Democracia más que frágil en la Primavera Árabe
*Por Henry Kissinger. La Primavera Árabe es presentada en general como una revolución regional encabezada por jóvenes en nombre de principios democráticos progresistas.
Sin embargo, Libia no es gobernada por fuerzas de ese tipo; apenas continúa siendo un Estado. Tampoco Egipto, cuya mayoría electoral (posiblemente permanente) es abrumadoramente islamista; asimismo, no parecen predominar los demócratas en la oposición siria. El consenso de la Liga Árabe respecto de Siria no está definido por países que se hayan distinguido por la práctica o la defensa de la democracia. Más bien refleja el conflicto milenario entre los chiítas y los sunitas.
La confluencia de muchas quejas dispares que admiten slogans generales no es todavía un resultado democrático . La victoria trae aparejada la necesidad de destilar una evolución democrática y establecer un nuevo lugar de autoridad. Cuanto más generalizada sea la destrucción del orden existente, probablemente más difícil resultará el establecimiento de una autoridad local, y más probable será el recurso a la fuerza o la imposición de una ideología universal. Y cuanto más se fragmente la sociedad, mayor será la tentación de fomentar la unidad apelando a una visión de un nacionalismo y un Islamismo fusionados que ataquen los valores o los objetivos sociales occidentales.
El derribamiento de la estructura existente es un ticket de admisión a un proceso lacerante.
Debemos ser cuidadosos, no sea que, en una época de capacidades de concentración abreviadas, las revoluciones se conviertan, para el mundo exterior, en una experiencia transitoria en Internet, observada con intensidad durante unos pocos momentos clave, y luego dejada de lado cuando se considera que el suceso principal terminó.
La revolución deberá ser juzgada por su destino, no por su origen; por su resultado, no por sus proclamas.
Las preocupaciones humanitarias no eliminan la necesidad de relacionar el interés nacional con un concepto de orden mundial. Para los Estados Unidos, una doctrina de intervención humanitaria general en las revoluciones de Oriente Medio resultará insostenible a menos que esté ligada a un concepto de seguridad nacional estadounidense.
Las proclamas iniciales de los revolucionarios no revelarán si la Primavera Árabe acrecienta realmente la dimensión de la libertad individual o si en cambio reemplaza el autoritarismo feudal por una nueva era de un régimen absoluto fundado en plebiscitos controlados y en mayorías permanentes de base sectaria.
Las fuerzas políticas fundamentalistas tradicionales, fortalecidas por la alianza con los revolucionarios radicales, amenazan con dominar el proceso en tanto los elementos de las redes sociales que definieron el comienzo están siendo marginados.
Estados Unidos debería alentar las aspiraciones regionales de cambio político. No es prudente, sin embargo, buscar un resultado equivalente en todos los países al mismo ritmo. No es una abdicación de principio adaptar la posición estadounidense país por país y ajustarla a otros factores relevantes, como la seguridad social ; de hecho, esa es la esencia de una política exterior creativa.
La confluencia de muchas quejas dispares que admiten slogans generales no es todavía un resultado democrático . La victoria trae aparejada la necesidad de destilar una evolución democrática y establecer un nuevo lugar de autoridad. Cuanto más generalizada sea la destrucción del orden existente, probablemente más difícil resultará el establecimiento de una autoridad local, y más probable será el recurso a la fuerza o la imposición de una ideología universal. Y cuanto más se fragmente la sociedad, mayor será la tentación de fomentar la unidad apelando a una visión de un nacionalismo y un Islamismo fusionados que ataquen los valores o los objetivos sociales occidentales.
El derribamiento de la estructura existente es un ticket de admisión a un proceso lacerante.
Debemos ser cuidadosos, no sea que, en una época de capacidades de concentración abreviadas, las revoluciones se conviertan, para el mundo exterior, en una experiencia transitoria en Internet, observada con intensidad durante unos pocos momentos clave, y luego dejada de lado cuando se considera que el suceso principal terminó.
La revolución deberá ser juzgada por su destino, no por su origen; por su resultado, no por sus proclamas.
Las preocupaciones humanitarias no eliminan la necesidad de relacionar el interés nacional con un concepto de orden mundial. Para los Estados Unidos, una doctrina de intervención humanitaria general en las revoluciones de Oriente Medio resultará insostenible a menos que esté ligada a un concepto de seguridad nacional estadounidense.
Las proclamas iniciales de los revolucionarios no revelarán si la Primavera Árabe acrecienta realmente la dimensión de la libertad individual o si en cambio reemplaza el autoritarismo feudal por una nueva era de un régimen absoluto fundado en plebiscitos controlados y en mayorías permanentes de base sectaria.
Las fuerzas políticas fundamentalistas tradicionales, fortalecidas por la alianza con los revolucionarios radicales, amenazan con dominar el proceso en tanto los elementos de las redes sociales que definieron el comienzo están siendo marginados.
Estados Unidos debería alentar las aspiraciones regionales de cambio político. No es prudente, sin embargo, buscar un resultado equivalente en todos los países al mismo ritmo. No es una abdicación de principio adaptar la posición estadounidense país por país y ajustarla a otros factores relevantes, como la seguridad social ; de hecho, esa es la esencia de una política exterior creativa.