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Diez años a la defensiva

*Por James Neilson. Pronto habrán transcurrido diez años desde aquel día soleado en que fanáticos musulmanes enamorados de la muerte asesinaron a casi 3.000 personas en Nueva York y Washington, pero los norteamericanos aún no han alcanzado nada parecido a un consenso sobre el significado de lo que sucedió.

 Mientras que algunos señalan, sobre la base de citas coránicas y la forma en que el credo de Mahoma conquistó una parte sustancial del mundo, que la guerra santa es inherente al islam y que por lo tanto hay que tomar muy en serio la prédica de hombres como Osama bin Laden, otros, la mayoría, insisten en que con escasísimas excepciones los musulmanes son gente innocua y la suya es una religión de paz.

¿Quiénes tienen razón? Depende de las circunstancias. Como tantos otros, muchos musulmanes aplauden las proezas bélicas de sus correligionarios cuando las creen exitosas pero no pensarían en luchar ellos mismos a menos que la victoria final estuviera asegurada. El 11 de septiembre de 2001 las calles de un sinnúmero de ciudades árabes, iraníes, paquistaníes y hasta algunas europeas se llenaron de multitudes que festejaban el golpe asestado al "gran Satán", pero parecería que desde entonces ha mermado el entusiasmo por el islamismo militante.

Estados Unidos no tuvo más alternativa que contraatacar. Puesto que por motivos económicos y estratégicos no quiso ensañarse con Arabia Saudita, el país de origen de la mayoría de los guerreros santos y exportador principal del fanatismo islamista sunnita, invadió primero Afganistán, donde Al Qaeda contaba con la protección de los talibanes, y más tarde Irak. Aunque destruyeron los ejércitos convencionales de Afganistán e Irak con facilidad pasmosa, a los norteamericanos y sus aliados no les resultó del todo sencillo pacificar los dos países. A diferencia de las potencias imperiales de otros tiempos, han tenido que respetar normas aceptables a la opinión pública de la metrópoli. Puede que sobreviva la precaria democracia iraquí, pero a esta altura lo más probable es que Afganistán termine nuevamente en manos de energúmenos sanguinarios.

En el 2001 los norteamericanos aún se creían en condiciones de implantar versiones de sus propias instituciones en regiones de tradiciones radicalmente distintas. En la actualidad se conformarán con impedir que los islamistas u otros tentados a emularlos perpetúen en su propio territorio atentados como los de diez años antes. Están a la defensiva, en retirada. Los problemas internos –económicos, sociales, culturales– se han agravado tanto que son cada vez más los convencidos de que el siglo XXI no será "norteamericano", como el anterior, sino "chino" o, cuando menos, "asiático".

Acaso la expresión más elocuente del estado de ánimo de los norteamericanos puede encontrarse en el lugar, todavía vacío, donde estaban las famosas Torres Gemelas; otra generación de norteamericanos ya hubiera construido rascacielos aún más imponentes a fin de mostrarle al mundo que Estados Unidos sigue siendo el país más dinámico del mundo, pero la actual es tan dubitativa que aún no ha decidido qué le convendría hacer. Es posible que, una vez que se ponga en marcha la reconstrucción, se incluya entre los edificios una gran mezquita que, dicen las propulsores de la iniciativa, serviría para simbolizar la tolerancia pero que enviaría un mensaje muy diferente a otras partes del mundo.

Detrás del derrotismo que se ha difundido por Estados Unidos está la pérdida de fe en el destino colectivo, en la convicción de la superioridad propia que siempre ha sido una característica –desagradable, por cierto– de los grupos dominantes. Como ocurrió en Europa en los años que siguieron al inicio de la Primera Guerra Mundial, los contrarios al orden establecido han ganado "la batalla cultural". Las elites intelectuales norteamericanas y parte de las políticas coinciden en que los enemigos de su país, comenzando por los islamistas, tienen motivos de sobra para odiarlo. En ocasiones, el presidente Barack Obama se ha sentido constreñido a pedir perdón a sus interlocutores extranjeros, sobre todo a los musulmanes, por los crímenes y errores que atribuye a sus antecesores.

Estados Unidos, pues, a menudo brinda el espectáculo inédito de una superpotencia vergonzante cuyos líderes están más dispuestos a dar la razón a sus críticos que a defenderse contra sus diatribas. Por desgracia, el "poder blando" así desplegado no le ha permitido congraciarse con muchos; según una encuesta reciente, Obama es aún menos popular entre los árabes de lo que fue el habitualmente execrado George W. Bush.

Los diez años últimos han sido poco felices para los norteamericanos. Síntomas de deterioro han proliferado en la economía, el sistema educativo, en las relaciones entre los distintos grupos étnicos, religiosos e incluso sexuales. Se ha abandonado el viejo "relato" de Estados Unidos como un crisol en que inmigrantes de diversa procedencia formarían un pueblo distinto al compartir el "sueño norteamericano" de que cualquiera, con esfuerzo, honestidad y sentido de responsabilidad, podría disfrutar de una vida incomparablemente más próspera y más libre que en el resto de planeta. Lo han reemplazado otros relatos que se inspiran en "la política de la identidad" en que grupos autodefinidos compiten por poder y por los recursos materiales que suelen acompañarlo.

Una consecuencia de dicho cambio fue la pavorosa crisis inmobiliaria provocada por la decisión de obligar a los bancos a ayudar a integrantes de "minorías" desfavorecidas a conseguir una vivienda, pasando por alto su incapacidad evidente para devolver el dinero así prestado, una crisis que al estallar hizo caer pedazos del sistema financiero mundial con repercusiones que distan de haberse agotado. Otra fue el virtual colapso de sectores de la educación pública, en especial los de distritos escolares con una fuerte presencia de "minorías". Asimismo, al multiplicarse los derechos adquiridos por grupos políticamente fuertes, gobiernos municipales han caído en bancarrota y algunos estaduales, como el de California, se han endeudado tanto que si fueran países independientes ya se hubieran declarado en default.

Bien que mal la situación del gobierno federal es distinta –puede imprimir dólares– pero debe a China una cantidad astronómica de dinero, de tal modo brindando a su rival geopolítico un arma que tarde o temprano aprovechará. Lo entiende la encargada de la política exterior norteamericana, Hillary Clinton, que el año pasado preguntó: "¿Cómo puedes negociar con mano dura con tu banquero?".