De Martita Stutz a Candela Sol
* Por Alejandro Mareco. Nunca las historias son episodios aislados; siempre tienen algo que contar de todos. Tragedias como las de Martita o Candela tienen que ver con nuestros miedos más secretos.
Mi querida abuela Rosa, la que me leía un cuento noche tras noche, apenas si había terminado segundo grado, pero en la primera parte del siglo 20 eso no era poca cosa entre las franjas más populares (es decir, bien pobres: el día que hablemos sin eufemismos, quizá todo se vuelva más claro).
Le alcanzaba para tener un tesoro que sus vecinas de barrio en la ciudad de Oliva admiraban: sabía leer. Por eso, apenas llegaba el diario de la tarde desde la capital de la provincia, se sentaban alrededor de ella para que les relatara las últimas novedades sobre la indescifrable suerte de Martita Stutz, la niña vestida de azul, que se había hundido en el misterio en 1939, cuando tenía sólo 9 años.
Mientras, en la ciudad se reunían multitudes, hasta casi interrumpir el tránsito sobre la avenida Colón, para leer en las pizarras de La Voz del Interior las noticias que se escribían con tiza, a falta de otro medio de actualización constante de la información.
Martita nunca apareció. Los febriles relatos de sobremesa después de la cena (cuando no era la televisión, los que contaban las cosas del mundo eran los mayores) repitieron el suspenso durante años.
¡Ay!, qué cosas terribles nos podían llegar a pasar a los niños, sentíamos. ¿Acaso podía haber un temor peor que ése, que nos dejaba con los ojos abiertos frente al todo o la nada de la oscuridad?
Sí, había un espanto peor y lo aprendimos después: que cosas así pudieran sucederles a nuestros hijos.
La sombra de la historia de Candela Sol, la que replica en estos días, tiene acaso una silueta parecida a la de aquella Martita (como la llamaba el pueblo), que marcó una era del miedo y también cierta indignación de los cordobeses (fue la gran mancha en el gobierno de Amadeo Sabattini).
Candela Sol desapareció, se temió por su destino y un día se cumplió el peor de los presagios. Esta vez es la televisión la que nos cuenta los cuentos de sobremesa (desayuno, almuerzo, merienda y cena) y Candela es un nombre que a cada instante se ha multiplicado.
Quizá, por un lado, el interés tiene que ver con la eterna seducción del misterio y, de parte de la actualidad, el tremendo e insondable submundo de hoy que pudo haber caído encima de una luminosa niña de 11 años.
Es posible que la obsesión mediática con el tema tenga más que ver con eso que con otras intenciones, como la del mero morbo (que también nunca es sólo eso), o incluso con una pretensión de irradiar sensación de inseguridad.
Nunca las historias son sólo episodios aislados; siempre tienen algo que contar de todos. Por eso, uno entiende que tragedias como las de Martita o Candela al menos tienen que ver con nuestros miedos más secretos.
Hay quienes sostienen (como el periodista Lucas Viano) que hay algo de perverso en ocuparse tanto de un hecho tan singular, mientras niños mueren hacinados en pequeñas piezas hechas de intemperie y fuego, acorralados por el hambre de tantos días yermos, despojados de un miserable estetoscopio que los escuche latir.
Ésa es la gran tragedia de la sociedad, y sólo puede enfrentársela redoblando la sed de justicia social, precisamente. Para eso, hace falta verdadera conciencia colectiva.
Sería antojadizo decir cuál es el dolor que más merece la pena sufrirse. Pero así como acaso todas las penas desgarradoras tienen que ver con la condición humana, las que brotan de la injusticia social, es cierto, son las más lacerantes.