El camino a una transición
* Por Héctor E. Schamis. La democracia es un método para elegir gobierno y también un conjunto de procedimientos acerca de cómo gobernar. Cristina Kirchner satisface la primera definición, en tanto ha sido elegida democráticamente, pero no cumple con la segunda.
En este período, tanto como en el de su marido, una retrospectiva de los últimos ocho años muestra un accionar de gobierno basado en desconocer al Congreso y a los fallos judiciales, intimidar a la prensa y a los consultores privados que miden la inflación, descalificar a los políticos de la oposición al igual que a los intelectuales independientes, entre muchos otros sinsentidos. La Argentina, después del kirchnerismo, requiere pensar en cambios políticos profundos, una virtual transición hacia más y mejor democracia.
Desafortunadamente, la oposición no parece comprender del todo este aspecto. Algunos de sus líderes continúan dedicados a ensayar las posibles permutaciones para octubre, ignorando que los pactos electorales tienen sentido únicamente si están anclados en acuerdos institucionales y programáticos previos. Es cierto que éste es el momento de conversar sobre el futuro sin cerrarle la puerta a nadie, pero también vale recordar que una agenda de diálogo debe tener un orden jerárquico y una secuencia. Empezar por lo electoral sólo puede agudizar las diferencias desde el vamos; es hacer política poniéndose los zapatos antes que las medias.
La prioridad es recuperar la civilidad democrática. Para eso, hacen falta acuerdos institucionales básicos, una especie de Moncloa argentino o, tal vez, mejor aún, la reedición de la Multipartidaria de 1981. Algunos gestos en esta dirección ya han ocurrido, como el documento "Cuidar la democracia", de comienzos de abril pasado. Motivados por los bloqueos a Clarín y La Nacion, y con la firma de todo el arco opositor, esos acuerdos constituyeron un primer paso para reafirmar los límites constitucionales al uso del poder. Esos acuerdos, dejados de lado en favor de la trabajosa alquimia electoral, deberían profundizarse y expandirse cuanto antes. Precisamente porque se acelera el tiempo electoral, los partidos de oposición deben reiterar su compromiso con la institucionalidad democrática: eliminar los superpoderes, legislar en el Congreso, robustecer el Estado de derecho y garantizar la libertad de expresión y de prensa, por nombrar algunos temas centrales.
Una vez acordado lo institucional, el segundo paso es programático, para avanzar sobre unas pocas pero importantes políticas comunes, lo que en las reuniones técnicas de los partidos de oposición durante 2010 se llamó "políticas de Estado". Estas coincidencias tienen que ser afines a los compromisos institucionales anteriores. Restituir la autonomía y la jerarquía profesional del Indec y del Banco Central, hoy reducidos a simples instrumentos políticos de la Casa Rosada; desarrollar un programa energético para la próxima década, el gran déficit olvidado por los Kirchner, y abordar el drama del sistema educativo, en el que el gasto aumenta pero el rendimiento escolar decrece, son algunos ejemplos de políticas por seguir, más allá de quien llegue al poder en octubre.
La oposición también debe debatir la política económica con el Gobierno, que está caminando sobre un campo minado no muy diferente del de 2001. El tipo de cambio está apreciado, con lo cual se proyecta un déficit comercial para este año. La inflación se acelera, producto de políticas monetarias y fiscales cada vez más expansivas, lo cual indica un serio problema de presupuesto hacia fin de año. El kirchnerismo siempre se negó a estabilizar, acumulando desequilibrios macroeconómicos y magnificando los efectos negativos. Los simultáneos e inevitables ajustes -fiscal, monetario y cambiario- generarán recesión. El Gobierno no lo va a hacer ahora, pero no habrá otra alternativa después de las elecciones, y ni que hablar si Brasil devalúa. Si el Gobierno pierde, esa será la herencia que le dejará al país. Acordar, por lo tanto, es imprescindible para poder gobernar a partir de 2012.
El tercer paso, sí, sólo entonces, sería el de los acuerdos electorales. Enfrentar a Cristina Kirchner con una fórmula única, sin embargo, sería desacertado. Básicamente, porque reducir la contienda a dos fuerzas de hecho elimina la segunda vuelta, y la evidencia empírica muestra que un presidente en ejercicio que busca la reelección en un sistema de ballottage casi nunca es derrotado en la primera vuelta. Tampoco es conveniente una elección con demasiados candidatos, ya que la fragmentación excesiva tiende a favorecer al candidato del oficialismo. De ahí que provocar la fragmentación haya sido siempre una estrategia del kirchnerismo.
Pero más allá del número de candidatos, el acuerdo electoral fundamental reside en dos componentes: el primero, que los partidos de oposición coordinen la fiscalización del acto eleccionario en todas las mesas. En ausencia de un control efectivo, es allí donde las elecciones se pierden cuando se compite contra un candidato oficialista, especialmente en distritos remotos. El segundo componente fundamental es para la segunda vuelta, y debe garantizar el compromiso mutuo de apoyar a quien sea que llegue a esa instancia. Este acuerdo sólo puede ocurrir y sólo puede tener legitimidad si está anclado en las coincidencias institucionales y programáticas anteriores, porque apoyar a quien llegue a la segunda vuelta tiene que perseguir más que derrotar al kirchnerismo. Ese será el momento de plasmar una concepción de la democracia distinta de la del oficialismo en un frente electoral, y será el momento de diseñar mecanismos para, eventualmente, compartir el poder, por cierto en el Congreso e incluso en el Ejecutivo.
La Argentina tendrá un difícil 2012. Lo será mucho más si el sistema político continúa deteriorándose. Evitarlo está en manos de los dirigentes de la oposición, si son capaces de llevar al país en dirección de más y mejor democracia.