El caso Schoklender y el periodismo
*Por Mario Fiore. Un amigo escribió el otro día en una red social: "¿Qué hacen Clarín y La Nación tratando de desprestigiar a las Madres de Plaza de Mayo y ocultando que estamos enviando un satélite al espacio?".
El comentario me llevó como periodista por vocación y profesión -y debo confesar que con una notable carga de angustia- a formularme una serie de preguntas, a ensayar respuestas, porque el periodismo está hoy más que nunca en la Argentina democrática en tela de juicio, en buena medida por un pasado doloroso que me pre-existe como sujeto.
El escándalo en torno al multimillonario desfalco, enriquecimiento ilícito y lavado de dinero que puso de nuevo a Sergio Schoklender (conocido parricida) en el centro de la escena, es indisimulable. La pregunta inmediata que me disparó el comentario que leí en Facebook fue obvia: ¿Por qué pedir a un medio de comunicación, cualquiera sea, que no investigue, que no informe, que tape los hechos o sencillamente que no lo priorice? ¿Es acaso posible que un medio serio mire para otro lado cuando hay un posible robo millonario de dinero para los más humildes y hecho en nombre de la más legendaria de las agrupaciones de Derechos Humanos? ¿No es esto a todas luces una noticia?
Schoklender, a quien en el entorno de Hebe de Bonafini algunos llamaban "monje negro" -el mismo mote que tuvo López Rega- fue el mentor de que las Madres de Plaza de Mayo se involucraran en la construcción de viviendas populares en el noble proyecto "Sueños Compartidos". ¿Por qué pedir a la prensa que se preserve el nombre de la Fundación Madres de Plaza de Mayo en los titulares que se dan, o en la construcción misma de la noticia, si fue en nombre de la más emblemática de las agrupaciones de Derechos Humanos que Schoklender recibió 765 millones de pesos que el Estado nacional transfirió a Estados provinciales y municipios?
Puede ser ésta la estrategia legal del Gobierno, que sólo Schoklender sea apresado, pero ¿por qué pedir a un periodista -repito: cualquiera sea, puede ser el más oficialista o el más opositor de los comunicadores- que no formule preguntas sobre el rol de Bonafini, mentora del ahora "traidor", que no inquiera sobre el papel del Estado que no controla los fondos, sobre el rol de las agrupaciones de Derechos Humanos que se acercaron al Gobierno y se mimetizaron con el mismo?
Así, uno de los casos de corrupción más importantes de los últimos años pone en escena -una vez más- un gran debate sobre el rol del periodismo en un clima que en los pasillos gubernamentales, facultades de periodismo estatales y medios de comunicación, se denomina como "guerra".
El periodismo, ser periodista, cómo serlo, en dónde serlo, está en debate. La prensa siempre tuvo, a lo largo de la historia contemporánea, una ligazón con la política (aunque no en todos los casos tenga compromisos con el partido del Gobierno o con la oposición) porque uno de sus principales objetos es analizar la cosa pública. El kirchnerismo, tras romper luego de casi cinco años una alianza/luna de miel con los principales medios de comunicación, lanzó una batalla política-cultural por el control de lo que se dice.
El cambio no fue tomar por asalto la hegemonía del discurso, ya que siempre lo tuvo en sus años de gloria, cuando los canales sólo daban buenas noticias. El cambio fue, ante la aparición de noticias críticas, tratar de acallarlas. La respuesta fue algo que se parece mucho a una "guerra" en la que medios, gobierno y periodistas, están involucrados.
Desde Página 12, sin dudas el medio oficialista más serio, Eduardo Aliverti peleó con el antiguo fundador del periódico, el híper-crítico Jorge Lanata, por el trato del segundo para con Hebe de Bonafini y su desdichada relación con los hermanos Schoklender. "Hay formas y formas de apuntarle, porque decir no es lo mismo que vomitar", escribió Aliverti. En otro artículo, Lanata dio su visión sobre el periodismo: "Preguntar es siempre desobedecer. Los Bernardos (Lanata les dice Neustadt a los periodistas oficialistas de antes y actuales) no preguntan, obedecen", sostuvo.
La bronca de Aliverti y los medios oficialistas para con Clarín -que arrojó el 26 de mayo como título secundario la noticia de que Bonafini echó a Schoklender de la Fundación- y La Nación es porque pusieron el tema en sus tapas, con amplio despliegue. ¿No es acaso la suerte que corren todos los escándalos de corrupción estatal, ser tapa o principal tema de agenda de todos los medios de comunicación? Aliverti, sin embargo, está seguro de que los dos diarios críticos del Gobierno buscan convencer a la sociedad, al poner en tela de juicio no sólo a Schoklender sino los errores de Bonafini, que "todos somos la misma mierda que ellos".
Los contextos son siempre diferentes, las situaciones también, pero siguiendo con este ejercicio en voz alta: las grandes denuncias de corrupción en el gobierno de Menem ¿debieron ser "dichas" y "no vomitadas" por los medios que se animaron a investigar y se consideraban independientes del poder político? ¿Qué hicieron Página 12 o la revista Noticias en los '90? ¿Vomitaban o decían?
El filósofo más encumbrado por el kirchnerismo, Ricardo Forster, escribió en el mismo diario. "Se preparan, con su eterna mezquindad y sus escribas a sueldo, para tomar por asalto la causa de los derechos humanos. Sus mandíbulas están abiertas y despiden el aliento fétido de la revancha, ésa que persiguen desde el día del retorno de la democracia". Hay convencimiento, no hay dudas en Forster, Aliverti y en las agrupaciones de Derechos Humanos de que la prensa busca dividirlas. El convencimiento es que toda información dada es un hecho más político que el hecho político mismo que se relata.
Decirlo en voz alta, acusando a los periodistas que investigan de estar a favor de la dictadura, es una forma de exigir públicamente (ante un escándalo que primero el Gobierno negó y luego debió asimilar) que la prensa mida sus palabras, sus oraciones, sus búsquedas, para no empañar la histórica lucha por la verdad y la justicia que valientemente llevaron adelante las Madres de Plaza de Mayo. Es una forma elegante de pedir inmunidad comunicacional y establecer, así, una encrucijada para todo el periodismo, no sólo para el que lleva el tema a sus portadas.
Es casi cotidiano que corporaciones o gobiernos presionen a la prensa para que no publiquen sus desaguisados. La historia de todas las redacciones periodísticas está plagada de este tipo de exigencias. ¿Cómo hacer para no ensuciar -sin querer hacerlo- "el pañuelo blanco", como dicen las agrupaciones de Derechos Humanos, si en una de estas agrupaciones alguien se robó alegremente dineros públicos y nadie le dijo nada hasta que los hechos tomaron características de escándalo político, judicial y mediático? ¿Qué tipo de abstracción hay que hacer para separar a Schoklender de la Fundación de la que fue apoderado durante muchos años y gracias a la cual se enriqueció obscenamente?
Sin dudas, el dilema no sería tal si Schoklender fuera un funcionario deshonesto y voraz más, un Ricardo Jaime o una María Julia Alsogaray. Pero estas circunstancias no las inventó el periodismo para perjudicar al Gobierno o a Bonafini. Matar al mensajero, práctica primitiva hoy revitalizada, es muy parecido a tachar en el acto y sin dudar lo que dice un medio de comunicación o una persona, sin siquiera prestar atención a lo que se está diciendo.