Dos actitudes ante la corrupción
Mientras el Gobierno calla ante los escándalos de sus funcionarios y los protege, la presidenta de Brasil los echa.
Días atrás, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, le aceptó la renuncia al séptimo ministro de su gabinete que se vio obligado a dimitir ante las acusaciones de corrupción que pesaban en su contra. La actitud de la primera mandataria ofrece un claro contraste con lo que ocurre en nuestro país con idénticas situaciones y estaría indicando cuál es la actitud correcta.
Poco más de un año transcurrió desde el arribo de Rousseff a la presidencia y ya suman ocho los ministros que dejaron sus cargos bajo sospechas, siete en medio de escándalos de irregularidades en las dependencias a su cargo y el otro por una serie de comentarios comprometedores para el gobierno.
Entre junio y diciembre pasado ya habían perdido sus cargos los entonces ministros de la Presidencia, de Transportes, Agricultura, Turismo, Deporte, y Trabajo, a los que sumó el antiguo titular de Defensa Nelson Jobim, que dimitió por diferencias con el gobierno. La última dimisión fue la del ministro de Ciudades, Mario Negromonte, acosado por denuncias sobre mal uso de fondos públicos.
Podrá argumentarse con toda razón que las simples denuncias e incluso las acusaciones judiciales no prueban la culpabilidad de nadie hasta que la Justicia no se expida mediante una sentencia condenatoria y ésta sea confirmada por la Cámara de Apelaciones.
Sin embargo, en países azotados endémicamente por el flagelo de la corrupción, como la Argentina y Brasil, los actos y los gestos de quienes ejercen la presidencia tienen un efecto tanto moral como pedagógico, además de político. Pese a los numerosos escándalos que han jalonado la larga gestión del kirchnerismo, éste no ha acusado recibo y ha mantenido en sus cargos a altos funcionarios sospechados, y ha tolerado durante largo tiempo antes de forzar la dimisión a otros muchos sobre los que pesaban acusaciones fundadas. Quienes actúan de esta manera envían tanto hacia la sociedad como hacia sus propias filas un mensaje de indiferencia y también de una mal entendida contención y protección. Así, se generan las condiciones para que de los negocios se pasen a los negociados, de los negociados a la corrupción sistémica, de la corrupción sistémica a la impunidad y de la impunidad a la ostentación.
En los casos de las presuntas coimas del escándalo Skanska, en el del enriquecimiento del ex secretario de Transporte Ricardo Jaime y en el de la valija con casi 800.000 dólares secuestrada al venezolano Guido Antonini Wilson en Aeroparque al descender de un avión particular con el ex titular del Occovi, Claudio Uberti, las renuncias fueron tardías e involucraron a funcionarios de segundo nivel. Daría la impresión de que se toman medidas cuando la condena social daña la imagen del Gobierno, en lugar de que las decisiones respondan a la convicción gubernamental de separar del cargo a todo funcionario sospechado o acusado de dañar el patrimonio público. Como contraste, en agosto del año pasado, Rousseff declaró en una ceremonia pública: "Tengo el deber de afirmar que haré todo lo que esté a mi alcance para castigar todos los abusos y los excesos", al tiempo que consideró como una obligación el combate a la impunidad.
Las dos actitudes quedan de manifiesto y someten a ambas mandatarias a la legitimidad del contraste: mientras el gobierno encabezado por Rousseff se legitima asumiendo una actitud proactiva de lucha contra la corrupción, el gobierno argentino termina por legitimar la corrupción desde la actitud inercial de guardar silencio.
Hubo silencio reforzado en estas últimas horas, al conocerse una denuncia que involucraría al vicepresidente Amado Boudou, junto a un presunto testaferro en un posible negociado de la empresa ex Ciccone Calcográfica para imprimir papel moneda. Dado que nada ha dicho el Gobierno al respecto, se podría inferir que el relato oficial se construye desde dos acciones: vociferar aquello que se quiere convertir en imaginario público y silenciar todo lo que debe desvanecerse en el inconsciente colectivo.
Pero el relato se amplifica desde la inexistencia de una Justicia plenamente independiente cuando se trata de investigar al Gobierno, y desde la carencia de órganos oficiales de control eficaces, pues la mayoría han sido desmantelados o colonizados por el oficialismo o se han visto privados de los recursos más elementales para impedir su labor.
Así, la suma del silencio oficial, la falta de controles y la consecuente impunidad dan por resultado la fórmula de corrupción estructural que plantea Robert Klitgaard: monopolio de poder más discrecionalidad en la administración de los recursos públicos menos transparencia en la gestión del Estado.
Brasil, que tanto ha crecido y lo sigue haciendo en todos los campos, ha adoptado un curso diferente porque su presidenta sabe que reconocer el problema es el principio de la solución.
En materia de corrupción, hay una actitud que abre una brecha insalvable: la que separa a los gobiernos que combaten el delito organizado de aquellos que lo administran.
En la Argentina toleramos a los corruptos porque "roban pero hacen". En Brasil tienen en claro que los corruptos lo que hacen es robar. Son dos actitudes que marcan una gran diferencia. La misma que existe entre el elevado plano de estadista y el deprimido rol de demagogo.