El 11-S: destrato, ántrax y el karma de la Triple Frontera
* Por Pablo Ibáñez. Obstinado, Eduardo Duhalde desesperó por una cumbre bilateral con George W. Bush. Diecisiete meses después de asumir, entregó el mando -el 25 de mayo de 2002- a Néstor Kirchner, sin lograrla.
Aunque «invadido» por el FMI -el indio Anoop Singh era casi un personaje de la farándula local- el interinato del bonaerense quedó fuera de la agenda de la Casa Blanca. La mayor cercanía la logró Carlos Ruckauf: cruzó unas palabras con Bush al topárselo en un evento social en Nueva York.
Por entonces canciller -dejó la gobernación para sumarse al gabinete nacional- Ruckauf preserva una foto de ese encuentro, enviada por el servicio de prensa del Gobierno de EE.UU. Reluce, en un vértice, la firma del presidente. Una reliquia para un cazaautógrafos.
Pasado el tiempo, Duhalde atribuyó esa desatención al giro en la política exterior de Wa-shington tras el ataque a las Torres Gemelas. Es una verdad parcial: es cierto que la mutación existió pero también que para EE.UU. la gestión Duhalde tenía vicios de origen.
Alerta sanitaria
La «guerra contra el terrorismo», unos meses antes, había agitado también los últimos meses de Fernando de la Rúa. El anecdotario registra la alerta sanitaria dada por el entonces ministro de Salud, Héctor Lombardo, sobre la detección del bacilo de ántrax en el país.
La psicosis, sembrada a partir de un «sospechoso» sobre enviado desde EE.UU., derivó en estudios del Instituto Malbrán. Unas horas después, Lombardo declaró a la prensa que se trataba de ántrax. Con los días, se corrigió: era un virus análogo pero inofensivo salvo para algunos insectos: era insecticida.
Para entonces, el correo había montado un sistema de registro y en las empresas se abrían encomiendas y sobres para inspeccionar que no hubiese ningún polvo extraño. Unos 20 mil elementos -desde ropa a juguetes y cheques- fueron analizados en laboratorios.
El 11-S tuvo otro efecto criollo: reinstaló en la agenda regional, el pánico por la Triple Frontera como «nido» de terroristas, hipótesis que se atribuye -al igual que la «creación» de Quebracho- a Carlos Corach, exministro de Interior de Carlos Menem.
Por años observada, con algo de inocencia, como un mercado persa, reducto de contrabandistas y oportunistas, cambió de calificación a «zona de operaciones del terrorismo internacional».
El Washington Times llegó, incluso, a advertir en una editorial que por allí operaba Al Qaeda y que el territorio figuraba entre los objetivos de la Casa Blanca junto, entre otros destinos, a Irán, Colombia, Irak y Libia.
El Gobierno de Fernando de la Rúa negó lo de Al Qaeda, pero admitió la presencia de «simpatizantes» de Hizbulah. Manoteó un diagnóstico heredado de la década menemista: la hipótesis de alguna relación operativa o logística, con los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA.
Luego de los atentados a las Torres Gemelas, se reactivaron las urgencias, dispositivos y promesas en torno a la custodia de la Triple Frontera. Enrique Mathow, por entonces secretario de Seguridad, teorizó sobre un triángulo sensible entre Iquique, en Chile; Ciudad del Este en Paraguay, y el Chuy, en la frontera entre Uruguay y Brasil.
Planes de radarización e incremento de patrullajes -era obvia, aun en plena cumbre tripartita, la laxitud de los controles para ingresar a Paraguay- fueron los acuerdos de rigor. Unas semanas después, la Argentina se sumió en su propia crisis: más que observar al mundo, el país se convirtió en objeto observado.
Exactamente 10 años antes, en su primera prueba de amor en las «relaciones carnales», Menem había dispuesto por decreto el envío de naves al Golfo Pérsico. La oposición estaba, en general, de acuerdo pero quería que se hiciera por ley. Ciertos vicios y argumentos se reciclan.
En aquella decisión puede rastrearse, si no total, parcialmente, la motivación de los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA. Un déjà vu: bulle la pista iraní, que abruma a Héctor Timerman, y tambalea el tono inicialmente conciliador de Cristina de Kirchner con Barack Obama, que en su momento animó analogías con la carnalidad menemista.
La muerte de Osama bin Laden, en manos de una célula especial de la US Navy, empujó al Gobierno a brumosa neutralidad -salvo Daniel Scioli que consideró «un gran paso en la lucha contra estos criminales terroristas» entre reconocer los daños que infligió Bin Laden y la advertencia de que su muerte no aborte los movimientos reformistas del mundo árabe.