De lo perdido y lo recuperado
En el manual de la mudanza empírica que está por escribirse, deberían figurar las tres divisiones existenciales que hay que hacer con los objetos: los que hay que tirar, los que hay que regalar y los que me llevo.
Cada uno de estos rubros conlleva un acto de meditación, ponderación y básicamente decisión… y ¡ay de quien ponga a decidir a un egresado de filosofía! ¿Debo o no tirar los borradores de unos seis mil poemas? El juicio literario es implacable: a la hoguera. Y sin embargo… ¡cuánto de vida voy a poner en la basura junto con esos papeles!… ¿los tiro o no?… ¡qué sé yo, los dejo mientras me fijo en la ropa! Triste colección de hilachas, pero… ¿y si las arreglo? Claro que antes debería aprender a coser. No me veo… aunque si el país empeora… ¡qué sé yo! Pasemos a los libros. Por supuesto que los libros no se tiran, argumento con el cual llegué a juntar cuarenta metros lineales, pero ¿amerita guardarse la tabla de logaritmos que jamás pudimos develar? ¿Y si la tiro y el día de mañana la necesitan mis nietos?… Veo a mis nietecitos rindiendo para siempre matemáticas sólo porque su abuela, la desaprensiva, les tiró ese libro. Resumiendo: cada objeto para desechar, reglar o llevar es un pedazo de nuestra propia vida; el conjunto en general no es gran cosa, tirando a mugriento. Pero así y todo se trata de “nuestra vida”. Joan Collins llorará sobre sus chinchillas, yo mojo el atado de medias sin pareja; pensándolo bien, seguro que las chinchillas se arruinan con la sal, mientras que las medias en cualquier mudanza las tiro (en ésta no porque me sirven para rellenar vasos).
Contra el cronómetro
Si todo en una mudanza puede considerarse horrible, los tramos finales son todavía peores. Generalmente una llega cansada de tanto tropezar con objetos que se han ido acumulando sin la menor lógica, con un ataque de alergia por la tierra que nuestro escaso aseo ha juntado durante diez años y, por supuesto, con todo por resolver. Hasta que sólo nos faltan dos días y es el momento de guardar o morir. En la práctica suele ocurrir que separemos las cosas de “último momento”. Pero como descubrimos que lo imprescindible tiene el tamaño de un camión, tomamos el toro por las astas, declaramos a la familia en estado de camping y empaquetamos todo. Lo que resta será una vida puteada, un clamor angustioso. El cepillo de dientes de mi bienamado desapareció junto con los platos playos. El corre a reponer su cepillo mientras yo corro a comprar fiambre. Siempre hay uno que se descompone y reclama un puré por el amor de Dios. Todo es inútil, la madre en jefe (que vengo a ser yo) se ha vuelto totalmente sádica y replica: “si querés un puré internate, es más fácil visitarte en un sanatorio que encontrar una cacerola”. Mientras tanto los tenedores han desaparecido junto con dos vasos. Los varones piden airadamente calzoncillos limpios. ¿Dónde puse el jabón del baño? ¡Socorro, ya nos vamos!
Buenos Aires: La última es la vencida
Si lo único que trajimos de Córdoba fueron los libros, era lógico suponer que ésta, por fin, iba a ser una mudanza livianita. Por lo pronto estaba dispuesta a no llorar y no lo hice. Apenas si me agarré una conjuntivitis virósica. De allí en más todo fue oscuridad y espanto. La catástrofe volvió a repetirse. Mi marido, el único personaje que permanecía de la antigua anécdota, se dio nuevamente a la fuga (su constancia en la cobardía raya con el mismísimo valor). A socorrerme llegaron mi sobrino y la abnegada Petisuí, quien tenía a su cargo ir acomodando libros a medida que llegaban los cajones (cuentan las malas lenguas que acomodaba uno y se metía dos en la cartera).
De cualquier modo, se agradece, y frente a la actitud de mi sobrino hasta pasé a la categoría de ídola. El citado, aprovechando la confusión del momento, sencillamente… ¡se quedó! Ahí está todavía, mimetizado con el despelote; estoy segura de que piensa que no lo he notado, pero cualquiera de estos días voy a tener que conversar con él.
Tengo pensado hacerlo en cuanto termine de acomodar; dentro de unos años, digamos. Volviendo a la mudanza, dado que mis hijos consideraron lo que dejé en Córdoba como mis despojos mortales y lo repartieron entusiastamente entre los dos, jamás podré entender por qué suerte de milagro del subdesarrollo hubimos de multiplicar la basura durante este tiempo, al punto de que un simple traslado de libros cobró la proporción del infierno tan temido. Como es de rigor, algo se perdió y algo se rompió. Mi conjuntivitis no contribuyó para nada al bienestar general –estoy segura de que Stevie Wonder no acarrea sus libros–. Después la historia se repite. Es inútil que mi enamorado solloce: ¡dónde putas pusiste mis camisas! Tus camisas, ternura, tal vez aparezcan en el fondo de un cajón envolviendo los libros de arte, o las habré regalado. ¡Joder!
Pero ésta, lo juro, es la última vez… La próxima me hago gitana.
Contra el cronómetro
Si todo en una mudanza puede considerarse horrible, los tramos finales son todavía peores. Generalmente una llega cansada de tanto tropezar con objetos que se han ido acumulando sin la menor lógica, con un ataque de alergia por la tierra que nuestro escaso aseo ha juntado durante diez años y, por supuesto, con todo por resolver. Hasta que sólo nos faltan dos días y es el momento de guardar o morir. En la práctica suele ocurrir que separemos las cosas de “último momento”. Pero como descubrimos que lo imprescindible tiene el tamaño de un camión, tomamos el toro por las astas, declaramos a la familia en estado de camping y empaquetamos todo. Lo que resta será una vida puteada, un clamor angustioso. El cepillo de dientes de mi bienamado desapareció junto con los platos playos. El corre a reponer su cepillo mientras yo corro a comprar fiambre. Siempre hay uno que se descompone y reclama un puré por el amor de Dios. Todo es inútil, la madre en jefe (que vengo a ser yo) se ha vuelto totalmente sádica y replica: “si querés un puré internate, es más fácil visitarte en un sanatorio que encontrar una cacerola”. Mientras tanto los tenedores han desaparecido junto con dos vasos. Los varones piden airadamente calzoncillos limpios. ¿Dónde puse el jabón del baño? ¡Socorro, ya nos vamos!
Buenos Aires: La última es la vencida
Si lo único que trajimos de Córdoba fueron los libros, era lógico suponer que ésta, por fin, iba a ser una mudanza livianita. Por lo pronto estaba dispuesta a no llorar y no lo hice. Apenas si me agarré una conjuntivitis virósica. De allí en más todo fue oscuridad y espanto. La catástrofe volvió a repetirse. Mi marido, el único personaje que permanecía de la antigua anécdota, se dio nuevamente a la fuga (su constancia en la cobardía raya con el mismísimo valor). A socorrerme llegaron mi sobrino y la abnegada Petisuí, quien tenía a su cargo ir acomodando libros a medida que llegaban los cajones (cuentan las malas lenguas que acomodaba uno y se metía dos en la cartera).
De cualquier modo, se agradece, y frente a la actitud de mi sobrino hasta pasé a la categoría de ídola. El citado, aprovechando la confusión del momento, sencillamente… ¡se quedó! Ahí está todavía, mimetizado con el despelote; estoy segura de que piensa que no lo he notado, pero cualquiera de estos días voy a tener que conversar con él.
Tengo pensado hacerlo en cuanto termine de acomodar; dentro de unos años, digamos. Volviendo a la mudanza, dado que mis hijos consideraron lo que dejé en Córdoba como mis despojos mortales y lo repartieron entusiastamente entre los dos, jamás podré entender por qué suerte de milagro del subdesarrollo hubimos de multiplicar la basura durante este tiempo, al punto de que un simple traslado de libros cobró la proporción del infierno tan temido. Como es de rigor, algo se perdió y algo se rompió. Mi conjuntivitis no contribuyó para nada al bienestar general –estoy segura de que Stevie Wonder no acarrea sus libros–. Después la historia se repite. Es inútil que mi enamorado solloce: ¡dónde putas pusiste mis camisas! Tus camisas, ternura, tal vez aparezcan en el fondo de un cajón envolviendo los libros de arte, o las habré regalado. ¡Joder!
Pero ésta, lo juro, es la última vez… La próxima me hago gitana.