado hace peligrar elementales garantías constitucionales, cuando el Poder Ejecutivo Nacional desconoce órdenes judiciales tendientes a brindar protección a la población; cuando desde el Gobierno se intenta coartar la libertad de expresión, se ofrece un silencio cómplice a quienes bloquean la distribución de diarios o se castiga con absurdas sanciones económicas a consultoras que, a falta de estadísticas oficiales confiables, miden el aumento de precios, es la República la que está en peligro.
A principios de este mes, seis precandidatos presidenciales pertenecientes a fuerzas políticas de la oposición dieron un acertado paso al suscribir un documento conjunto en el que se comprometieron a cuidar la democracia frente a aquella clase de ataques.
Ahora es necesario profundizar ese camino.
Nadie puede ser obligado a forzar la constitución de alianzas electorales. Es elemental que, detrás de todo acuerdo de esa clase, debe existir, ante todo, una voluntad de asociación y un mínimo de coincidencias programáticas. Pero rechazar la posibilidad de alcanzar acuerdos sobre políticas públicas a partir de la fijación de límites por diferencias netamente personales no es precisamente una muestra de la madurez política necesaria en el actual contexto del país.
Días atrás, el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, formuló un llamado a las fuerzas políticas de la oposición a acordar coincidencias básicas en políticas de Estado como punto de partida hacia un amplio entendimiento electoral. Entre los puntos sobre los cuales propuso arribar a consensos figuran el acceso gratuito a la educación pública, los incentivos para trabajadores y empresas, los planes contra la inseguridad y el narcotráfico, las estrategias para erradicar el hambre y la pobreza, un plan nacional de infraestructura y un pacto fiscal. Esta idea está alineada con el acuerdo de políticas públicas promovido desde hace algo más de un año por Eduardo Duhalde y Rodolfo Terragno.
La nueva iniciativa recogió apoyos en el Peronismo Federal y en algunos dirigentes del radicalismo, como el vicepresidente Julio Cobos, y silencio en otras figuras de la oposición. Días antes, el precandidato presidencial de la UCR, Ricardo Alfonsín, había señalado equivocadamente: "Nuestro límite es Macri".
Al margen de las diferencias que conlleva la competencia electoral, sería deseable que ni los vedetismos ni la pugna por los cargos hagan perder de vista que ningún debate sobre coincidencias en materia de políticas públicas puede tener limitaciones. La esencia de la política pasa por el diálogo y la búsqueda de consensos en pos del bien común.
La sociedad argentina, además de soluciones concretas a problemas como la inseguridad, la pobreza, la inflación y el narcotráfico, reclama de sus dirigentes generosidad. Es menester que pongan fin a viejas o nuevas antinomias y consoliden una nueva forma de hacer política, ajena a la construcción artificial de enemigos y proclive a la generación de un clima de diálogo y a la unión nacional, objetivo que nada tiene que ver con las tendencias a cultivar un pensamiento único.
La gran tarea de los dirigentes preocupados por el avance del autoritarismo y el vaciamiento de los principios de la República debe consistir en superar la fragmentación a partir de compromisos que el día de mañana puedan traducirse en políticas de Estado y, de ser posible, plantearse una amplia coalición sustentada en ese consenso. Para eso, claro está, habrá que dejar de lado cualquier mezquindad y dejar de pensar en simples liderazgos personales, que deberían ser sustituidos por el imperio de las ideas.