De la furia callejera al complot opositor
* Por Pablo Ibáñez. Al atardecer, cuando Constitución ardía, Cristina de Kirchner decidió suspender el viaje que tenía programado a Santa Cruz, le ordenó a Nilda Garré que envíe a la Infantería a sofocar los incidentes y le ordenó a Juan Pablo Schiavi denunciar penalmente al Partido Obrero.
El Gobierno estaba, a esa hora, sentado a la mesa navideña. La Casa Rosada era pura desolación. En Olivos, la Presidente cerraba la semana tras una mañana agitada por las protestas de jubilados por la demora en el cobro y las quejas por los cortes de luz.
Al punto que Julio De Vido, tras los múltiples reveses de Aníbal Fernández, el ministro K más poderoso, se refugió en Zárate para su casamiento. Y la Presidente, en modo relax, se dedicó a una charla amable con el economista Joseph Stiglitz y el canciller Héctor Timerman.
El despertar, abrupto, fue a media tarde, cuando se enteró de los incidentes en Constitución. Recién entonces, según confió un funcionario, Cristina se notificó del piquete que desde el mediodía mantenían tercerizados en la línea Roca, a la altura de Avellaneda.
Ese cuadro, reminiscencia del caso Ferreyra -allí, exactamente, comenzó la tensión con la patota sindical que terminó con la muerte del militante del PO- fue minimizado por el área de Transporte hasta que, unas horas después, la empresa decidió cerrar Constitución.
De ahí a las pedradas y los saqueos medió un pestañeo. Garré dudó en ordenar la intervención de Infantería -en principio, se montó un mínimo pelotón de uniformados para «no provocar», se argumentó- y esa demora agudizó el conflicto. En media hora, Constitución ardía.
Esa cadena de desaciertos, que anoche la Presidente les reprochó a sus ministros -algunos, a media tarde, huían del calor de Capital y tuvieron que regresar- tenía un condimento extra: en los días previos, en Gobierno habían sonado alertas sobre posibles incidentes.
Schiavi, incluso, hasta envió un memo al Gobierno de Daniel Scioli sobre la supuesta reventa de pasajes hacia Mar del Plata -tren que parte de Constitución- y le reclamó que interviniera para evitar una saturación que, de ocurrir, podría derivar en incidentes.
El detonante fue más simple y obvio: el corte del PO en Avellaneda obligó a interrumpir el servicio y quienes querían viajar hacia el conurbano sur se toparon con la imposibilidad de hacerlo; al menos en tren.
El resto de la película fue televisada: grupos de jóvenes, algunos aparentemente organizados, atacaron a la Policía, iniciaron focos de incendio en la estación y saquearon locales cercanos. Una primera marea policial fracasó; la segunda, más numerosa, pudo controlar el episodio. Hubo policías y civiles heridos, al menos uno de «gravedad», según informó el SAME, y una ristra de detenidos. Anoche, la Justicia trataba de determinar procedencia y establecer algún tipo de pertenencia político-partidaria de los apresados más activos en el ataque a la Estación y a los locales comerciales cercanos.
Oficialmente, el Gobierno apuntó al Partido Obrero que conduce Jorge Altamira. Schiavi dijo que por orden de la Presidente haría una denuncia penal contra los que cortaron las vías en Avellaneda. Y, por varias vías, el kirchnerismo centralizó su crítica en el PO.
«Conocen -decían anoche desde Gobierno- dónde pueden generar conflicto con cierta facilidad. Hicieron el corte y después mandaron a 20 pibes a tirar piedras». Lo demás, según el relato, fue mediático: la trasmisión en vivo para «generar» clima de caos.
Existen, dicen en el kirchnerismo, enlaces y funcionalidades. Se conjugan la izquierda que apuesta a «cuando peor, mejor» y los sectores de poder anti-K.