El barro y el diamante
*Por Sebastián Riestra. Invierno de 1982. Hace un frío terrible y me levanto aterido de la cama. En la cocina de la casa de mi novia entra una luz límpida y helada.
El mate bien caliente me reanima, sobre todo cuando le echo un chorrito de ginebra. Entonces, ya más entero, preparado para estudiar, coloco un cassette en el grabador y aprieto la tecla play. La mañana parece iluminarse aún más cuando suenan los primeros acordes de Alma de Diamante.
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Spinetta, para nosotros, fue mucho más que un músico de rock: lo sentíamos como un guía. Cuando escuchábamos sus canciones, se abría una puerta. Al cruzarla entrábamos en un lugar donde el día a día se borraba: aunque en el país arreciara la dictadura asesina y nuestros diálogos y lecturas se vieran crecientemente contaminados por la pasión política, el Flaco nos permitía —sin olvidar lo que suele llamarse "realidad"— ir a otra parte. Viajar, soñar. Amar.
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Las necrológicas son un género insufrible, obligatorio. A veces las siento oportunistas. Y creo que quienes las escriben sólo pretenden lucirse a costa del que partió, del que fue tragado por las fauces de la noche. Sin embargo el balance es inevitable, aunque uno apriete los dientes de tristeza y los dedos sobre las teclas parezcan de plomo.
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Un gran amigo que ya se fue tenía en su humilde pieza, en una casita de barrio Belgrano, el póster del Flaco. Solamente el póster del Flaco, sacado de alguna revista de rock de la época. Para él Spinetta era una religión, pero una religión sin fanatismo. Sin exaltación. Sin afán pastoral. El Flaco le permitía mirar el mundo de otra manera. Después entendimos que esa "otra manera", ese prisma spinetteano, era nada más y nada menos que la poesía.
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A ver: Spinetta parece reunir, en un solo hombre, a Troilo y Manzi. Sus canciones son una extraña y mágica urdimbre de letra y música, ambas absolutamente inconfundibles y a la vez, inseparables. Porque aun cuando es posible leer sus letras sobre el papel o silbar sus melodías, la pérdida que sufren una u otra al separarse es inmensa. Así son las grandes canciones: un hermanamiento único de notas y palabras. Dos gemelos que nacen juntos y así deben quedarse para siempre.
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Sigamos: músico y letrista, guitarrista de vuelo, pero sobre todo la voz. Esa voz que vamos a extrañar, tal vez, más que ninguna otra cosa. Esa voz única, capaz de llegar a alturas insondables y bajar a la ternura, al susurro. Y su fraseo tan personal. Spinetta frasea como Goyeneche, Bob Dylan, Louis Armstrong, Jacques Brel: sólo él puede cantar así. Ni bien, ni mal: así. Y punto.
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¿Quién se anima a hacer una lista de canciones eternas? Es imposible, pero cada fanático hará su aporte. Las más populares de Almendra, como Muchacha (Ojos de Papel) y Plegaria para un Niño Dormido, se mezclan con Fermín, con Laura Va, con Ana no Duerme, con Rutas Argentinas, con el querido Tema de Pototo. Pero lo mejor viene después: Artaud es un disco infernal. La Cantata de los Puentes Amarillos ("Con esta sangre alrededor/ qué cosa puedo yo mirar") es una obra maestra definitiva. ¿Y Starosta? Todavía tiemblo cuando escucho la frase final: "Vámonos de aquí". No quiero seguir porque carece de sentido. Pasa Pescado Rabioso y vienen Invisible, Jade, los Socios del Desierto. Son demasiadas obras maestras: pienso en Durazno Sangrando, en Los Libros de la Buena Memoria, en Niño Condenado. ¿Y Las Golondrinas de Plaza de Mayo? ¿Y Canción para los Días de la Vida? ¿Y Umbral? ¿Y lo que viene después: Alma de Diamante, Dale Gracias, Resumen Porteño, Maribel, Yo Quiero Ver un Tren, Ludmila, Perdido en Ti? Basta, porque puedo ocupar toda la página.
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Otoño de 1984. Con otro amigo escuchamos Kamikaze en una vieja casa de la calle Sarmiento. Es el pianista y tecladista Claudio Cardone, que con los años se convertirá en músico fundamental de la banda de Spinetta. Cuando suena Barro Tal Vez, se nos arma un nudo en la garganta. Esa zambita tiene un perfume incomparable. Parece que el Flaco, de adolescente (el tema lo escribió a los quince años), intuyó lo que lo esperaba: "Ya lo estoy queriendo, ya me estoy volviendo canción... barro tal vez. Y es que esta es mi corteza donde el hacha golpeará, donde el río secará para callar".
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¿Barro? Sí, barro con alma de diamante.
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Spinetta, para nosotros, fue mucho más que un músico de rock: lo sentíamos como un guía. Cuando escuchábamos sus canciones, se abría una puerta. Al cruzarla entrábamos en un lugar donde el día a día se borraba: aunque en el país arreciara la dictadura asesina y nuestros diálogos y lecturas se vieran crecientemente contaminados por la pasión política, el Flaco nos permitía —sin olvidar lo que suele llamarse "realidad"— ir a otra parte. Viajar, soñar. Amar.
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Las necrológicas son un género insufrible, obligatorio. A veces las siento oportunistas. Y creo que quienes las escriben sólo pretenden lucirse a costa del que partió, del que fue tragado por las fauces de la noche. Sin embargo el balance es inevitable, aunque uno apriete los dientes de tristeza y los dedos sobre las teclas parezcan de plomo.
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Un gran amigo que ya se fue tenía en su humilde pieza, en una casita de barrio Belgrano, el póster del Flaco. Solamente el póster del Flaco, sacado de alguna revista de rock de la época. Para él Spinetta era una religión, pero una religión sin fanatismo. Sin exaltación. Sin afán pastoral. El Flaco le permitía mirar el mundo de otra manera. Después entendimos que esa "otra manera", ese prisma spinetteano, era nada más y nada menos que la poesía.
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A ver: Spinetta parece reunir, en un solo hombre, a Troilo y Manzi. Sus canciones son una extraña y mágica urdimbre de letra y música, ambas absolutamente inconfundibles y a la vez, inseparables. Porque aun cuando es posible leer sus letras sobre el papel o silbar sus melodías, la pérdida que sufren una u otra al separarse es inmensa. Así son las grandes canciones: un hermanamiento único de notas y palabras. Dos gemelos que nacen juntos y así deben quedarse para siempre.
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Sigamos: músico y letrista, guitarrista de vuelo, pero sobre todo la voz. Esa voz que vamos a extrañar, tal vez, más que ninguna otra cosa. Esa voz única, capaz de llegar a alturas insondables y bajar a la ternura, al susurro. Y su fraseo tan personal. Spinetta frasea como Goyeneche, Bob Dylan, Louis Armstrong, Jacques Brel: sólo él puede cantar así. Ni bien, ni mal: así. Y punto.
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¿Quién se anima a hacer una lista de canciones eternas? Es imposible, pero cada fanático hará su aporte. Las más populares de Almendra, como Muchacha (Ojos de Papel) y Plegaria para un Niño Dormido, se mezclan con Fermín, con Laura Va, con Ana no Duerme, con Rutas Argentinas, con el querido Tema de Pototo. Pero lo mejor viene después: Artaud es un disco infernal. La Cantata de los Puentes Amarillos ("Con esta sangre alrededor/ qué cosa puedo yo mirar") es una obra maestra definitiva. ¿Y Starosta? Todavía tiemblo cuando escucho la frase final: "Vámonos de aquí". No quiero seguir porque carece de sentido. Pasa Pescado Rabioso y vienen Invisible, Jade, los Socios del Desierto. Son demasiadas obras maestras: pienso en Durazno Sangrando, en Los Libros de la Buena Memoria, en Niño Condenado. ¿Y Las Golondrinas de Plaza de Mayo? ¿Y Canción para los Días de la Vida? ¿Y Umbral? ¿Y lo que viene después: Alma de Diamante, Dale Gracias, Resumen Porteño, Maribel, Yo Quiero Ver un Tren, Ludmila, Perdido en Ti? Basta, porque puedo ocupar toda la página.
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Otoño de 1984. Con otro amigo escuchamos Kamikaze en una vieja casa de la calle Sarmiento. Es el pianista y tecladista Claudio Cardone, que con los años se convertirá en músico fundamental de la banda de Spinetta. Cuando suena Barro Tal Vez, se nos arma un nudo en la garganta. Esa zambita tiene un perfume incomparable. Parece que el Flaco, de adolescente (el tema lo escribió a los quince años), intuyó lo que lo esperaba: "Ya lo estoy queriendo, ya me estoy volviendo canción... barro tal vez. Y es que esta es mi corteza donde el hacha golpeará, donde el río secará para callar".
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¿Barro? Sí, barro con alma de diamante.