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EE.UU.: bajo la sombra de dos septiembres negros

Por Marcelo Cantelmi* El del 11-S de 2001 fue un enorme ataque terrorista, pero no modificó la historia tanto como la crisis económica y financiera que se expandió a nivel global el 15-S de 2008.

El aniversario, mañana, de los atentados en Nueva York y Washington significa mucho más en sus polémicas consecuencias que lo que ha sido en esa fecha de hace diez años el mayor ataque terrorista que haya sufrido EE.UU. en su historia. El golpe a las Torres Gemelas pudo en alguna lectura exhibir los primeros signos de debilidad de la potencia que se verificarían más tarde . El tema, sin embargo, merece una observación más cuidadosa porque EE.UU. en aquel momento tenía su economía asegurada, era un acreedor neto, las cuentas no daban los rojos que ahora muestran y disfrutaba, como resultado, de su sitial de hegemón global , una condición que se verificaría luego asombrosamente efímera.

De modo que la mirada debería ir no sólo a aquel trágico momento, sino sobre toda esa década en la que una determinada visión política convirtió la vidriosa guerra antiterrorista en un escudo y cheque en blanco para una transformación en las reglas del juego económico que explican en gran medida las calamidades actuales de la potencia norteamericana . Ese hilo que une no sólo esos episodios no debe ser perdido de vista, aunque parezca una incorrección política.

El ataque a las Torres y al Pentágono no sólo dejó un saldo de más de 3.000 muertos. Ha sido también el umbral para la guerra más extensa jamás librada por EE.UU. en su existencia y que se ha convertido en una trampa de la que sólo se puede huir. George W. Bush bombardeó Afganistán 26 días seguidos, casi inmediatamente después de los atentados porque allí vivía, protegido por el jefe talibán, el Mullah Omar, el millonario terrorista Osama bin Laden, a quien Washington atribuyó la responsabilidad de esos ataques.

No hubo en ningún momento pruebas cabales de que ese torvo sujeto, aliado de la Casa Blanca en la guerra para expulsar a los soviéticos de territorio afgano, haya cometido esos atentados de los cuales si se ha jactado.

Hay una parva de evidencias en su contra pero todas circunstanciales en los expedientes que reunió la comisión investigadora del 11-S. En junio de 2002, el entonces titular del FBI, Robert Mueller, en lo que, según remarca Noam Chomsky, fue calificado por The Washington Post como los más detallados comentarios públicos sobre el origen de los ataques, admitió esos límites al sostener que "los investigadores creen en la idea de que los atentados vinieron de los líderes de Al Qaeda en Afganistán, que fue planeado en Alemania y financiado a través de los Emiratos Árabes Unidos desde Afganistán".

Sin discutir su calaña y sus antecedentes terroristas, Bin Laden era, en realidad, instrumental a la construcción de un enemigo abominable que permitiera extender las ideas del "destino manifiesto" y la "centuria americana", que, con más voluntarismo que talento, esgrimía la conducción neocon norteamericana para modelar el estratégico mundo árabe y aledaños a su imagen y semejanza . La invasión a Irak, sostenida en la invención de una amenaza de armas de destrucción masiva que nunca existieron y cuya dictadura no tenía vínculos ni con Al Qaeda ni con el 11-S, forma parte de esa estrategia dominante.

Como se sabe, Bin Laden y el mullah Omar escaparon de Afganistán. Al primero, lo mató el 1° de mayo pasado un comando de 79 marines en su vistosa residencia de Paquistán. El cuerpo, inexplicablemente, fue arrojado al mar. Al otro, que ganó enorme peso militar en Afganistán y las zonas talibán fronterizas de Paquistán, lo contactó la inteligencia norteamericana , según una infidencia de Kabul, para negociar sin mayores condiciones una salida a ese laberinto donde EE.UU. tiene acorralados a 90.000 soldados.

Para Barack Obama, el 11 de setiembre y sus consecuencias es una postal horrible.
Está obligado a sacar a su país de ese pantano para podar a la mitad el presupuesto de defensa , reducir el déficit fiscal que ronda el 9% y bajar la deuda pública que equivale ya a casi todo el PBI norteamericano. Obama heredó esos números calamitosos de Bush en un paquete que incluyó la actual recesión global. No fue esa deriva consecuencia de las guerras como se supone, sino que sucedió asociado a esos conflictos librados por un gobierno que inventaba victorias militares para imponer la idea de que no había nada que regular en los mercados.
Este punto es central para comprender este presente. El 11 de setiembre fue un enorme ataque terrorista pero no modificó la historia . La crisis económica y financiera, en cambio, que estalla en EE.UU. el 17 de julio de 2007 con el colapso de Bear Stearns, y se expande a nivel global, el 15 de setiembre de 2008, con la bancarrota de Lehman Brothers, produce una mutación de alcances equivalentes a la transformación que un siglo atrás causó la Primera Guerra .

En este proceso súbito de cambios la geopolítica saltó del Atlántico al Pacífico, se disparó la Primavera Árabe debido a que Washington ya no tiene poder para mantener tensos los hilos que sostenían este universo , y EE.UU. debió compartir el podio con China, no sólo porque el gigante asiático es su principal acreedor, sino, porque no cuenta ya con fuerza coercitiva para mantenerse como única potencia regente. Es por eso que Obama, en las vísperas del aniversario del 11-S, le habló al país no para referirse al atentado, sino para ocuparse del drama de una desocupación que acorrala total o parcialmente a 25 millones de norteamericanos. Los datos de ese desafío social impresionan. En agosto no se agregó ningún puesto nuevo. Pero si se mide justamente desde aquel 2001 hasta ahora, la estadística de empleos nuevos se corona con un aplastante cero.

El discurso del viernes pudo generar alguna expectativa por la retórica cuidada y efectiva del presidente, pero la realidad mostró rápidamente sus límites y debilidades.

No habrá aumentos de impuestos a los más ricos pero sí recortes en las líneas de asistencia social.

El paquete de 447 millones de dólares que propone Obama para sostener su plan de estímulo laboral, es apenas la mitad del que hace dos años puso en marcha con apoyo parlamentario y que tuvo un impacto marginal, devorado por la crisis que concentró nuevamente el ingreso en la cima de la pirámide.

Si se mira en detalle dentro de ese presupuesto, aparecen otros abismos. Los US$ 100 mil millones que se usarían al estilo New Deal para generar trabajo en la reparación de rutas o puentes, son sólo una parte, la mitad, de la cantidad que el Congreso reservó este año fiscal para financiar lo que queda de las fallidas guerras en Irak y Afganistán. Cuestión de prioridades.