Descontrol y cinismo en el Estado
Casos como los de Moyano y las Madres de Plaza de Mayo muestran que, a cambio de apoyo, el Gobierno permite delinquir.
Los escándalos protagonizados por organizaciones sometidas al control del Estado se han convertido una información cotidiana. La sociedad conoce también a diario la peripecia judicial de las irregularidades cometidas en esas entidades y se pregunta con escepticismo si los magistrados sancionarán a los responsables.
Sin embargo, esas desviaciones delatan un déficit institucional que suele pasar inadvertido. Es la ausencia de mecanismos de control que permitan detectar desbarajustes muy costosos y evitar que se sigan cometiendo una vez que han sido descubiertos.
Un ejemplo de esta laguna es el desmanejo de la Fundación Madres de Plaza de Mayo con los fondos que el Estado le confió para la construcción de viviendas para personas de bajos recursos. La Justicia debe determinar ahora el compromiso de Hebe de Bonafini, Sergio Schoklender y las demás personas por cuyas manos pasó ese dinero. Para que se despeje esa incógnita pasará bastante tiempo. Mientras tanto, desde el Tesoro nacional se siguen girando fondos públicos a quienes ya demostraron, en el mejor de los casos, una enorme negligencia administrativa.
En el caso de la Fundación Madres de Plaza de Mayo hay varios organismos públicos que guardan silencio cómplice frente a episodios que revelan su ineficiencia. La Sindicatura General de la Nación (Sigen), por ejemplo, debería haber monitoreado la correcta asignación de las partidas. Que el dinero se le transfiera a una organización privada compromete a ésta con controles especiales. Lo consigna el Código Penal, que extiende las responsabilidades del funcionario público a los administradores de entidades de beneficencia que reciben fondos del Estado.
La Inspección General de Justicia (IGJ) tiene, en un caso como el de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y su fundación, competencia inmediata como fiscalizador. El comportamiento de este organismo, a cargo de Marcelo Mamberti, produce sorpresas desagradables. Cuesta entender por qué desde esa repartición no se interviene ahora la asociación sospechada, para garantizar que cesen las desviaciones.
La IGJ viene desde hace tiempo actuando en el sentido contrario de lo que se espera de ella. El responsable directo del monitoreo de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y de su fundación, es decir, el jefe del Departamento de Asociaciones y Fundaciones, Luis María Calcagno, se dedicó durante estos años a difundir música en la radio que posee la organización que él debía controlar.
Por otra parte, esa misma radio opera sin la licencia correspondiente, a pesar de lo cual recibió en los últimos dos años más de dos millones de pesos en publicidad oficial.
Esta liberalidad se hace más llamativa cuando se recuerda el celo, por momentos persecutorio, que el organismo conducido por Mamberti ha puesto en la indagación de asociaciones y fundaciones que el oficialismo pretende alinear con sus políticas.
La negligencia que se advierte en la IGJ responde, es de lamentar, a un patrón bastante extendido. Decenas de obras sociales sindicales son investigadas en la justicia federal por las sospechas de fraudes cometidos en la percepción de subsidios del Estado.
En la mayoría de los casos esas obras sociales estuvieron asociadas a droguerías que, en ocasiones, tuvieron vínculos con el narcotráfico. Sin embargo, la Superintendencia de Salud, que tiene a su cargo garantizar la correcta administración de esas entidades, permanece inactiva para evitar que las irregularidades que se presumen puedan seguir cometiéndose. Al contrario, los magistrados pudieron determinar que, durante años, el encargado de evitar la comisión de delitos, el superintendente Héctor Capaccioli, recurría a las droguerías sospechadas para hacerse de los fondos que, al final, alimentaban las campañas de Cristina y Néstor Kirchner.
En casi todos los casos, los recursos de los trabajadores son manejados hoy por los mismos sindicalistas señalados por las investigaciones judiciales, sin que la superintendencia del área tome medidas para prevenir nuevos desmanes. El caso más estridente es el de Hugo Moyano, que tercerizó el gerenciamiento de la obra social de los camioneros en una compañía comercial perteneciente a miembros de su familia.
La organización que conduce Hebe de Bonafini y la que regentea Hugo Moyano pudieron sustraerse también de los controles que, de manera muy selectiva, dispone José Sbatella, el titular de la Unidad de Información Financiera (UIF).
Las andanzas de Schoklender han vuelto a destapar, además, una red financiera que se extiende hasta el negocio de las obras sociales fraudulentas y que permite presumir la existencia de un dispositivo de lavado de dinero en gran escala, comandado por los mismos operadores. Si la información periodística se confirmara en la Justicia, Sbatella no tendría más excusas para mantenerse en su cargo.
A primera vista, esta falta de controles delata la falta de capacidad del Estado para cumplir con su obligación. Los ciudadanos, que sostienen al sector público con sus impuestos, si quieren que se detecte alguna deformación, deben esperar a que se desate alguna pelea escandalosa. Es lo que, al parecer, sucedió en el caso de la Asociación Madres de Plaza de Mayo o en el Instituto Nacional contra la Discriminación. En ninguno de los dos los fiscalizadores estatales lograron descubrir nada por su cuenta.
Sin embargo, a medida que se profundiza en la información disponible se advierte que, en realidad, muchos funcionarios conocían al detalle las irregularidades y despilfarros que se estaban cometiendo sin control alguno del Estado. La conclusión que habría que extraer de esta segunda lectura es mucho más grave.
La sociedad argentina no estaría sometida a la incapacidad de los funcionarios para controlar el destino de los recursos públicos sino a un fenómeno más preocupante: en el seno de esa sociedad habría poderes fácticos, de la naturaleza que fuere, a los que el Gobierno les ha venido concediendo semejante autonomía que han quedado fuera de la ley. Es indudable que el kirchnerismo les ha extendido fueros a Moyano y a Bonafini a cambio de los servicios simbólicos y políticos que ellos han venido prestando al fortalecimiento del Gobierno.
Para la concepción populista de la vida pública que el oficialismo se empeña en imponerle a la Argentina, esta conducta sólo puede parecer aberrante a quienes son presa de los pruritos institucionales propios de una mentalidad burguesa. Es lamentable esa concepción, sobre todo cuando se la defiende, como hace el kirchnerismo, en nombre de la igualdad y de los derechos humanos.
Los desmanes que Schoklender llevó adelante bajo la mirada clarividente de Bonafini convierten en víctimas a aquellos que siguen quedándose sin casa a pesar de los recursos que el Estado destinó a cubrirlos de esa carencia.
Es muy posible que los aviones, barcos y autos de lujo de ese administrador infiel pertenezcan a desamparados que todavía ignoran que se han burlado de ellos. Los fondos que Moyano y sus colegas desviaron, según surgiría de las investigaciones judiciales, les fueron quitados a trabajadores que, en la mayoría de los casos, no tienen más cobertura de salud que la que les ofrecen su sindicato y el hospital público.
El descontrol del Estado, tal como aparece en los desbarajustes de Bonafini y Moyano, es imperdonable siempre. Pero se vuelve intolerable cuando expresa el cinismo de un grupo que, como el kirchnerismo, oculta su irresponsabilidad detrás de la consigna de la inclusión social.