¿Democracia sin partidos?
La dirigencia política sigue un camino equivocado, que la aleja cada vez más de un genuino sistema representativo, el que nunca puede ser reemplazado por los personalismos.
Según el sociólogo francés Alfred Fouillée, "siendo la elección una designación de capacidad, ella supone la capacidad de designar". La capacidad de designar correctamente implica la formación cívica de quien elige.
Esa formación no se adquiere sólo durante el pasaje por los institutos educacionales ni por la militancia a plazo fijo, esa que se inicia y termina en los días que preceden y cierran el proceso electoral.
La formación política de la ciudadanía exige la activa participación de los partidos, que nunca pueden ser relevados o sustituidos por las partidocracias o por los medios. Más reprochable todavía cuando estos últimos quedan asfixiados económicamente, paralizados en su difusión o condicionados por un férreo proyecto hegemónico, que no deja espacio para el pensamiento independiente o para corrientes que no se subordinan al pensamiento único, aunque sólo conserven superficiales señas de identidad.
En la historia, las mejores escuelas de civismo han sido los partidos políticos, hoy subsumidos por los personalismos. Su fracaso como formadores de opinión ha hecho algo mucho más pernicioso que la transformación del elector en un ciudadano indiferente o pasivo, en una simple línea en el padrón electoral, que acude a las urnas sólo para cumplir con la ley que impone su participación en un acto que, en democracias verdaderamente consolidadas, constituye la consagración de la voluntad soberana en su más alto nivel.
Las dirigencias políticas no comprendieron que al clausurar, por desidia o incapacidad, sus escuelas partidarias de formación ciudadana estaban clausurando sus propios partidos. Por eso, desde 1983, los argentinos hablan de alfonsinismo, menemismo, duhaldismo, kirchnerismo y, por contrapartida, han dejado de hablar de radicalismo, socialismo, comunismo, peronismo. En general, son personalismos de ideologías oportunistas, precarias, improvisadas.
Esta malformación es una regresión. De manera lenta pero incesante, la civilidad regresa al caudillismo, al paternalismo. Y las jornadas electorales recobran el clima crispado del pasado, sin despeñarse, por fortuna, en las violencias del ayer. Pero también son formas ominosas de violencia el alquiler o la compra de votos; las nuevas formas de fraude informático, por caso, los sistemas que se "caen" cuando el conteo de votos asume una tendencia desfavorable para quien ejerce el poder, y las salvajes pegatinas y pintadas sobre consignas de partidos o candidatos adversarios. La peor de esas violencias es la subestimación de la inteligencia del electorado, al que se puede engañar, defraudar, traficar.
Es de esperar que las próximas elecciones marquen un punto de inflexión en el errado rumbo actual. No hay democracia sin partidos. Tampoco la hay con partidocracias.