Debates electorales y calidad de la democracia
*Por Daniel Zovatto. En el futuro cercano, para evitar "el debate sobre los debates" que tiene lugar cada cuatro años, estimo imprescindible asegurar la institucionalización de éstos.
El tema de los debates electorales ha venido ganando importancia y presencia en las campañas políticas, tanto en el plano mundial como en América latina.
Los debates entre candidatos tienen dos dimensiones: por un lado, son una herramienta clave de toda campaña electoral; por el otro, constituyen un mecanismo estratégico e institucional para enriquecer la calidad del debate político, informar de manera adecuada a los ciudadanos y, así, contribuir al fortalecimiento de la cultura ciudadana y de la calidad de la democracia y sus instituciones.
Sobre la primera dimensión, cabe señalar que este tipo de debates son una consecuencia típica de la "norteamericanización" de las campañas electorales en el mundo. En efecto, el primer debate televisado fue entre John Kennedy y Richard Nixon, el 26 de septiembre de 1960, y fue seguido por el 60 por ciento de la población adulta de los Estados Unidos.
En cuanto a herramienta de campaña electoral, existen posiciones opuestas entre los expertos, en especial en relación con dos temas: 1) quién se beneficia más de los debates; y 2) cuál es su impacto real en los electores.
Para un buen número de "gurúes" electorales, quien lleva ventaja en las encuestas debería evitar los debates, ya que éstos benefician sobre todo a quienes vienen corriendo detrás.
Otros, en cambio, sostienen que no participar en un debate, aun encabezando las encuestas, puede ser perjudicial para la imagen del candidato y llevarlo a una derrota.
Las opiniones están igualmente divididas en cuanto al impacto real de los debates en el electorado. Un grupo sostiene que suele ser marginal, sobre todo respecto de los electores que ya decidieron su voto; por lo tanto, su influencia quedaría limitada a los indecisos.
Otro sector estima, en cambio, que los debates pueden llegar a ser decisivos en el resultado de una elección, sobre todo en los casos de comicios con resultados ajustados. No me pronunciaré sobre esta primera dimensión, ya que es una cuestión subjetiva, altamente opinable, que pertenece al ámbito de los asesores de campañas y respecto de la cual, en la experiencia comparada, existen ejemplos que ratifican y contradicen, al mismo tiempo, las hipótesis principales descriptas.
Dimensión estratégica e institucional. Me interesa, en cambio, abordar la dimensión estratégica e institucional de los debates.
En la ciencia política existe una corriente de pensamiento mayoritaria a favor de los debates, entre cuyos beneficios se menciona: 1) permitir un mayor y mejor conocimiento de los candidatos; 2) obligar a éstos a optimizar sus ideas y propuestas y a debatir entre ellos de cara a la ciudadanía sobre la pertinencia y viabilidad de éstas; 3) instalar en la agenda del debate temas de gran relevancia (políticas de Estado) y, eventualmente, generar consensos embrionarios sobre las mismas; y 4) tener un electorado más y mejor informado y, consiguientemente, un voto más reflexivo.
Durante las últimas décadas, estos argumentos han provocado que un número cada vez mayor de países incorporara los debates electorales en la legislación o en la práctica, entre los que cabe mencionar a Estados Unidos y Canadá, pasando por países europeos (entre ellos, Alemania, Países Bajos, España, Francia, Inglaterra, Suecia) y varios latinoamericanos (entre ellos, Venezuela, que fue el pionero en 1963, Chile, Brasil, Perú, Colombia, Costa Rica).
Argentina, en cambio, marcha a contracorriente de esta tendencia global. Entre las razones que explican nuestra tradición de "no debatir" cabe mencionar, entre otras: 1) que el candidato que va adelante en las encuestas suele no querer arriesgar esa ventaja (la "silla vacía" de Carlos Menem, en 1989, lo ejemplifica de manera patente); y 2) que la ciudadanía no premia o castiga, desde lo electoral y en forma clara, la participación o ausencia en los debates (Fernando Straface y Hernán Charosky).
A lo anterior debemos agregar otros dos factores que, en mi opinión, conspiran contra de la realización de los debates: 1) la falta de su obligatoriedad legal; y 2) la ausencia de una instancia institucional (Comisión de Debates como, por ejemplo, existe en Estados Unidos) encargada de la estructuración, organización y conducción de éstos, que garantice pluralidad, profesionalismo e imparcialidad.
Necesidad de regulación. Por las razones expuestas, siempre he creído, como principio general, en la dimensión estratégica de los debates como mecanismo institucional para mejorar la calidad de la democracia. En consecuencia, he estado a favor de regular su obligatoriedad.
En este mismo sentido (y para el caso específico de la provincia de Córdoba), me pronuncié en la recomendación C. 1.9 contenida en el dictamen "Así no va más" de la Comisión Consultiva de Expertos (CCE), que textualmente expresa: "La CCE, por unanimidad de sus miembros, recomienda que se regule la obligatoriedad de los candidatos a gobernador a debatir públicamente a través de los medios de difusión. Para ello, y con el objetivo de garantizar condiciones de equidad y transparencia, podría pensarse (como ya existe en otros países) en establecer una comisión designada por el Consejo de Partidos Políticos, que estuviese encargada de fijar las reglas que garanticen las condiciones de equidad y transparencia en los debates".
Mientras no exista la obligación legal de participar en los debates en nuestra provincia, la celebración de éstos, en mi opinión necesaria y recomendable, demanda, como mínimo, los siguientes requisitos fundamentales: 1) asegurar la participación de todos los candidatos a gobernador para garantizar condiciones de equidad; 2) reglas claras y transparentes, así como un formato y una conducción que den garantía efectiva de imparcialidad y que, al mismo tiempo, aseguren que el debate constituirá una herramienta útil para discutir ideas y propuestas y no un espacio para formular agravios y ataques personales (campaña negativa); 3) que los organizadores del debate constituyan una amplia y representativa alianza de instituciones (sobre todo de las universidades) bajo la coordinación del Consejo de Partidos Políticos o, en su defecto, de una comisión de debates ad hoc, y 4) que la cobertura de los debates esté a cargo de todos los medios que deseen participar, incluidos los del interior, con el objetivo de garantizar una cobertura amplia, plural, profesional e imparcial.
En el futuro cercano, para evitar "el debate sobre los debates" que tiene lugar cada cuatro años, estimo imprescindible asegurar la institucionalización de éstos mediante su regulación expresa en la legislación electoral provincial, tanto respecto de su obligatoriedad, garantías y principios fundamentales como en relación con el establecimiento de una comisión de debates.
En resumen: una adecuada regulación e institucionalización de los debates electorales es el mejor camino para lograr que éstos cumplan con su función estratégica en la sociedad, cual es garantizar un debate político, sustantivo y profundo entre los candidatos, acerca de sus ideas y propuestas, y, por ende, una ciudadanía mejor informada y un voto más reflexivo, todo lo cual redunda en un fortalecimiento de la cultura política y en una democracia de mejor calidad.