Después de Khadafi
Para recuperarse de los 40 años de destrucción provocada por un tirano, Libia no puede seguir el ejemplo de Egipto ni el de Túnez.
El destino de Muammar Khadafi parecía jugado al cierre de esta edición de Newsweek: los mosaicos de zonas liberadas se extendían por Libia y, pese a sus amenazas de seguir bombardeando a los "terroristas", lo acorrala la presión internacional. Sin embargo, habría que preocuparse ahora por la transición post-Khadafi: tras cuatro décadas de tiranía, Libia tendrá que encarar una amplia reconstrucción de todos los elementos cívicos, políticos, legales y morales que constituyen a una sociedad y a su gobierno.
El problema es que sigue siendo poco claro de dónde provendrá el nuevo liderazgo. Quizás algunos de los jefes tribales se unan detrás de uno de los suyos; quizás vuelvan algunas de las figuras de oposición en el extranjero, no tanto como salvadores sino como constructores que puedan colocar nuevos cimientos sobre los escombros. O quizás algunos libios más jóvenes, empresarios o con estudios en el extranjero, se pongan a la altura de las circunstancias. Incluso hay rumores de que el heredero de la monarquía del país podría lanzarse al ruedo.
Lograr que Libia se ponga en pie nuevamente será un proceso duro y probablemente difícil de controlar. La frustración contenida puede derivar en acontecimientos violentos, en especial contra aquellos que alguna vez apoyaron al régimen de Khadafi (aunque de manera muy semejante a lo que ocurrió en los antiguos satélites soviéticos en Europa Oriental, en un momento u otro casi todo el mundo tuvo que tratar con el régimen para sobrevivir). La autoridad política debe ser restituida rápidamente, pero Libia no tiene ninguna hoja de ruta: es un caso aparte, diferente al de otros países de la región que tuvieron alzamientos populares, como Túnez y Egipto. ¿Pero cómo llegó el pueblo libio a estar tan separado de la estructura y de la experiencia política? Todas las respuestas empiezan y terminan con Kadhafi.
Hubo algo conmovedor en la última teatral visita de Khadafi a Italia hace algunos meses. Vistiendo su singular combinación de capa árabe y traje de oficina blanco estilo occidental, el líder libio había colgado en su solapa una foto en blanco y negro, que el primer ministro Silvio Berlusconi evitó mirar. La foto mostraba a un encadenado Omar al-Mukhtar, un jefe tribal cirenaico y héroe nacional de Libia, que fue hecho prisionero en 1931 y luego colgado por los fascistas tras resistir la invasión colonial italiana durante varios años. Su capa y anteojos siguen siendo una figura estelar en el museo nacional de Libia en la Plaza Verde de Trípoli.
En la opinión de Khadafi, Al-Mukhtar representa el modelo de perfección de un verdadero libio: un guerrero tribal, valiente, intransigente, dispuesto a asumir retos insuperables. Khadafi le quería recordar a Berlusconi los horrores de la ocupación italiana —durante la cual habría muerto hasta la mitad de la población de Cirenaica, la provincia oriental de Libia—. Por eso no sorprende que Khadafi, en su primer discurso después de que se extendiera el alzamiento en su contra, invocara esas mismas cualidades para explicar que lucharía hasta el final y que estaba dispuesto a morir como mártir.
Las referencias a la historia, sobre todo el desastroso legado italiano en Libia, han sido constantes en los discursos de Khadafi desde que asumió el poder en un incruento golpe de Estado en 1969. Entonces tenía sólo 27 años, inspirado por Gamal Abdel Nasser, el presidente del vecino Egipto, cuyas ideas nacionalistas sobre la posibilidad de recuperar el orgullo del mundo árabe alimentaron la primera década de su revolución. Y aunque estuvo claro desde el comienzo que los detalles de la diplomacia internacional no le impresionaban a Khadafi en lo más mínimo, nadie podía haber pronosticado en 1969 su polémica trayectoria posterior.
Con un fanatismo que rayaba en la obsesión, Khadafi empezó a reformar Libia, tratando de construir una comunidad tribal amplia en un país que había sido gobernado desde su independencia en 1951 por una mediocre monarquía con estrechos lazos con Occidente. Lo que Khadafi quería instituir era una "Jamahiriya", un sistema político enseñado directamente por los miembros de la tribu sin la intermediación de las instituciones estatales: una especie de gran cónclave nacional, semejante al "loya jirga" afgano. Pero cuando resultó que Libia tenía poco apetito por su visión política centralizadora y seguía indiferente a sus propuestas, el joven idealista se volvió activista.
En el Libro Verde, un conjunto de delgados volúmenes publicados a mediados de la década de 1970 que presentan la filosofía política de Khadafi, se presenta un plan para una dramática reestructuración de la economía, la política y la sociedad de Libia. En principio, Libia se convertiría en un experimento en la democracia. En realidad, se convirtió en un estado policial donde cada movimiento de sus ciudadanos era observado cuidadosamente por un creciente número de aparatos de seguridad y comités revolucionarios que debían lealtad a Khadafi. Por otra parte, un elemento más oscuro empezó a aparecer en sus discursos: la idea de que un grupo de traidores libios en Cirenaica había capturado a Omar al-Mukhtar y habían posibilitado la derrota de los muyaidines libios. Esta idea de una quinta columna que permitiría que los enemigos de Libia —Estados Unidos, los radicales islámicos o la oposición interna— se infiltraran en la Jamahiriya se convirtió en una justificación para arruinar a cualquier persona que se interpusiera en el camino de Khadafi. Ni siquiera quienes habían dejado Libia para ir al exilio estaban seguros, perseguidos por escuadrones de la muerte con la misión de disparar a los "perros extraviados". La expresión sigue vigente. Por estos días, aquellos que luchaban en las calles contra su revolución también fueron denominados perros, ratas y cucarachas "destinados a la destrucción", según rugió Khadafi.
El impacto del Libro Verde sobre Libia fue calamitoso. Tras haber aplastado toda oposición a mediados de la década de 1970, el régimen sofocó a cualquier grupo que pudiera oponérsele de manera potencial y sistemática —cualquier actividad que pudiera ser interpretada como oposición política podía castigarse con la muerte, por lo cual, a diferencia del Egipto post Mubarak, una Libia post-Khadafi podría no tener ninguna oposición preparada para llenar el vacío.
Uno de los primeros blancos de Khadafi fueron las tribus libias, porque temía que pudieran unirse en grupos opositores a su gobierno. Durante las primeras dos décadas después del golpe de Estado de 1969, trató de borrar su influencia, argumentando que eran un elemento arcaico en una sociedad moderna. Pero cuando su poder resultó ser perdurable, y cuando los desafíos a su gobierno crecieron en las décadas de 1980 y 1990, logró controlarlos gradualmente y por la fuerza. En un movimiento brillante que neutralizó a los líderes tribales, muchos de los cuales también eran comandantes militares, creó el Comité del Pueblo para el Liderazgo Social, mediante el cual podía controlar simultáneamente a las tribus y a varios segmentos de la milicia del país.
En el período entre finales de la década de 1970 e inicios de la de 1980, el gobierno de Khadafi quedó grabado más intensamente en la mente de las personas: los incidentes terroristas; la confrontación con el presidente de EE. UU. Ronald Reagan, quien bombardeó Libia en abril de 1986; y el creciente aislamiento del país cuando se le impusieron sanciones internacionales. El atentado letal contra un avión de Pan Am en Lockerbie, en 1988, era el punto final lógico para un régimen que había perdido toda legitimidad internacional. En el período posterior al ataque, Khadafi intentó reunir a los libios en enormes manifestaciones, pero se habían vuelto muy apáticos —neutralizados por sus propios problemas— y nadie respondió al llamado a una nueva ola de activismo político. La revolución moría rápidamente, y el gobernante libio, rodeado, como todos los dictadores, por aduladores que desvían cualquier consejo en contra, se limitó a seguir como si nada hubiera cambiado.
Pero las sanciones hicieron mucho daño, y aunque el régimen aún tenía el poder coercitivo para controlar alzamientos en la década de 1990, resultó claro para sus consejeros más cercanos que el descontento popular había alcanzado niveles sin precedentes. Kadhafi tenía una sola escapatoria: llegar a un acuerdo con Occidente para poner fin a las sanciones, restaurar la envejecida infraestructura petrolera y permitir que los libios viajaran otra vez al extranjero.
Cuando Libia anunció su propósito de renunciar a las armas de destrucción masiva en diciembre de 2003 —después de un largo proceso de diplomacia entre bastidores, encabezado inicialmente por Gran Bretaña—, los libios esperaban que eso posibilitara la reintegración de su país a un mundo del que habían estado excluidos desde hacía mucho tiempo. Su esperanza se centró, en parte, en Saif al-Islam, uno de los hijos de Khadafi que, como supuesto reformador, pontificaba sobre la necesidad de abrir el sistema político de Libia. Siempre impecablemente vestido con trajes occidentales (en contraste con las estrafalarias túnicas de su padre), el sonriente Saif encarnaba la nueva Libia que todos querían ver.
Saif también cautivó, casi de la noche a la mañana, a la prensa occidental: un joven modernista con un doctorado en la London School of Economics que promovía la reforma en la terrible dictadura de su padre. Pero los expertos ignoraban que este apóstol de la reforma no poseía ninguna autoridad verdadera, más allá de ser el hijo de Khadafi y autor de un par de libros execrables sobre el desarrollo económico. Los expertos tampoco lograran detectar la magnitud de la oposición en su contra dentro de Libia.
El enamoramiento de Libia con Saif al-Islam y sus ideas reformistas terminaron abruptamente tras el alzamiento contra el régimen de Khadafi, cuando intentó calmar a los manifestantes en la televisión nacional libia. Durante el régimen de su padre, los libios se habían habituado a los discursos incoherentes y confusos. Pero el discurso del hijo fue surrealista y orwelliano: surrealista porque Saif, al igual que su padre, parecía incapaz de comprender lo que la revuelta en Bengasi y Cirenaica representaba para el régimen; también surrealista porque su sugerencia de iniciar un diálogo nacional después de la violencia y los asesinatos ya no era ni remotamente realista; y orwelliano porque el presunto heredero del régimen libio usó precisamente el tipo de lenguaje apocalíptico que su padre había utilizado durante 40 años para justificar su gobierno.
Khadafi nunca previó que éste llegaría a su fin. "La revolución eterna" era uno de los lemas perdurables de su Libia, inscrito en todas partes, desde puentes hasta botellas. Pero el alzamiento en Bengasi tuvo la suficiente energía política para extenderse en toda la región oriental del país —un desafío espontáneo a un régimen que, durante cuatro décadas, había administrado mal la economía del país y humillado a sus ciudadanos—. En pocos días el país se dividió a la mitad, con la independización virtual de Cirenaica oriental y Bengasi, su ciudad principal. La realidad fue más grande que la caricatura. Pero Khadafi y sus partidarios siguieron luchando en Trípoli con ferocidad rabiosa y total indiferencia por la vida.
A medida que se intensificaba el choque entre la anacrónica revolución de Khadafi y la nueva revuelta popular, recobra valor una pregunta: ¿cómo luciría una Libia post-Khadafi? Durante los largos años de su gobierno, Khadafi había usado un conjunto despiadado de políticas de divide y vencerás que mantenía a sus adversarios aislados unos de otros, y que también había debilitado a cualquier institución social o política del país.
Más allá de Khadafi sólo existe un gran vacío político que Libia necesitará llenar de algún modo. El país va a requerir algo que Khadafi evitó deliberadamente durante 42 años: la creación de un Estado moderno donde los libios se conviertan en verdaderos ciudadanos, con todos los derechos y obligaciones que esto implica.
Los obstáculos serán formidables. Después de destruir sistemáticamente la sociedad local, después de usar a las tribus para cancelarse unas a otras, después de abortar de manera sistemática el surgimiento de una generación más joven que pudiera encargarse de la vida política de Libia —todo agravado por la incoherencia general de las instituciones administrativas y burocráticas del país—, Khadafi habrá dejado una nueva Libia con graves e históricos desafíos. Aún no está claro desde dónde provendrá el nuevo liderazgo, y cómo se pueden construir rápidamente las instituciones para evitar que las facciones persigan sus propios intereses a expensas de lo que seguirá siendo durante mucho tiempo un Estado debilitado.
Una característica de muchos exportadores de petróleo es que, dado que sus ingresos fluyen directamente hacia las arcas del Estado, donde pueden ser utilizados sin rendir cuentas, también producen regímenes que no prestan la suficiente atención a la representación política. Estos regímenes pueden usar estratégicamente sus ingresos petroleros para fomentar el patrocinio que los mantenga eficazmente en el poder por décadas. En ningún lugar esa mecánica estuvo mejor organizado que en la Libia de Khadafi.
Por Dirk Vandewalle
Después de él, los nuevos gobernantes de Libia necesitarán a partir de ahora hallar formas de unir a un gran número de grupos sociales que hasta ahora han compartido muy poco, excepto la riqueza petrolera del país, y cuyos intereses particulares y sectoriales fueron enfrentados deliberadamente por las tácticas divisionistas del régimen. La probabilidad de que varios grupos distintos exijan una mayor rendición de cuentas y representatividad mientras el país encuentra el camino, señala más hacia los casos de los Balcanes que hacia lo que ocurrió en el norte africano, en Egipto o en Túnez, como probables modelos para la reconstrucción del Estado en Libia.
Y al igual que pasó en los Balcanes, la comunidad internacional podría desempeñar una función amplia y positiva al proporcionar experiencia y, temporalmente, fuerzas de seguridad.
A pesar de todas sus payasadas, Khadafi comprendió que la historia de Libia podía ser una fuerza poderosa a ser aprovechada, como lo hizo al invocar a Omar al-Mukhtar y la resistencia contra el colonialismo, a favor de un proyecto político implacable. En realidad, ese proyecto devastó a Libia en todos los niveles. Cualquiera que sea, el nuevo gobernante de Libia tendrá el desafío de aprender las lecciones de su triste historia reciente y luego moverse resueltamente hacia adelante con compromiso y sabiduría. Lo que le faltó al régimen abyecto de Khadafi.